lunes, 25 de julio de 2011

EL BAUTISMO DE CRISTO


Este cuadro de Piero della Francesca es una de las obras maestras de la pintura italiana del Quattrocento. En él se condensan algunas de sus características más significativas, como la perfección del dibujo, el equilibrio de la composición, el tratamiento de la anatomía humana, el estudio de las proporciones, la representación del paisaje natural, el empleo de la perspectiva, la relación armónica entre las figuras y el ambiente, y esa suavidad cromática característica de la Escuela Florentina. Los personajes se muestran serenos, como suspendidos en el tiempo, y el movimiento se restringe a poses contenidas y miradas sutiles. Como consecuencia de ello, la obra produce una sensación general de distanciamiento que se explica por la importancia religiosa del tema representado: el bautismo de Jesucristo por San Juan el Bautista en el río Jordán.
No hay datos precisos sobre el proceso de creación de este cuadro pero todos los historiadores del arte coinciden en afirmar que se trata del panel central de un tríptico de madera, encargado por la familia de mercaderes Graziani para el priorato de San Juan Bautista en la ciudad de Sansepolcro. Su cronología suscita más discusiones, aunque se admite como la fecha de ejecución más probable los años comprendidos entre 1448 y 1450. La obra fue trasladada a la catedral de Sansepolcro en 1807, como consecuencia de la supresión de las órdenes religiosas, y allí fue adquirida en 1857 por un marchante de arte inglés, por sólo 23.000 liras. Una subasta posterior, celebrada en 1861, permitió que fuese adquirida por la National Gallery de Londres, donde se exhibe hoy.
El cuadro representa la figura de Cristo en el centro geométrico de la composición. San Juan Bautista vierte el agua del Jordán sobre su cabeza, ante la presencia del Espíritu Santo, simbolizado por una paloma blanca. Detrás aparece un catecúmeno en actitud de desvestirse para ser bautizado a continuación, y al fondo varios personajes vestidos con ropas bizantinas. Hay un paralelismo cromático entre las figuras de Cristo, el catecúmeno y el tronco del árbol situado a la izquierda del río Jordán, todos de un blanco marfileño que recuerda al de las estatuas. La propia figura de Cristo inclina la cadera en un suave contraposto típico de la escultura clásica. El árbol, por su parte, divide verticalmente el cuadro siguiendo la proporción áurea, y separa la escena principal del grupo de tres ángeles situado a la izquierda.
Este grupo de ángeles, de aspecto andrógino, es el que mayores problemas de interpretación ha planteado a los especialistas. Los ángeles no siguen la iconografía tradicional, según la cual deberían estar vestidos de la misma forma y en actitud de sostener las ropas de Cristo. Por el contrario, parecen ajenos al motivo principal del cuadro y dos de ellos se toman de la mano. Entre las teorías que se han propuesto para explicarlo resumiremos aquí dos. La primera, enunciada por Battisti, apunta a que el grupo de los tres ángeles puede inspirarse en el tema de las Tres Gracias vestidas, que son una alegoría de la entrega, obtención y devolución de un beneficio. En este sentido, el cuadro sería una obra de expiación del pecado de usura cometido por un comerciante. Esta hipótesis vendría corroborada por el hecho de que en los paneles laterales del tríptico, del que formaba parte este Bautismo, aparecen los escudos de la familia Graziani. La segunda teoría, defendida por Tanner y Ginzburg, relaciona el grupo de los ángeles con los personajes bizantinos del fondo, de tal forma que la pintura puede ser una alegoría de la concordia entre las iglesias cristianas de Oriente y Occidente. Esta explicación se sustenta en un hecho histórico próximo a la fecha de creación de la obra. La amenaza de los turcos motivó a Constantinopla a solicitar al Papa Eugenio IV el auxilio de los cruzados. El Papa se mostró dispuesto a ello si antes se solucionaban las diferencias doctrinales que separaban durante siglos a la Iglesia Católica de Roma y a la Iglesia Griega Ortodoxa. A tal efecto se reunió un concilio ecuménico en Florencia en el año 1439, en el que, después de muchas reticencias, la Iglesia Griega Ortodoxa aceptó incluir en el Credo la llamada «cláusula filioque».
En todo caso, la excepcional obra de Piero della Francesca no se agota en el tema representado, cualquiera que sea. Sus cualidades formales son suficientes para considerarla uno de los hitos fundamentales del arte del Renacimiento. A este respecto destaca la capacidad para integrar las figuras en el paisaje, enfatizando sus características volumétricas mediante el empleo de una luz cenital, blanca y uniformemente distribuida, que anula las sombras, atenúa los colores y da homogeneidad a toda la composición. Junto a ello se aprecia un profundo interés por representar con inusitado detallismo algunos elementos secundarios, como las plantas, las hojas de los árboles, los tonos de las montañas y los reflejos del agua, producto de una concienzuda observación de la naturaleza. Finalmente sobresale el empleo de la perspectiva y la capacidad de ordenar geométricamente las figuras, que Piero della Francesca supo aplicar gracias al estudio de las matemáticas de Euclides durante toda su vida.

MÁS INFORMACIÓN:

http://www.nationalgallery.org.uk/paintings/piero-della-francesca-the-baptism-of-christ

viernes, 22 de julio de 2011

EDIPO Y LA ESFINGE

La imagen que reproducimos aquí pertenece a un kílix o cáliz de cerámica, datado en el Período Griego Clásico, que se conserva en los Museos Vaticanos. En Grecia, la elaboración y decoración de cerámica se consideraba un arte mayor y muchos artistas alcanzaron el reconocimiento social a través de ella, como el famoso Exequias. Esta escena fue realizada siguiendo la técnica eritográfica, es decir, pintando las figuras en color rojo sobre fondo negro. La técnica de la pintura roja apareció en torno al 530 a.C. en Atenas y en Corinto, popularizándose a lo largo del siglo V a.C. Consistía en cubrir toda la superficie con negro, dejando la silueta de las figuras del color rojo original de la cerámica; luego se pintaban los detalles con líneas negras, lo cual permitía al artista una mayor capacidad expresiva. Después del 480 a.C., la anatomía y los gestos de los personajes fueron aumentando en realismo, y las composiciones se hicieron cada vez más complejas. A pesar de que la técnica eritográfica se extendió por toda Grecia, sustituyendo a la vieja cerámica melanográfica o de pinturas negras, la calidad de sus piezas empezó a decaer en el período helenístico.
La escena representada aquí es un famoso pasaje de la historia de Edipo, concretamente el momento en que el héroe debe enfrentarse a la esfinge en una especie de duelo intelectual. La esfinge era un horrible monstruo con forma de mujer alada y el cuerpo y las patas de león. Deambulaba por los caminos que conducían a Tebas, matando y devorando a todos los viajeros que no acertaban a resolver un complicado enigma. El enigma en cuestión era el siguiente: «qué animal tiene cuatro patas por la mañana, dos a mediodía y tres al caer la noche?» Edipo averiguó la respuesta: ese animal es el hombre, que en el amanecer de su vida camina gateando a cuatro patas, en la edad adulta anda derecho sobre las dos piernas, y al llegar al ocaso de la vejez se ayuda con un bastón. Entonces la esfinge se suicidó arrojándose desde un peñasco.
Por qué Edipo tuvo que enfrentarse con la esfinge es un asunto bastante rocambolesco, propio de la mitología griega. Edipo era hijo de Layo y de Yocasta, rey y reina de Tebas respectivamente. El oráculo de Apolo advirtió a Layo que sería asesinado por su hijo para hacerse con el poder. Decidido a rehuir su destino, Layo ató los pies de su hijo recién nacido y lo abandonó en una montaña solitaria para que muriera. Pero un pastor recogió al niño y se lo entregó a Pólibo, rey de Corinto, quien lo adoptó como su propio hijo y le puso el nombre de Edipo, que significa «pie hinchado». Sin saber que era adoptado, Edipo creció despreocupado en Corinto hasta que consultó el oráculo de Apolo, quien confirmó la primera profecía diciéndole que mataría a su padre. Con el afán de evitar la muerte del que creía que era su padre, Edipo abandonó Corinto y se dirigió hacia Tebas. Pero en un cruce de caminos discutió con un hombre disfrazado al que acabó matando sin saber que era Layo, rey de Tebas y su verdadero padre. De esta forma cumplió inesperadamente la profecía de Apolo.
Después tuvo lugar el episodio de la esfinge y Edipo fue recibido en Tebas como el héroe que había conseguido liberarlos del monstruo. Los tebanos no conocían las circunstancias de la muerte de Layo; pensaron que había sido asesinado por unos salteadores de caminos. Así que decidieron recompensar al heroico Edipo convirtiéndolo en su rey y entregándole como esposa a la reina Yocasta, recientemente enviudada. Durante muchos años la pareja vivió feliz, sin saber que eran en realidad madre e hijo. Entonces descendió una terrible peste sobre la tierra, y el oráculo proclamó que debía ser castigado el asesino de Layo. Involuntariamente, Edipo descubrió que era él quien había matado a Layo, su verdadero padre. Horrorizados por haber vivido de manera incestuosa, Yocasta se suicidó y Edipo se arrancó los ojos. Desterrado de Tebas, vagó durante años por los caminos de Grecia acompañado por su hija Antígona, hasta que finalmente llegó al santuario de Colono, cerca de Atenas, donde murió.
La historia de Edipo es sin duda una de las más inextricables y enigmáticas de toda la mitología clásica. Ilustra, según la peculiar visión del mundo de los antiguos griegos, la imposibilidad de evitar el destino del hombre, trazado de antemano por fuerzas superiores. Aunque por otra parte también intenta dar explicación a un asunto mucho más prosaico: la competencia entre padres e hijos por hacerse con el poder y la propiedad. En última instancia, el mito le sirvió a Sigmund Freud para explicar a la luz del psicoanálisis la posibilidad de enamoramiento entre madres e hijos.



martes, 19 de julio de 2011

HEBE

En la mitología griega Hebe era la hija de Zeus y Hera. Se la consideraba la diosa de la juventud, hasta el punto de que los romanos la denominaron Iuventus y fomentaron la tradición de que los muchachos le ofrecieran una moneda en el templo cuando vestían por primera vez la toga de los adultos. Ciertamente se trataba de una joven bella y virtuosa, que personificaba la subordinación y la ayuda a los mayores en el hogar. Entre sus tareas estaba preparar el carro de Hera y danzar con las Horas y con las Musas al son de la lira de Apolo. Pero su principal función en el Olimpo era ejercer de copera de los dioses, sirviendo néctar y ambrosía durante los banquetes. En una ocasión fatal, Hebe tropezó accidentalmente y derramó el preciado contenido de su copa, por lo que fue castigada y apartada de su cargo. Para sustituirla, Zeus se convirtió en un águila y raptó al príncipe troyano Ganímedes, de quien estaba enamorado. A partir de entonces Ganímedes fue el nuevo copero de los dioses.
El tropiezo de Hebe simboliza la inconsciencia y el descuido propios de la juventud. Pero en clave mitológica significa algo mucho más profundo: el sentido de la falta o el pecado, que en lengua griega se explica con la palabra astoxía, cuyo significado literal es errar, fallar. Hebe no estuvo suficientemente acertada y erró en la tarea que le había ordenado Zeus. Derramar líquido no es una falta especialmente grave pero sí trastocar el orden establecido por los dioses y por eso Hebe fue castigada. En otras palabras, no estuvo a la altura. A pesar de todo, la historia no acaba en tragedia. Posteriormente Hebe se casó con Hércules, el gran héroe griego que fue deificado y juntos vivieron felices en el Olimpo. Este último episodio ejemplifica otro aspecto esencial en la mitología clásica: la necesidad de restablecer el orden de las cosas (cosmos en lengua griega). El pecado de Hebe había trastocado la armonía existente y como consecuencia de ello, la joven fue degradada. Pero en última instancia fue redimida mediante su matrimonio con Hércules, un semidios que ascendió a la inmortalidad por sus propios méritos. Al cruzarse sus destinos el orden cósmico es restablecido y las cosas vuelven a ser como deben.
El mito de Hebe posee implicaciones tan sugestivas que muchos artistas se han visto impulsados a representarlo, añadiendo nuevos matices. En la antigua Roma, por ejemplo, la diosa asumió una interesante connotación política al identificarse con la juventud del Estado, que siempre se renueva y vuelve a flnorecer. A finales del siglo XVIII se desarrolló una moda consistente en hacer los retratos femeninos como si fueran personificaciones de Hebe, con la expresa intención de alabar la juventud y la belleza de la dama retratada. Con el triunfo del Neoclasicismo, en el siglo XIX, las historias mitológicas relacionadas con esta diosa fueron muy representadas, especialmente aquéllas en las que se la muestra como copera de los dioses. Las dos esculturas que reproducimos aquí son seguramente las representaciones artísticas más famosas de Hebe.
La primera es obra de Antonio Canova y tuvo tal éxito en su momento que el artista italiano se vio obligado a hacer varias versiones de la misma: una se conserva en la Nationalgalerie de Berlín (1796), otra en el Hermitage de San Petersburgo (1800-1805), otra más en Chatsworth House, Inglaterra (1808-1814), y una última en la Pinacoteca Comunale de Forli (1817). En las distintas versiones cambia la nube de la base por un tronco de árbol, y un collar dorado que fue añadido en la estatua de Forli. Pero todas ellas tienen en común su estética neoclásica, que se manifiesta por medio de un acabado muy pulimentado de la superficie, un distanciamiento casi trascendente en el tratamiento del tema, y una intencionada frialdad en la representación. Algunos críticos censuraron la sonrisa de esta escultura de Canova porque decían que «hiela como el contacto con un muerto». Pero por otra parte, es un recurso eficaz para restarle dramatismo al accidente fatal, que sabemos está a punto de producirse. La postura de la figura sugiere a priori desequilibrio y movimiento, como si se hallara en mitad de una danza, pero está congelada en un instante preciso, justo antes de ese tropiezo de funestas consecuencias.
La segunda obra, realizada por el danés Bertel Thorvaldsen, también conoció dos versiones, una de 1806 y otra de 1816. Ambas se encuentran en el espléndido museo dedicado a este artista en Copenhague y muestran a una Hebe mucho más serena. En esta ocasión, la estética neoclásica se expresa no sólo en el aspecto formal sino sobre todo en la profundidad psicológica del personaje. Comparada con ésta, la figura de Canova parece la de una joven inconsciente y alocada. La Hebe de Thorvaldsen, sumisa y comedida, fija toda su atención en la copa para evitar el desastre, a pesar de lo cual no podrá hacer nada por impedirlo. Es el destino, la voluntad de los dioses o, de acuerdo con la mentalidad griega clásica, es sencillamente lo que tiene que ocurrir.


jueves, 14 de julio de 2011

FELIPE V MATANDO LA HEREJÍA ANTE EL ESCORIAL



Este curioso lienzo de 125 x 106 cm, que se encuentra en el Palacio Real de Aranjuez, es obra de un tal Felipe de Silva y está probablemente fechado hacia 1712. Su valor artístico es ciertamente escaso pero su análisis iconográfico resulta de lo más interesante. El título completo es El rey Felipe V de España, la reina María Luisa Gabriela de Saboya y el príncipe Luis niño matando al dragón de la herejía delante del monasterio de El Escorial.
La imagen está dividida en dos mitades por una especie de arco iris que lo atraviesa a una altura de tres cuartos. Debajo del arco, contando desde la izquierda, aparecen el rey Felipe V, una figura femenina portando un cáliz, un dragón envuelto en llamas, el pequeño príncipe y su madre la reina María Luisa. El rey va vestido según la moda de la realeza francesa, con casaca roja ribeteada de oro, banda azul, pañuelo anudado al cuello y amplia peluca, lo que hace referencia a su origen como Duque de Anjou antes de haber sido elegido heredero de la corona de España. Felipe está pinchando con una espada al dragón, mientras señala con una mano el cáliz que trae la mujer situada a su espalda. Esta figura es una alegoría de la Fe, que se muestra con sus atributos característicos: una venda en los ojos (la Fe es ciega) y un cáliz del que asoma una hostia consagrada, alusiva al misterio de la Eucaristía. En el centro se encuentra el dragón, que desde tiempos medievales se utiliza como una representación de lo demoniaco. En este caso su significado es aún más evidente porque está pisoteando cálices, crucifijos y otros elementos de la religión católica mientras se consume entre llamas. A continuación aparece el príncipe Luis I aproximadamente a la edad de cinco años; viene ataviado con un manto de armiño, un bastón de mando y la orden del Toison de Oro, en clara referencia a su papel como futuro sucesor del trono de España. El príncipe imita a su padre en la actitud de pinchar al dragón y aparece protegido por su madre la reina María Luisa, que apoya los brazos sobre sus hombros. El fondo de la escena es un paisaje montañoso en el que destaca, en mitad de toda la composición, el monasterio de El Escorial, por encima del cual asoma un sol naciente que parece coronar la cúpula principal.
La escena superior es una gloria celestial en la que se distinguen tres figuras. La figura de la izquierda es un anciano cardenal acompañado de un libro y un león, atributos iconográficos característicos de San Jerónimo, que es uno de los cuatro padres de la Iglesia Occidental. La figura de la derecha es un hombre tonsurado y vestido como diácono, que sujeta una palma en una mano y una parrilla en la otra. La palma es un objeto que llevan habitualmente los santos mártires y la parrilla es el símbolo particular de San Lorenzo, porque durante las persecuciones del emperador romano Valeriano fue condenado a morir asado sobre unas brasas. La inclusión de estas dos figuras en el cuadro tiene sentido porque El Escorial era un monasterio de la orden de los jerónimos y estaba consagrado a San Lorenzo. En el centro de la gloria celestial aparece, finalmente, una estatua vestida de la Virgen María coronada y rodeada de ángeles.
El mensaje del cuadro puede resumirse de la siguiente forma. La nueva dinastía Borbón, de origen francés, que heredó el trono de España tras la muerte del último rey Habsburgo, Carlos II, se presenta como defensora de la verdadera fe católica, dando muerte al dragón de la herejía. Esta responsabilidad, identificativa de los Habsburgo, es igualmente asumida por los dos primeros Borbones, Felipe V y Luis I, y es llevada a cabo delante del monasterio de El Escorial, que es por encima de todo el panteón real de la monarquía española. Se pretende así legitimar la transición de una dinastía a otra, tanto desde el punto de vista religioso como sucesorio y político.
Se trata, pues, de una obra de propaganda política, que sirve para justificar la idoneidad de la sucesión borbónica en el trono de España. Tiene lógica, además, que la fecha del cuadro se cifre en torno a 1712, cuando la última fase de la Guerra de Sucesión llegaba a su fin y Felipe de Anjou ganaba enteros para su definitiva coronación. El conflicto había enfrentado a los Borbones de España y Francia contra la Gran Alianza formada por Inglaterra, Holanda y Austria, que quisieron proponer un candidato alternativo al trono español para mantener el equilibrio de poder en Europa. El cuadro enfatiza el papel de Felipe de Anjou como defensor de la religión católica frente a la herejía protestante, encarnada aquí por el dragón, pero en última instancia alusiva a las potencias protestantes que lucharon contra España. Que Felipe V dé muerte al dragón en un escenario con semajante carga simbólica significa que ha vencido en la Guerra de Sucesión y está legitimado para gobernar.


Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.