Este famoso retrato del rey Enrique VIII de Inglaterra es sin duda una de las obras más emblemáticas de la propaganda política de la dinastía Tudor. Es un gran cuadro de 2,3 x 1,3 m copia de un original perdido de Hans Holbein el Joven, que se conserva en la Walker Art Gallery de Liverpool. El original de Holbein fue destruido por un incendio en 1698 pero es bien conocido a través de las numerosas versiones y copias realizadas por el propio taller del maestro y por otros artistas de menor calidad, que fueron distribuidas como regalos entre los nobles y diplomáticos de la corte. Entre las más conocidas se encuentran las de Parham House, Petworth House, Chatsworth House, el Trinity College de Cambridge, Belvoir Castle, la Weiss Gallery de Londres y la Colección Real del Castillo de Windsor, además de un boceto preparatorio dibujado a grisalla por Holbein, que se guarda en la National Portrait Gallery de Londres. Todas estas representan a Enrique VIII de cuerpo entero, igual que en el cuadro de Liverpool que reproducimos aquí, y que seguramente es el mejor de todos. Existen además otras versiones en las que el rey aparece con la misma pose pero sólo de cintura para arriba.
La fecha de realización del cuadro es posterior a 1537 porque se basa en el modelo que hizo Holbein para decorar con un gran mural la cámara privada del rey, en el Palacio de Whitehall. Esta obra, conocida precisamente como el Mural de Whitehall, fue encargada a Holbein durante el breve matrimonio de Enrique VIII con su tercera esposa, Jane Seymour. Su objetivo fue reforzar la continuidad política de la dinastía Tudor mediante la representación de sus dos iniciadores, Enrique VII e Isabel de York, junto con su hijo el propio rey Enrique VIII y su tercera esposa, que daría a luz al ansiado heredero varón, el futuro Eduardo VI. El mural, del que incluimos abajo una copia realizada por Remigius van Leemput para el palacio de Hampton Court, en 1667, mostraba una iconografía muy efectiva que fue sucesivamente imitada en los siglos XVI y XVII, siendo el retrato de Enrique VIII su elemento más difundido.
El monarca está representado con una indumentaria y unas joyas extraordinariamente opulentas pero no se acompaña de ninguno de los atributos reales característicos (la corona, la espada, el cetro o el orbe). Su condición de majestad se muestra en cambio por su apostura, soberbia y agresiva, con las piernas abiertas firmemente apoyadas y la mirada desafiante dirigida al espectador. Los brazos se disponen en jarras, como los de un guerrero o un luchador, pero una mano sostiene un guante mientras que la otra se acerca a una suntuosa daga. El retrato combina, pues, una elocuente demostración de poder y de masculinidad con el lujo y la sensibilidad artística de un príncipe del Renacimiento. A este respecto, resulta interesante compararlo con la descripción que hizo del rey un embajador de la corte de Venecia apenas una década antes.
Obviamente, la pintura analizada pretendió resaltar los aspectos más positivos del monarca y en aras de la propaganda política escondió varios de sus defectos. Por ejemplo, en comparación con las armaduras que se conservan de Enrique VIII, sus piernas eran mucho más cortas que como se ven en la imagen. El rey aparece además joven y saludable, cuando en realidad ya sobrepasaba la cuarentena y sufría terribles dolores a consecuencia de una grave herida que se produjo años atrás en un torneo. Holbein alteró estos aspectos y enfatizó la majestad del personaje, creando un retrato idealizado con un potente valor icónico que aún perdura en la actualidad. La cantidad de versiones y copias realizadas posteriormente a partir del original se justifica precisamente en el valor emblemático de la obra, convertida en una de las imágenes prototípicas de los Tudor y quizás el retrato más célebre de todos los monarcas británicos.
«Su Majestad tiene veinte y nueve años y un aspecto muy hermoso. La naturaleza hubiese podido a duras penas favorecerle más. Es más bello que ningún otro soberano de la Cristiandad, aún más que el rey de Francia; muy rubio y, en conjunto, lo mejor proporcionado que pueda haber. Cuando supo que el rey Francisco tenía la barba rubia, quiso que la suya fuese igual, y como era en realidad de color rojo, ha acabado por tener una barba que se parece al color del oro. Es un príncipe muy cumplido; buen músico, buen compositor, un caballero de los mejores, magnífico justador; sabe hablar bien el francés, el latín y el español; es muy religioso, oye tres misas por día y algunos hasta cinco; oye también el oficio divino, habitualmente en la habitación de la reina, es decir, vísperas y completas. Es gran aficionado a la caza y no vuelve jamás de ella sin haber cansado ocho o diez caballos [...] Es afable, gracioso y cortés como nadie; no ambiciona conquistas y reduce su ambición a la conservación de sus propios dominios […] A esto conviene añadir que es el soberano mejor vestido que haya en el mundo; sus vestidos son tan ricos y soberbios como se puedan imaginar, y no hay día de fiesta que no se los ponga nuevos.»Ciertamente, Enrique VIII representaba a la perfección el ideal de príncipe humanista, tal como lo habían descrito Castiglione o Maquiavelo, entre otros. Era muy culto y versado en Teología, inteligente, de carácter extrovertido, diplomático, orgulloso, promiscuo, amante de las diversiones, gran atleta, cazador, músico y, en su juventud, extraordinariamente apuesto. Promovió todas las formas del arte y, a pesar de su tendencia al autoritarismo, gobernó de acuerdo con el parlamento velando por los intereses de Inglaterra. Sin embargo, más allá de sus virtudes, en la memoria colectiva permanece su carácter irascible y la extrema crueldad con que trató a la mayoría de sus seis esposas.
Obviamente, la pintura analizada pretendió resaltar los aspectos más positivos del monarca y en aras de la propaganda política escondió varios de sus defectos. Por ejemplo, en comparación con las armaduras que se conservan de Enrique VIII, sus piernas eran mucho más cortas que como se ven en la imagen. El rey aparece además joven y saludable, cuando en realidad ya sobrepasaba la cuarentena y sufría terribles dolores a consecuencia de una grave herida que se produjo años atrás en un torneo. Holbein alteró estos aspectos y enfatizó la majestad del personaje, creando un retrato idealizado con un potente valor icónico que aún perdura en la actualidad. La cantidad de versiones y copias realizadas posteriormente a partir del original se justifica precisamente en el valor emblemático de la obra, convertida en una de las imágenes prototípicas de los Tudor y quizás el retrato más célebre de todos los monarcas británicos.