jueves, 30 de noviembre de 2023

GRAN ESCAPARATE ILUMINADO

Esta obra del año 1912, que se conserva en el  Museo Sprengel de Hannover, es un interesante ejemplo de la fusión entre las diversas vanguardias artísticas producida en las primeras décadas del siglo XX en Alemania. Fue pintada por August Macke, uno de los miembros más destacados del grupo expresionista Der Blaue Reiter (El Jinete Azul). Este artista fue capaz de combinar con habilidad las formas angulosas y los fuertes brochazos, característicos del Expresionismo, con un concienzudo análisis de los volúmenes en el espacio, propio del Cubismo, y un efectismo prismático muy dinámico, que entronca con el Futurismo. El resultado es un magnífico caleidoscopio de siluetas y colores que enfatiza la dimensión emocional del cuadro por encima de su contenido.

Todo ello está relacionado con la multiplicidad de sensaciones que despertaba el tema de la ciudad moderna entre los artistas de principios del siglo XX, y que podemos ver reflejada en este extracto de La belleza de la metrópolis, por August Endéll (1908):
«A quien sabe escucharla, la metrópolis se le aparece como un ser en continuo movimiento, rico en diversos elementos. A quien camina por ella, le regala paisajes inagotables, imágenes variopintas y multiformes, riquezas que el hombre no podrá jamás desentrañar completamente […] Nuestras metrópolis son todavía tan jóvenes, que sólo ahora su belleza comienza a ser descubierta. Y como todo tesoro de la cultura, como toda nueva belleza, al comienzo debe encontrar críticas y prejuicios. El tiempo que ha producido el grandioso desarrollo de la ciudad, ha creado también los pintores y los poetas que comenzaron a sentir la belleza y a inspirar en ella sus obras. Pero han estado supeditados a una ola de sospechas, de bullas, de moralismos. Se les acusa de haber bajado al fango de las calles, sin siquiera sospechar que precisamente en ello radica su gloria: ellos encontraron la belleza y grandeza precisamente en los lugares donde la masa de los hombres pasaba indiferente, en el fango de las calles, en la refriega y en la maraña del egoísmo y de la sed de ganancia.»

Haciéndose eco de estas sugestiones, Macke retrató con frecuencia escenas urbanas en las que se veía a gente paseando, mirando escaparates, tomando café en una terraza o asistiendo a espectáculos circenses. Al contrario que otros expresionistas, este artista todavía proponía una mirada amable, en la que las figuras femeninas son protagonistas por la riqueza cromática de sus vestidos. El cuadro que nos ocupa, muestra además elevadas dosis de lirismo porque la mujer protagonista está vista de espaldas, mirando hacia el fondo de la composición, como en muchos paisajes románticos del siglo XIX.
El fondo del cuadro está ocupado por las múltiples formas y efectos que se vislumbran a través de un gran escaparate (de ahí el título). Allí dentro es posible distinguir, entre un sinfín de objetos y brillos luminosos, un caballo y una escalera (a la izquierda), varias telas y joyas (en el centro, en primer plano), y un hombre con chistera inclinándose frente a un mostrador (en el último plano, justamente donde parece dirigirse la mirada de la protagonista). ¿Existe alguna una conexión entre el hombre de la chistera y la mujer que mira desde la calle? Quizás ella le ha descubierto comprando algo insospechado, o siente cierta envidia por el objeto adquirido, o simplemente espera en la calle, dudando si debería entrar en la tienda o no.
Estos personajes constituyen un arquetipo social de plena actualidad por aquel entonces, el de la burguesía consumista que vivía en las grandes ciudades industriales de Europa. La figura de la mujer aparece especialmente destacada, pintada justo en el primer tercio de la línea horizontal de manera fácilmente reconocible. Su figura es monumental y estable, como un pilar inamovible en medio del caos producido por el resto de los objetos, descompuestos de forma prismática. Sólo ella parece sobrevivir frente a la intensa agitación de la ciudad, individualizándose, humanizándose. ¿Hasta cuándo?

jueves, 23 de noviembre de 2023

LA CUEVA DE LA ETERNIDAD


El napolitano Luca Giordano, conocido en España como Lucas Jordán, fue uno de los pintores más prolíficos y versátiles de la pintura barroca. Apodado por sus contemporáneos «Luca fa presto», por la increíble rapidez con que trabajaba, se conocen numerosas anécdotas de su virtuosismo. Se cuenta, por ejemplo, que fue capaz de pintar un San Francisco para los reyes de España en apenas tres horas y sin pinceles, sólo con sus dedos. Este apresuramiento, no obstante, también le granjeó algunas críticas, como las del neoclasicista Ceán Bermúdez en el siglo XIX:

«Lucas Jordán no pintó ninguna cosa absolutamente mala; pero ninguna perfectamente buena; y no podía dejar de ser así, según el tenor de sus principios, de sus progresos y de sus muchas y grandes obras. Ningún pintor ha habido de más genio; pero ninguno menos detenido. La ambición del padre fomentó la suya, y ambas impidieron que se detuviese en estudiar lo difícil y delicado del arte. Se contentó con agradar al vulgo, y si alguna vez quiso agradar al inteligente, no pudo refrenar el furor de su precipitada ejecución. Tuvo la fortuna de florecer en un tiempo en que ya no se apreciaba la sencillez, la exactitud, ni la filosofía. Nada hay más terminante que la comparación que hizo un elocuente magistrado de Lope de Vega con Lucas Jordán: ambos se contentaron con producir mucho, sin empeñarse en producir bien.»
Luca Giordano se formó con José de Ribera y al principio destacó por su capacidad para imitar el estilo de grandes maestros como el propio Ribera, Rafael, Tiziano, Veronés, Rubens, etc. En 1652 pasó a Roma, donde se convirtió en ayudante de Pietro da Cortona y aprendió la técnica de la pintura al fresco. Sus primeras obras de importancia las realizó como fresquista en Nápoles y Venezia, adquiriendo tal notoriedad que en 1682 fue comisionado por los Medici para decorar las bóvedas del Palazzo Medici-Riccardi, en Florencia. El éxito logrado en esta empresa hizo que el rey Carlos II de España le llamase en 1692 para que pintara las bóvedas de la basílica y de la escalera principal del monasterio de El Escorial. En España permaneció hasta 1702, trabajando como fresquista en el Casón del Buen Retiro, en la sacristía de la Catedral de Toledo y en la madrileña iglesia de San Antonio de los Portugueses, además de dejar un buen puñado de pinturas de caballete.
El cuadro que reproducimos aquí es uno de los diez bocetos o modelli, de apenas 87 x 73 cm, que Luca Giordano diseñó hacia 1682 para las bóvedas del Palazzo Medici-Riccardi de Florencia. La serie completa se encuentra actualmente en la National Gallery de Londres. El tema representado es de carácter mitológico, como era frecuente en los grandes ciclos decorativos de las residencias nobiliarias, por su dimensión ejemplarizante. Su título es La cueva de la eternidad, que es ese lugar mágico en el que varios dioses ordenan el tiempo y deciden sobre el destino de los hombres. Según los antiguos griegos, la vida está sujeta a un plan establecido de antemano. Aunque las personas pueden tomar sus propias decisiones y comportarse de acuerdo al libre albedrío, al final se cumplirá el plan establecido y ello sucederá en un período de tiempo determinado.
Las protagonistas de la escena representada son las tres mujeres que aparecen a la derecha. Son las Parcas, hijas de Zeus y Temis, al igual que las Horas. Sus nombres son Cloto, la hilandera que teje el hilo de la vida con una rueca; Láquesis, la distribuidora que mide y asigna a cada persona su tiempo vital; y Átropos, la que corta el hilo de manera inflexible, acabando con la vida de cada persona. Las Parcas son ayudadas en su labor por Jano, que era el dios romano de las puertas, los comienzos y los finales. Detrás aparece un personaje encapuchado junto a una mujer con los pechos descubiertos. El encapuchado es Demogorgon, un ser mitológico al que los antiguos griegos consideraban supremo custodio de las potencias ocultas. La mujer es Natura y está ofreciendo un regalo a Demogorgon, mientras de sus pechos mana abundante leche como símbolo de los frutos que da la vida. Al fondo, sentado en la cueva, apenas se vislumbra la figura alada de Cronos, que representa al tiempo, mientras que en primer plano una serpiente está devorándose a sí misma, como una metáfora de la eternidad. En el cuadro aparecen otros personajes alegóricos y niños alados (putti) envueltos en un paisaje tenebroso, abocetado con pinceladas sueltas muy características del estilo barroco y de la «presta maniera» de Luca Giordano.

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.