domingo, 20 de diciembre de 2020

EL SEPULCRO DE DON ALFONSO VIDAL

La escultura gótica funeraria tuvo un gran desarrollo en Castilla a partir del siglo XIII. En la mayoría de las catedrales y monasterios se construyeron ricos sepulcros para los reyes, nobles, obispos, abades y otros personajes de elevada condición. Al principio se situaron en rincones escogidos de las iglesias, pero después se construyeron capillas funerarias cada vez más importantes, que a finales del siglo XV llegan incluso a diferenciarse del resto del edificio como un cuerpo arquitectónico con entidad propia.

Debido a su importancia como centro artístico de primer orden, en la catedral de León se desarrolló un importante taller escultórico. Allí se acuñó el modelo de tumba adosada a la pared y cubierta por un arcosolio, en el cual la efigie del difunto se colocaba yacente y la decoración podía extenderse por el frontal de la cama, el interior del arco y a veces también el trasdós y la zona circundante. Ejemplos de este prototipo son los monumentos funerarios de los obispos Rodrigo Álvarez, Diego Ramírez de Guzmán y Martín Rodríguez el Zamorano, que en algunos aspectos estilísticos son todavía arcaizantes. 

El modelo se extendió por Castilla y tuvo su continuidad en un magnífico conjunto de sepulcros localizados en el transepto la Catedral Vieja de Salamanca. Se trata de los monumentos dedicados a Doña Elena de Castro, al arcediano de Ledesma Don Diego García López y al deán de Ávila Don Alfonso Vidal, que fueron realizados entre finales del siglo XIII y principios del siglo XIV con un lenguaje ya plenamente gótico, como demuestra el perfil del arcosolio, que ya es apuntado. Los tres conservan una rica policromía aplicada no solo en las figuras esculpidas sino también en la decoración mural que les sirve de marco.

A este respecto, el sepulcro de Don Alonso Vidal es especialmente original por la suerte de alfiz y la banda de mocárabes de estilo mudéjar que lo remata, lo que es consecuencia de las fructíferas relaciones interculturales que había en Castilla en aquella época. La figura del yacente apoya la cabeza sobre dos almohadones profusamente ornamentados, tiene los ojos cerrados y la expresión reposada, el cuerpo vestido con una lujosa túnica de rayas y entre las manos descansa un libro. En el interior del arcosolio hay un relieve policromado de la Crucifixión, en el que destaca la figura quebrada de Cristo y el grupo de las Tres Marías, un tanto rígido. En el frontal de la cama se muestra otro relieve, también pintado, formado por dos escenas sucesivas, en un continuo narrativo que se inicia con los tres caballos de los Reyes Magos, que se asoman por la puerta de la izquierda y son sujetados por un paje, sigue la Epifanía con la Virgen y Niño en el centro, y finaliza con la Presentación en el Templo. La arquivolta está poblada de ángeles sentados con diversos atributos y una serie de rosas, en una disposición similar a la de las portadas exteriores de las iglesias góticas. Entre el arcosolio y el remate de mocárabes se abren dos huecos rectangulares donde se ubican las figuras casi exentas de dos evangelistas en su escritorio. La decoración pictórica del muro se completa con flores de lis y escudos ajedrezados que hacen de esta obra un conjunto excepcional en el que se combinan a la perfección todas las artes. 

lunes, 14 de diciembre de 2020

EL SEMBRADOR


Esta es una de las obras más arriesgadas de Van Gogh desde el punto de vista compositivo. Se conocen tres versiones de ella, al igual que ocurre con otras obras que también le obsesionaron. La que vemos aquí es un óleo sobre lienzo que mide 32.5 cm x 40.3 cm y está en el Van Gogh Museum de Amsterdam. Hay otro lienzo de mayor tamaño en Zurich y un boceto incluido en la carta nº 558 que Vincent escribió a su hermano Theo.

La vida campesina, y en particular el trabajo de los labradores, despertó un gran interés en Van Gogh. A lo largo de su trayectoria hizo más de treinta dibujos y pinturas sobre este tema. Su intención la mayoría de las veces es de carácter social mientras que el lenguaje plástico está inspirado por la filosofía impresionista y, por tanto, centrada en la representación cambiante de la naturaleza. Van Gogh era un admirador de la obra de Millet, y como él, consideraba que las labores del campo podían ser un motivo lo suficientemente noble para el arte moderno. Él veía en la labranza, la siembra y la cosecha una metáfora del esfuerzo del hombre por dominar los ciclos de la naturaleza.

Cuando realizó esta obra en Arlés, en otoño de 1888, estaba trabajando con Paul Gauguin, quien le sugirió que utilizara un tono menos realista y más influenciado por su imaginación. Gauguin le convenció para que trabajara de memoria, partiendo de los sueños o los recuerdos, y Van Gogh empezó a introducir algunos elementos simbólicos en sus cuadros. Aquí utiliza colores menos realistas, como el verde del cielo y las sombras del vestido del campesino. Esto sirve para mostrar los efectos lumínicos del momento, en esta ocasión del atardecer, pero también para sugerir una impresión más emocional, cercana incluso a lo espiritual. De hecho, un inmenso sol se dibuja sobre la cabeza del sembrador como si fuera un halo de santidad, con el objeto de dignificarle a él como persona y apadrinar su esforzada labor. Las referencias la parábola del sembrador recogida en los Evangelios son evidentes. En cualquier caso, los tonos son más fríos que en otras obras de la misma época, quizás porque Gauguin no fue el amigo que Vincent necesitaba entonces, o bien por el deseo de captar la luz del crepúsculo otoñal.

El disco solar y el espacio circundante están plasmados con pinceladas en círculo, y el suelo está animado por una gran cantidad de toques vibrantes de colores sin mezclar, característicos del artista. En cambio, la figura esbozada a modo de silueta y el árbol cruzado en diagonal remiten a las estampas japonesas, que tanto influyeron en los impresionistas. La composición es rompedora porque literalmente parte el cuadro por la mitad, dejando a la derecha el pueblo y el bosquecillo, que parecen representar el mundo real, mientras que a la izquierda permanece en solitario el sembrador. El tronco del árbol y una fina rama se yerguen amenazantes sobre él, pero el sol se alza para protegerle y que pueda continuar su labor. Es lógico que una composición tan interesante llamase la atención de otros artistas y sirviera de modelo a obras posteriores, como esta interpretación-homenaje que realizó Roy Liechtestein en una litografía de 1985, que hoy se conserva en la Fundación Vincent Van Gogh de Arles.





jueves, 3 de septiembre de 2020

EL RETRATO DE SUKY TREVELYAN


Un estudio del año 2012 dirigido por Nicola Grimaldi, de la Universidad de Northumbria, ha probado que efectivamente el cuadro fue repintado en un 80%. Según se aprecia en las radiografías, inicialmente Suky vestía un sombrero y un vestido azul de estilo Van Dyke con amplios volantes, y además llevaba un perrito similar al de otras pinturas de Wallington; la segunda imagen que publicamos hoy es una recreación de su aspecto original. La intervención posterior simplificó el vestido y lo cambió de color, haciéndolo prácticamente idéntico al que luce la dama Charlotte Walpole en otro retrato pintado por Joshua Reynolds, en 1775. En palabras de Lloyd Langley, manager del patrimonio de Wallington del National Trust, “es extraordinario que tengamos en nuestra colección una pintura que potencialmente sea no solo de uno, sino de dos de los más grandes artistas de Inglaterra”.

Este cuadro del siglo XVIII conservado en la mansión nobiliaria de Wallington, en el Norte de Inglaterra, tiene una curiosa historia que merece la pena ser contada. Es un retrato de Susanna Trevelyan, apodada Suky por su familia y amigos, que fue pintado hacia 1761 por el afamado académico Thomas Gainsborough. El resultado final, no obstante, fue modificado en el taller de su gran rival Joshua Reynolds, unos años después.

El retrato cumple todas las convenciones de la elegante retratística inglesa, de las que precisamente Gainsborough y Reynolds fueron sus principales promotores. El personaje se muestra en posición de tres cuartos, su piel es extremadamente blanca, predominan los colores fríos, hay una esmerada representación del vestido y el fondo es habitualmente un bucólico paisaje formado por árboles y frondas verdes, que se funden con un cielo animado por nubes y otros efectos atmosféricos, preludio de lo que será el Romanticismo pictórico. Una importante novedad en este tipo de retratos es que huye de la pose grandilocuente, característica de las imágenes de los reyes y aristócratas, y en su lugar se aproxima con mayor fidelidad a la fisionomía y la psicología de la persona, a la que muestra en actitudes más cercanas y naturales, unas veces sofisticadas y otras indolentes. Tanto Reynolds como Gainsborough realizaron numerosos encargos para una rica clientela formada por nobles, militares y gentilhombres adinerados, a la que atendían con la ayuda de sus alumnos y ayudantes de taller. Estos últimos se encargaban de pintar la indumentaria y los complementos, mientras que los maestros se centraban sobre todo en el rostro y las manos.

En la familia Trevelyan ha existido desde siempre la tradición de que el retrato original de Suky, pintado por Gainsborough, fue completamente transformado por Reynolds. Esta tradición se basa en una anécdota que tiene como protagonista al escritor Arthur Young, que visitó Wallington durante un viaje para recopilar material con el que escribir su libro Northern Tour, publicado en 1767. En ese libro describió la pintura como un “retrato de un sombrero y volantes”, en referencia al complicado atrezzo con que Gainsborough había representado a la muchacha. El comentario no gustó nada a Sir Walter Calverley-Blackett, tío de Suky y mecenas de Wallington, de tal suerte que dio instrucciones a Joshua Reynolds para que lo repintase.

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miércoles, 26 de agosto de 2020

EL RETABLO PÉTREO DE SANTO ESTEVO

El monasterio de Santo Estevo, en la Ribeira Sacra de Orense, conserva un magnífico relieve tallado en granito, procedente de un retablo románico que los especialistas han datado entre los siglos XII y XIII. La pieza se encuentra hoy adecuadamente expuesta y puesta en valor a la izquierda de la capilla mayor de la iglesia, pero estuvo oculta durante siglos. En unas obras de restauración realizadas en 1950, apareció empotrada y cubierta de cal en una pared del segundo piso del llamado Claustro Dos Cabaleiros. Su función como retablo parece probada por la propia disposición de la pieza, que no podía utilizarse como frontal de altar por su forma triangular ni como tímpano arquitectónico, por su gran tamaño y porque el basamento está compuesto de dos tramos unidos entre sí, y no uno solo como sería lo lógico.

La composición e iconografía son sencillas; Cristo aparece en el centro de la composición secundado por los doce apóstoles, todos de frente y de pie, tocados con un nimbo de santidad y cobijados por arcos de medio punto. Los tres personajes principales son de mayor tamaño, están enmarcados por dos columnas a los lados, y muestran delante de cada uno un símbolo que les identifica: Cristo una corona real y una cruz triunfal, Pedro unas llaves y un libro, Pablo una espada y una filacteria. El resto de los apóstoles porta de forma genérica libros alusivos a su labor evangelizadora, y van disminuyendo su estatura conforme se aproximan a los extremos, en un esfuerzo por adaptarse a la forma triangular del frontón. 

Sus actitudes son variadas; dos enseñan las palmas de las manos, uno señala con el dedo a Cristo y otros se apoyan en báculos. Algunos tienen los pies desnudos, como es habitual en la iconografía medieval, y otros llevan un calzado puntiagudo. Destaca la figura de Santiago Apóstol, a la izquierda de San Pedro. Lleva pegada al hombro la concha de peregrino, lo que le convierte en una de las representaciones más antiguas de esta iconografía particular. También es característica la figura más joven, imberbe y apesadumbrada, en el último puesto de la derecha, que puede identificarse como San Juan.

La base de toda la composición es un bancal de 250 cm de largo jalonado por una galería de arcos de medio punto, sobre la cual se dispone una imposta adornada con pequeñas pomas. La cara posterior de la obra también está esculpida con una arquería románica de trece tramos, rematada por pomas y rombos, que se adaptan en altura a la forma triangular del conjunto. En el arco central vuelve a aparecer Jesucristo en actitud de impartir su bendición. La obra, en fin, es absolutamente fantástica tanto por su preciosismo como por su maravillosa ingenuidad.


martes, 25 de agosto de 2020

SAN FROILÁN

Me he encontrado en la Catedral de Lugo esta curiosa escena esculpida en un medallón de forma oval, que muestra a un monje predicando acompañado de un animal que parece llevar unas alforjas y, sin embargo, no parece un asno o un mulo, como sería lo habitual. La imagen se encuentra en la calle izquierda del retablo de una capilla situada en el lado del Evangelio, junto a los pies del templo, que fue modificada entre 1785 y 1796. Gracias a la documentación histórica conservada en el archivo de la catedral, sabemos que dicho retablo fue esculpido en granito por Manuel de Luaces, de acuerdo a un diseño clasicista propuesto en 1789 por Miguel Ferro Caaveiro, y posteriormente fue policromado por Manuel Rodríguez Adrián y Andrés Ferreiro.

Probablemente, el hecho de que se hiciera en piedra tiene que ver con las normas promulgadas por la Academia de Bellas Artes de San Fernando en aquellos tiempos, que prohibieron hacer más retablos en madera, por su propensión a incendiarse y porque su estilo barroco no se ajustaba al gusto neoclásico del pensamiento ilustrado. Como consecuencia de ello, desde finales del siglo XVIII y durante todo del siglo XIX se realizaron numerosos retablos en piedra o mediante pinturas de arquitecturas fingidas, de los cuales ya hemos publicado algunos ejemplos en este blog.

La escena representada está relacionada con uno de los pasajes más populares de la historia de San Froilán (832-904), patrón de la ciudad de Lugo al que está dedicada la capilla. Aunque era de familia noble y bien instruido, Froilán se retiró muy joven a vivir como ermitaño en Ruitelán, en las montañas del Bierzo, para buscar en soledad el encuentro místico con Dios. Es entonces cuando tuvo lugar un milagro, según el cual un lobo hambriento atacó y devoró al asno que le acompañaba, mientras Froilán se hallaba entregado a la oración. Entonces el santo miró cariñosamente a los ojos del lobo y le dejó acurrucado, mientras le hablaba dulcemente de amor y paz. El lobo perdió el miedo al hombre y al fuego, y se convirtió en el sirviente fiel de Froilán; desde ese momento decidió cargar con las alforjas que antes llevaba el asno muerto.

San Froilán inició poco después su predicación por Lugo, Zamora, Asturias y Cantabria, llegando a ser obispo de León. Compartió muchos de sus viajes con su gran amigo San Atilano, a quien le unía el mismo anhelo de evangelización, reforma de la vida eremítica y fundación de monasterios. El relieve de la Catedral de Lugo muestra a Froilán vestido como un monje, todavía en su rol de eremita, mientras se dirige a una multitud. Está subido a un púlpito y al fondo se distingue una mesa de altar, lo que hace suponer que se encuentran en una iglesia. El público está formado por hombres y mujeres de toda condición, que escuchan arrobados a Froilán. Y debajo del púlpito se ve al lobo, que porta las alforjas llenas con los libros del santo.


viernes, 31 de julio de 2020

LA RENDICIÓN DE BAILÉN

El 19 de julio de 1808 tuvo lugar uno de los hechos de armas más importantes de la Guerra de la Independencia contra los franceses, la victoria del ejército de Andalucía, comandado por los generales Teodoro Reding y Francisco Javier Castaños. Con frecuencia se ha identificado esta batalla como la primera en la que fue derrotado Napoleón, aunque eso no es exacto. Fueron unos 20.000 soldados de sus tropas, dirigidos por el Mariscal Pierre-Antoine Dupont pero Napoleón en persona no llegó a la Península Ibérica hasta varios meses después; y tampoco fue la primera derrota de los franceses en España, porque las fuerzas navales de Juan Ruiz de Apodaca ya habían vencido a las del almirante Rosily-Mesros en la bahía de Cádiz el 14 de junio del mismo año. Sin embargo, en toda Europa se ensalzó la Batalla de Bailén como la gran primera derrota del ejército napoleónico en un campo de batalla.
La Batalla de Bailén fue consecuencia de la represión y de los abusos cometidos por los franceses después del levantamiento popular del 2 de mayo. Una vez controlada la situación en Madrid, los ejércitos bonapartistas se desplegaron por el resto de la geografía española. Dupont entró en Andalucía sin oposición a principios de junio, concentrando sus tropas en Andújar, y el día 7 lanzó una expedición contra Córdoba. La ciudad califal fue saqueada durante nueve días, lo cual aumentó la indignación de los españoles, que se prepararon para una operación de defensa a gran escala.
Castaños desde Sevilla, y Reding desde Granada, se unieron para formar un gran ejército de 27.000 hombres que obligó a los franceses a retroceder hacia el norte. Los contendientes se encontraron el 15 de julio y entablaron sucesivos combates y escaramuzas apoyadas por la guerrilla, hasta que el día 22 Dupont firmó la capitulación de su ejército. La estrategia española consistió en cortar las líneas de suministro francesas y cercar al enemigo por dos flancos, desde Andújar y desde Mengíbar, hasta que lograron cruzar el Guadalquivir y se batieron en la batalla final, en las cercanías de Bailén. El resultado de la misma provocó que el rey José Bonaparte abandonara Madrid y todos los franceses se replegaran hacia el País Vasco y Navarra, dando fin a la primera fase de la guerra. 


La imagen que ilustra este acontecimiento es un gran cuadro de historia de 338 x 500 cm realizado por José Casado del Alisal en 1864, que se encuentra en el Museo del Prado. Representa el momento de la capitulación francesa mediante una composición en aspa, claramente inspirada en La rendición de Breda de Velázquez. En el centro geométrico aparecen los dos generales: Castaños afable y con casaca blanca, Dupont de negro, con semblante serio y abriendo las manos resignado. El general español se quita el sombrero respetuoso, para honrar al vencido, un gesto que encuentra su réplica en uno de los jinetes franceses. A la izquierda, le acompañan orgullosos los soldados españoles, algunos de ellos representados como simples campesinos o guerrilleros; destaca en primer término el detalle del trofeo con forma de águila, que ha apresado uno de ellos, y el carácter retratístico de los rostros. A Dupont le acompaña uno de sus lugartenientes malherido, con una venda en la cabeza, mientras que por la derecha desfilan vencidos y sin armas las tropas francesas.
Sobre el paisaje del fondo se despliega una vista panorámica del campo de batalla, animado por el humo de los cañones. Los mástiles de las banderas y enseñas que enarbolan las caballerías de ambos bandos refuerzan el parecido con la composición velazqueña. Sin embargo, es característica de la pintura del siglo XIX la excelente técnica realista con que Casado del Alisal dibujó los personajes y los detalles costumbristas de la escena. Esta técnica fue aprendida por el artista durante una estancia de formación en París, donde pintó el cuadro. También es novedoso el tratamiento de un hecho histórico relativamente reciente, menos alejado en el tiempo de lo que era habitual en ese tipo de pintura. 

viernes, 1 de mayo de 2020

ECONOMÍA Y PROPAGANDA DURANTE LA GRIPE ESPAÑOLA

Celebramos hoy el 1º de Mayo, Día Internacional de los Trabajadores, en un contexto extraño. Muchas personas llevan semanas sin poder acceder a un trabajo digno y tampoco pueden salir a la calle a manifestarse por sus derechos, a consecuencia de las medidas de confinamiento decretadas en todo el mundo, por culpa de la epidemia de coronavirus. 
La Historia nos enseña que en el pasado existieron otras situaciones similares, en las cuales la enfermedad afectó tan profundamente al desarrollo de las actividades productivas, que casi provocó el colapso total de la civilización. Autores recientes como Jared Diamond y Yuval Harari han señalado numerosos ejemplos de ello. Pero seguramente sea la epidemia de Gripe Española de 1918 la que pueda darnos más pistas, por su semejanza con la enfermedad que hoy nos acecha. En términos cuantitativos, sin embargo, no hay punto de comparación. La pandemia de 1918 es considerada la más catastrófica de la humanidad pues se estima que mató a casi 50 millones de personas; las muertes provocadas por el coronavirus apenas llegan a las 234.000 en todo el mundo, a día de hoy. 
La primera imagen que reproducimos aquí hace referencia a la psicosis social desatada por el miedo al contagio de gripe entre la población norteamericana. Se trata de una viñeta de humor negro publicada por el dibujante Gaar Williams en el periódico Indianapolis News, en 1918. En ella, una alegoría de la muerte, vestida como un cowboy, se sienta junto a un pasajero aterrorizado en un vagón de tren y le pregunta, expectante, qué tal le van las cosas. El pie de foto recomienda abrir las ventanas y el pasajero trata de mantener el distanciamiento social como medida de protección básica.
A pesar del apellido español con que se bautizó a aquella gripe, su origen estuvo en una base militar estadounidense de Kansas, donde el 4 de marzo de 1918 se diagnosticaron los primeros casos. La infección pasó rápidamente a Europa, que se hallaba en las últimas fases de la Primera Guerra Mundial, y a España, donde provocó 300.000 muertes hasta que desapareció en 1920. España no participó la guerra, por haberse declarado neutral, y sus medios de comunicación no estuvieron sometidos a la censura impuesta por los gobiernos de otros países, que no querían desmoralizar a sus tropas ni mostrar debilidad ante el enemigo. Por eso la prensa española difundió sin filtros noticias e informes sobre la gripe, lo que trajo como consecuencia la creencia generalizada de que su origen estuvo en la Península Ibérica. 
He seleccionado otros dos documentos gráficos, que quizás no tengan un valor artístico sobresaliente, pero resultan de gran interés para conocer cómo afectó la Gripe Española a la sociedad norteamericana de la época. Se trata de dos carteles propagandísticos que pretendían alertar a la población sobre los peligros de la pandemia. El poster titulado Coughs and sneezes spread diseases («las toses y los estornudos propagan enfermedades»), forma parte de una campaña promovida en 1918 por el Public Health Service, y muestra en primer término a un trabajador fuerte y sano, dispuesto a impedir que la productividad se vea amenazada; de ello dependían tanto los soldados que iban a combatir en la Primera Guerra Mundial como el resto de la población que permaneció en el país. El otro poster, dibujado por Cooper, es mucho más explícito en la amenaza de la gripe, personificada con unas manos negras terminadas en garras, que apresan una gran cantidad de obreros junto a una fábrica. La leyenda recuerda que la pandemia casi logró detener el desarrollo de la producción industrial en 1918, y que aquello no puede volver a suceder.
Nos encontramos hoy en la misma tesitura; los gobiernos se debaten entre la conveniencia de impedir que la población se exponga al coronavirus y la necesidad de reanimar la actividad económica, para evitar un colapso total del sistema. Con ese fin están proponiendo diversos planes de desescalada, más o menos precisos, que acaben con el confinamiento y permitan a la gente regresar a sus puestos de trabajo, algo indispensable para su propia supervivencia y la de toda la sociedad. El riesgo es evidente, pero el freno total de la economía solo conducirá a una crisis global de magnitud y duración impredecibles. La pregunta, al fin y al cabo, es sencilla: ¿conseguiremos en algún momento recuperar la normalidad o tendremos que aprender a vivir y a trabajar con una enfermedad que, probablemente, se vuelva recurrente? El mundo lo logró después de 1918, a pesar de una cantidad infinitamente mayor de muertos, así que hay hueco para la esperanza.


miércoles, 1 de abril de 2020

JOHN BULL DETENIENDO EL CÓLERA

El cólera es una enfermedad infecto-contagiosa de origen bacteriano, que afecta de forma severa al intestino. Provoca vómitos y una fuerte diarrea, de carácter acuoso y de gran volumen, que lleva a la rápida deshidratación de las personas que la padecen. Está asociada a zonas donde existe falta de higiene y aguas contaminadas, con grandes concentraciones de población que vive bajo pésimas condiciones sanitarias, en situaciones de hambre y extrema pobreza. Históricamente, ha sido muy frecuente en el Sudeste Asiático y en la India, donde los exploradores europeos registraron numerosos brotes epidémicos entre los siglos XVI y XIX; hoy continúa siendo endémico en muchos lugares.
La primera pandemia global de cólera se inició en 1817 y se propagó por todo el mundo en seis oleadas sucesivas, entre aquel año y 1923. La imagen de hoy está relacionada con la segunda pandemia, que tuvo lugar en 1829 y afectó por supuesto a la India, pero también a Oriente Medio, Rusia y Europa. En junio de 1831 llegó a Inglaterra a través de sus puertos marítimos y llegó a matar unas 30.000 personas. Los estudiosos de la medicina han demostrado que el origen del contagio estuvo en un grupo de enfermos que se hallaban confinados en barcos procedentes de Riga. Pero la colonización británica de la India hizo pensar que la enfermedad se había importado desde allí y de hecho se difundió en la prensa como el Cólera Indio o el Terror Azul.
Por esta razón, el dibujo, que fue publicado en Londres en 1832, muestra a un inglés aferrando del cuello a un hindú de piel azulada. La representación es fácil de interpretar porque viene acompañada de un pie que la titula «John Bull catching the Colera». John Bull es una personificación alegórica del típico gentleman, un burgués liberal, conservador, acomodado, práctico, bien intencionado, emprendedor y patriótico, que aglutina los principales valores de la mentalidad y la forma de ser del inglés medio. Se le considera una alegoría nacional y aparece en una gran cantidad de caricaturas políticas, desde que fue ideado por el escritor satírico John Arbuthnot en 1712. En esta ocasión viste el atuendo característico de la Época Georgiana: un calzón de color claro, chaleco rojo, levita azul, pañuelo al cuello y sombrero. Con una mano sujeta una porra y con la otra agarra firmemente a un escuálido nativo, que viste una túnica blanca y un turbante sobre el que se destaca una calavera, para identificarle como portador de la muerte. El nativo trata de colarse por un agujero abierto en una valla de madera («The wooden walls of England») con la intención de introducir el cólera en Inglaterra, y por eso es detenido por John Bull. Entre los dos personajes se establece un diálogo referente a la situación: ¿adónde te diriges? le pregunta John, y el indio contesta que va a regresar.
En el siglo XIX, a los ingleses les parecía que la India era un lugar bárbaro, sucio y atrasado, al que era necesario llevar la civilización. El sentimiento de superioridad y el racismo justificaron en gran medida la colonización. Por eso mismo, una enfermedad tan desagradable y ligada a la miseria como el cólera, no podía darse en la ilustrada Inglaterra, tenía que estar causada por contacto con los pobres. La dialéctica entre los conquistadores civilizados sanos y los pobres nativos enfermos se mantuvo durante mucho tiempo. Ello a pesar de que los propios ingleses se convirtieron en portadores de la enfermedad desde la India a la metrópoli, debido al masivo movimiento de tropas y a las rutas comerciales. Pero la culpa siguió achacándose a los indios, incluso después de que las investigaciones médicas confirmaran, ya en 1849, que el contagio estaba más relacionado con las heces y el agua contaminada, como sabemos hoy.Por todo esto, en la caricatura John Bull es sano y fuerte mientras que el indio es miserable y famélico. Esta diferencia queda explicitada además en clave política. En el suelo aparece un rollo de papel alusivo a una importante reforma legislativa, aprobada justamente en 1832, que ampliaba la representación en el parlamento a un sector más amplio de la sociedad industrial y urbana. El nativo se cuela por la valla para intentar alcanzar unos derechos que no le corresponden y esa es la otra razón por la que es apresado. Si lo pensamos detenidamente, John Bull parece un policía que reprime la revolución; porque la democracia no es para los pueblos colonizados ni para los pobres.
En fin, creo que esta caricatura puede servirnos para reflexionar sobre la estigmatización de ciertas enfermedades, sobre el racismo y la violencia generada a veces contra los pobres y enfermos, sobre el papel de los muros y los cordones sanitarios, sobre las diferencias entre los países, sobre el totalitarismo y sobre muchas otras cosas; cosas que lamentablemente nos resultan familiares porque están a la orden del día, en mitad de esta epidemia de coronavirus que sufrimos hoy.

MÁS INFORMACIÓN:
https://wellcomecollection.org/articles/WsT4Ex8AAHruGfWj 

sábado, 28 de marzo de 2020

SAN FRANCISCO CURANDO A LOS LEPROSOS

Hablábamos ayer de los terribles efectos de la Peste Negra en Europa durante los años centrales del siglo XIV. Aunque hoy nos sigue pareciendo una de las epidemias más virulentas de toda la historia, la verdad es que solo fue uno de los muchos episodios de esta enfermedad, que se mantuvo de forma endémica a lo largo de varios siglos. Además de la plaga explicada por Tucídides y la catástrofe de 1348, volvieron a producirse nuevos brotes de peste a lo largo de los siglos XV, XVI y XVII. Una oración que se hizo muy frecuente rogaba a Dios poder escapar de la enfermedad, además del hambre y de la guerra: «A peste, fame et bello, libera nos Domine». Pero la plaga continuó su expansión de forma inmisericorde, como prueba un texto histórico del jesuita Pere Gil, que cifró en más de 10.000 las bajas causadas por la epidemia ocurrida en Barcelona en apenas ocho meses del año 1590. 


Otra enfermedad especialmente letal en el mundo antiguo y medieval fue la lepra, provocada por un bacilo infeccioso que afecta sobre todo a la piel. Sus complicaciones más severas son la desfiguración del rostro, el desarrollo de deformidades y mutilaciones, cierto grado de ceguera y la discapacidad neurológica. La lepra fue históricamente incurable y generaba una fuerte estigmatización en quien la padecía, lo que le obligaba a vivir marginado y despreciado por la sociedad. Según el libro bíblico del Levítico 13, 45: «Y el leproso en quien hubiera llaga llevará vestidos rasgados y la cabeza descubierta, y embozado deberá pregonar: ¡Soy inmundo! ¡Soy inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada».
Sin vacunas ni tratamientos médicos bien definidos, las formas de enfrentarse a la enfermedad se basaron muchas veces en el voluntarismo de unos pocos abnegados. La imagen de hoy es una miniatura realizada hacia 1474, que está tomada de un códice titulado La Franceschina. Este libro es una crónica de la orden franciscana realizada por el religioso italiano Jacopo Oddi y se conserva en la Biblioteca Augusta de Perugia. En repetidas ocasiones, este dibujo ha sido utilizado para ilustrar la Peste Negra, por la presencia de puntos rojos en el cuerpo de los enfermos, pero recientes investigaciones han señalado que en verdad representa una leprosería atendida por varios monjes franciscanos con San Francisco de Asís a la cabeza, al que podemos identificar por un nimbo y las llagas de la crucifixión en sus manos. Es posible distinguir la enfermedad como lepra porque dos de los personajes llevan matracas o sonajeros. Estos instrumentos servían para avisar de su propia presencia en las calles y hacer que la gente se alejara de ellos para que no se contagiase. Así que las manchas rojas de su piel no son bubones de peste sino lepromas.
El tratamiento dispensado para la lepra, como para la peste, era de carácter más bien paliativo y conseguía pocos resultados porque en realidad no existía curación: aumentar las medidas de higiene, aislar a los enfermos, limpiarles con hisopos las heridas infecciosas, aplicar sobre ellos algún tipo de emplaste o aceite medicamentoso y protegerse del contagio en la medida de lo posible. Se trataba de un proceso continuo de ensayo y error, en el que los franciscanos se distinguieron por su extraordinario sacrificio. Las órdenes mendicantes, que vivían de la limosna, y otras congregaciones como los hospitalarios de San Juan de Dios o los ministros enfermeros de San Carlos Borromeo desarrollaban habitualmente labores de atención social y cuidados sanitarios. Por eso la relación de la lepra con el cristianismo ha sido siempre muy importante, como prueba la creación de lazaretos u hospitales especializados en el tratamiento de esta enfermedad, por ejemplo el que se ve en la imagen adjunta. A pesar de ello, la batalla contra cualquier epidemia fue extremadamente difícil y las muertes muy numerosas, por desgracia.
Me gustaría que este post sirviera de homenaje a todos los médicos, enfermeros y personal sanitario que están combatiendo con todas sus fuerzas la epidemia de coronavirus. Con medios muy limitados, falta de protección adecuada, una carga de trabajo agotadora y el apoyo de la administración siempre con retraso, están realizando una labor encomiable que va más allá de sus obligaciones profesionales. Al igual que los franciscanos de Perugia, se hallan permanentemente expuestos a la posibilidad de contagio y, sin embargo, no desfallecen en su intento por aplacar la enfermedad y atender sin ningún tipo de reservas a los infectados. Os transmito todo mi agradecimiento y admiración desde estas líneas. 

viernes, 27 de marzo de 2020

LA PESTE NEGRA EN TOURNAI

En Madrid nos encontramos ahora mismo confinados por culpa de la propagación de un tipo de coronavirus que está asolando prácticamente todo el mundo. En estos momentos de miedo e incertidumbre, en los que parece claro que los gobiernos no han planificado adecuadamente la respuesta sanitaria a esta situación, absolutamente terrible, me parece necesario recordar cómo la civilización humana ha sido capaz de superar otras epidemias a lo largo de la historia. De ello han dado testimonio numerosas obras de arte que, más allá de su dimensión estética, se nos presentan hoy como un documento histórico de gran valor. 
La peste fue, sin ninguna duda, una de las peores enfermedades a las que han tenido que enfrentarse las sociedades de Asia, Europa y África desde la Antigüedad hasta bien entrada la Edad Moderna. El historiador griego Tucídides daba cuenta de ella en su Guerra del Peloponeso, describiendo con gran detalle sus principales síntomas: 

«Se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban en seguida inyectadas, y la respiración se volvía irregular y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venían vómitos con todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por los médicos, y venían con un malestar terrible. A la mayor parte de los enfermos les vinieron también arcadas sin vómito que les provocaban violentos espasmos, en unos casos luego que remitían los síntomas precedentes y, en otros, mucho después. Por fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, ni tampoco estaba amarillento, sino rojizo, cárdeno y con un exantema de pequeñas ampollas y de úlceras; pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían soportar el tacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer. Y esto fue lo que en realidad hicieron, arrojándose a los pozos, muchos de los enfermos que estaban sin vigilancia, presos de una sed insaciable; pero beber más o menos daba lo mismo.»

La pandemia más mortífera de peste fue la llamada Muerte Negra de 1348. Procedente de China, igual que el COVID-19, por cierto, se extendió hasta Oriente Medio y la Península de Crimea, pasando después a Grecia e Italia, transportada por las pulgas de las ratas que viajaban en los barcos de los comerciantes venecianos y genoveses. A continuación, se diseminó por toda Europa y hasta su extinción, en 1361, provocó la desaparición de casi la mitad de su población. Resulta difícil de explicar cómo se extendió tan rápidamente en una sociedad predominante rural y con baja densidad de población, como la de aquel entonces. La brevedad del intervalo entre la infección y la muerte, y la elevada mortalidad, apuntan hacia un tipo muy virulento de enfermedad. La epidemia cruzó las fronteras con suma facilidad, no sólo entre países sino también entre animales y seres humanos, que se contagiaban y morían prácticamente a la vez. 
El principal inconveniente con que se enfrentaron los hombres y mujeres de la época es que no existía cura conocida. Lo único que pudieron hacer es aislarse todo lo posible de la infección y sacar los cadáveres de las ciudades para enterrarlos con cal, la mayoría en fosas comunes bien alejadas. Una narración contemporánea de William Dene, de Rochester, explicaba que «esta enfermedad devoraba a tal cantidad de gente de uno y otro sexo, que era casi imposible encontrar a alguien que trasladara los cadáveres al cementerio; hombres y mujeres llevaban los cuerpos inertes de sus pequeños a la iglesia […] y los arrojaban allí en tumbas comunitarias, de las que surgía un hedor que impedía pasar por el camposanto».


La imagen que reproducimos hoy es una de las representaciones más tempranas de la Peste Negra, por haberse dibujado en el punto álgido de la epidemia. Se trata de una miniatura medieval fechada en 1349, que forma parte de las Crónicas de Gilles Li Muisis, abad del monasterio de San Martín de los Justos. La abigarrada imagen de este manuscrito, que hoy se conserva en la Bibliothèque Royale de Belgique, no muestra el desarrollo de la enfermedad o sus síntomas, sino la sensación de caos social producido por la elevada mortandad en la ciudad belga de Tournai. Así, las consecuencias devastadoras de la peste se expresan mediante la actividad frenética de un grupo de personas que acarrean ataúdes por la izquierda, mientras otros cavan sepulturas en el suelo y un último par de personajes, a la derecha, entierran apresuradamente un féretro. La tristeza de algunos rostros se mezcla con la resignación y la falta de expresividad de otros, que asumen la fatalidad de su destino.
Los moralistas y eclesiásticos de la época hicieron creer que la peste era un castigo de Dios por los pecados cometidos por la humanidad. Como consecuencia de ello, desarrollaron una espiritualidad exacerbada, censuraron los excesos morales e impulsaron acciones de penitencia. El movimiento flagelante adquirió una gran popularidad, a pesar de la oposición del Papado: los hombres, con los torsos desnudos, se fustigaban con látigos para expiar sus culpas, lo que en realidad facilitaba el contagio. Pero la muerte le llegaba tanto al virtuoso como al pecador y ningún remedio, por místico que pareciese, funcionaba contra la enfermedad. Otros buscaron una explicación más terrenal y acusaron a determinados sectores de la sociedad de envenenar los pozos y conspirar para transmitir la peste. Los marginados, los pobres, los proscritos y los judíos se convirtieron en blanco de discriminación y a veces de linchamientos en masa.
La Peste Negra supuso, desde luego, un punto de inflexión en la Edad Media Europea y sus consecuencias a largo plazo terminarían por afectar al sistema feudal. En el siglo XV se experimentaron notables cambios demográficos, sociales, económicos y culturales que condujeron a la civilización hacia la Edad Moderna, en la cual eclosionó un nuevo sistema de relaciones entre el hombre y el cosmos. La epidemia de coronavirus que estamos padeciendo en la actualidad debería servirnos para trazar el futuro de manera positiva, y empezar a construir un nuevo modelo de sociedad más justo, humano y solidario. 

MÁS INFORMACIÓN:
https://academiaplay.es/peste-negra-pandemia-viejo-mundo/ 

viernes, 10 de enero de 2020

INOCENCIA Y FIDELIDAD


Dedicamos la primera entrada del año a todos aquellos que tienen mascotas, dando a conocer esta preciosa escultura del italiano Giosuè Meli. Se trata de un grupo de mármol de tamaño natural, que representa a un niño pequeño acompañado de un perro, que le protege contra la amenaza de una serpiente. Se encuentra en el Palacio Stróganov, una de las principales mansiones aristocráticas de San Petersburgo. Este edificio, construido entre la Avenida Nevsky y el canal del río Moika a mediados del siglo XVIII, logró atesorar una suntuosa colección de libros, curiosidades naturales y obras de arte, gracias al generoso patronazgo de los sucesivos barones Stróganov, a la sazón la familia más rica de toda Rusia. 
La presencia de la obra Inocencia y fidelidad en San Petersburgo es consecuencia de ese afán por el coleccionismo, pero no de los Stróganov. En realidad, fue adquirida por la zarina Alexandra Fiódorovna, viuda del zar Nicolás I Romanov, durante uno de los frecuentes viajes por el sur de Europa, que le recomendaron los médicos para evitar los inviernos rusos, demasiado fríos para su precaria salud. La emperatriz de Rusia era una apasionada del arte y visitó el estudio del bergamasco Giosuè Meli en Roma. Allí compró la escultura, que fue posteriormente trasferida al Museo Estatal Ruso, una de cuyas sedes es hoy el Palacio Stróganov.
Fechada en 1854, Inocencia y fidelidad es un ejemplo típico de la estatuaria decimonónica. Está realizada con una técnica academicista muy depurada, un tratamiento terso y brillante de las superficies, y una apariencia final un poco relamida. Este tipo de escultura, que tiene sus raíces en la plástica neoclásica iniciada por los artistas Antonio Canova y Bertel Thorvaldsen, alcanzó una gran popularidad entre la aristocracia de toda Europa durante el siglo XIX. Sus temas se alejaron progresivamente de los grandes motivos históricos, mitológicos y religiosos, para centrarse únicamente en su intrínseco valor estético. En otras palabras, su función decorativa pasó a ser más importante que la representativa. De hecho, el carácter costumbrista, el pintoresquismo y los detalles amables de algunas representaciones les conectan con el Romanticismo. Al fin y al cabo, estas esculturas sirvieron sobre todo para enriquecer casas y palacios, con la simple intención de proporcionar placer a la vista. 
La escena presenta a un niño regordete, casi desnudo, recostado sobre el lomo de un perrito. El niño está profundamente dormido, como se aprecia en la boca y los ojos entreabiertos, así como en la postura de la mano, que reposa semiabierta sobre su regazo. A su lado, el perro se mantiene vigilante y apresa con la pata una serpiente que parecía acercarse a morder al niño. Su mirada está fija sobre el reptil y demuestra una clara determinación por defender a su amo ante cualquier peligro, enseñando las fauces. En la base hay frutos y plantas que completan el sentido decorativo del conjunto.
Es interesante la diferencia en el tratamiento de las superficies. La inocencia figurada por el niño tiene una piel muy pulimentada, de aspecto satinado; la fidelidad personificada por el animal tiene una textura más rugosa, que se explaya en algunos detalles del pelaje. La tela entre medias está animada por numerosos pliegues y cubre parcialmente a los dos protagonistas, lo que sirve de nexo de unión entre ambas. En definitiva, se trata de una obra maravillosa, aunque un poco cursi, que seguro fue muy del gusto de la época. 
Iconográficamente, conviene explicar el rol del perro como símbolo de la lealtad. Se trata de algo comúnmente asumido por toda la sociedad y en la Historia del Arte podemos encontrar numerosos ejemplos en los que se quiso expresar esta característica. Por ejemplo, en los monumentos funerarios de las damas medievales suele aparecer a sus pies un can, en referencia a la fidelidad conyugal. De forma más específica, la escena esculpida por Meli es una representación directa de una historia narrada en la Antigüedad por Erasto, que extractamos aquí según la recogió Cesare Ripa en su Iconología: 


«Un Caballero romano tenía un hijo único y de pocos meses, junto al cual se mantenía de continuo un perro de la casa. Y ocurrió que yendo a realizarse un día en la ciudad ciertos Juegos Militares, en los que el caballero debía intervenir, quiso su curiosa y despreocupada esposa participar del festejo; con lo que, encerrando a su hijo con el can en una misma cámara y haciéndose acompañar de todas sus siervas, subió a un palco que tenían en la casa desde donde podía observar cómodamente el transcurso de los Juegos. Vino entonces a suceder que por una hendidura de la pared apareció una horrible serpiente, dirigiéndose hacia la cuna para dar muerte al niño; mas siendo esta atacada por el perro, fue ella la que vino a recibir la muerte, dejando al fiel animal solo ensangrentado como efecto de sus propios mordiscos, sucediendo además que a causa del combate entre el can y la sierpe la cuna se volcara. El Aya, ante el espectáculo de la sangre y la caída de la cuna, volviendo y aun creyendo en la muerte del pequeño, con grandes lágrimas se dirigió junto a su padre, llevándole tan errónea noticia de lo acaecido. Éste entonces, enfurecido por sus palabras, se dirigió a la cámara, y con un solo mandoble de su espada dividió en dos partes el cuerpo del inocente can, en premio a su fidelidad, y luego, llorando, se dirigió hacia la cuna, donde creyendo ver los tiernos miembros despedazados de su hijo, encontró al niño vivo, sano y salvo para su gran alegría y maravilla. Luego, viendo al fin el cuerpo muerto de la sierpe, comprendió la verdad, doliéndose infinitamente por haber dado muerte al inocente animal, en recompensa de fidelidad tan extrema.» 


Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.