miércoles, 19 de junio de 2013

LA ESTATUA ECUESTRE DE FELIPE IV

Este monumento singular, comúnmente conocido como el «Caballo de bronce», es un ejemplo excepcional de la colaboración entre varios genios de la época, que pusieron su destreza al servicio de una empresa artística común. Su origen se encuentra en una iniciativa del propio Felipe IV, que quiso tener una estatua ecuestre similar a la de su padre Felipe III. Esa escultura de Felipe III había sido ejecutada por Juan de Bolonia y Pietro Tacca en 1616 y fue originalmente colocada en la Casa de Campo, aunque hoy se muestra en la Plaza Mayor de Madrid. En 1634 Felipe IV manifestó a su valido el Conde-Duque de Olivares que deseaba una estatua de mayor calidad artística e impacto visual que la de su padre. Tras consultar a Velázquez, se propuso que el caballo se representara encabritado y andando en corveta, es decir, apoyándose únicamente sobre sus dos patas traseras. Este diseño, utilizado por el mismo Velázquez en varios retratos ecuestres, constituía una auténtica novedad en el campo de la escultura y entrañaba enormes dificultades técnicas.
El escultor comisionado para llevar a cabo la empresa fue una vez más el italiano Pietro Tacca, gracias a la mediación de la Gran Duquesa de Toscana, Cristina de Lorena. Tacca logró una obra maestra en cuanto a composición y dinamismo, que ejercería de modelo en toda la estatuaria barroca posterior. Según la tradición, el problema técnico de representar el caballo en corveta fue resuelto por el físico Galileo Galilei, quien sugirió que la mitad trasera del caballo debía hacerse maciza, incluida la cola, que podía actuar como apoyo, mientras que el resto del conjunto debía dejarse hueco. Esto permitió que se sostuviera toda la escultura, a pesar del enorme peso del bronce, que ronda las ocho toneladas.
Para lograr el parecido físico se enviaron a Tacca dos retratos del monarca pintados por Velázquez, uno a caballo y otro de medio cuerpo, además de un busto en barro modelado por otro escultor español, Juan Martínez Montañés. La tarea de este último fue reflejada en un retrato que le hizo Velázquez entre junio de 1635 y enero de 1636; en ese cuadro, Martínez Montañés aparece posando junto a un boceto de la cabeza del rey Felipe IV. A pesar de todo lo expuesto, el primer modelo de la estatua que Pietro Tacca hizo en barro, no fue del gusto del monarca porque sus facciones eran poco coincidentes con el original. Como consecuencia de ello, el rostro fue repetido por Ferdinando Tacca, hijo del anterior, que sí consiguió un mayor parecido fisionómico pero de menor calidad escultórica con respecto al resto del conjunto. En suma, el proceso de elaboración llevó aproximadamente seis años, desde 1634 hasta 1640. En este último la estatua fue fundida en bronce en Florencia y dos años después enviada a Madrid.
La escultura se colocó inicialmente en el Jardín de la Reina del desaparecido Palacio del Buen Retiro y más tarde sobre la cornisa del antiguo Alcázar pero, en 1677, durante el gobierno del valido Don Juan José de Austria, volvió a su primer emplazamiento. Ante el abandono y ruina del Palacio del Buen Retiro, en 1843 fue definitivamente trasladada a la Plaza de Oriente, donde se encuentra hoy, frente al Palacio Real Nuevo. Por orden de Isabel II se construyó el alto pedestal sobre el que hoy reposa la escultura. Este podio está adornado en sus laterales más anchos con unos bajorrelieves de José Tomás que representan a Felipe IV imponiendo a Velázquez el hábito de la orden de Santiago y una alegoría del mecenazgo de la Corona sobre las artes y las letras. En los lados más estrechos hay dos fuentes con ancianos, que simbolizan los ríos Manzanares y Jarama, y en los ángulos, cuatro leones de bronce esculpidos por Francisco Elías Vallejo para completar el conjunto.


viernes, 7 de junio de 2013

JUAN MARTÍN, EL EMPECINADO

 
Volvemos a publicar en nuestro blog después de habernos por fin liberado de las múltiples obligaciones que nos han tenido distraído en los últimos meses. La obra que traemos hoy es un pequeño dibujo de Arturo Mélida, del año 1883, que representa de forma alegórica las andanzas del célebre guerrillero Juan Martín, El Empecinado. Incluimos arriba el dibujo esbozado con carboncillo, y más abajo un grabado realizado a partir del primero.
Arturo Mélida y Alinari (1849-1902) es quizás un nombre que resulte poco conocido a primera vista. Sin embargo, fue uno de los artistas más versátiles del siglo XIX español. Procedente de una familia especialmente dotada (su hermano Enrique fue pintor y su hermano José Ramón, arqueólogo), Arturo Mélida se formó en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid y llegó a trabajar prácticamente todas las artes, desde la arquitectura hasta el cartelismo. Son obras suyas el Monumento a Cristóbal Colón del Paseo de Recoletos, en Madrid (1885), y la tumba del mismo personaje en la Catedral de Sevilla (1891), además de las pinturas de la biblioteca del Palacio de las Cortes, del teatro del Ateneo y de la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor Madrid.
En arquitectura se apuntó al eclecticismo, basado en mezclar varios estilos históricos, concretamente el mudéjar, el gótico de la época de los Reyes Católicos y el plateresco. Gracias a su profundo conocimiento de la Historia del Arte pudo encargarse de la restauración del monasterio de San Juan de los Reyes, en Toledo, en 1882. El claustro de ese edificio, muy deteriorado a consecuencia de la Guerra de la Independencia contra los franceses, fue reconstruido respetando al máximo las referencias originales que quedaban, aunque también ha sido criticado por considerarlo una obra por completo nueva. Aneja al monasterio construyó la Escuela de Artes y oficios, sin duda uno de los ejemplos más interesantes de la arquitectura historicista de finales del siglo XIX.
El dibujo de El Empecinado que analizamos aquí fue incluido en la edición de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, publicada en 1883. Es una escena de pequeño tamaño y formato ovalado, rodeado por una cenefa con la inscripción «JUAN MARTÍN EL EMPECINADO» y abajo la firma del autor junto a la fecha.
Muestra al guerrillero personificado como un zorro que acecha con un trabuco, escondido detrás de un árbol, a un águila que no es consciente de su presencia. El zorro es un animal que popularmente se identifica con la astucia o la sagacidad, así que resulta muy adecuado para resumir las virtudes de El Empecinado. Por su parte, el águila coronada es un símbolo imperial, que en este caso se asocia a Napoleón por la «N» escrita en la bola del mundo que el ave sostiene entre las garras. El mensaje está claro: los ejércitos imperiales de Napoleón son hostigados y atacados sorpresivamente por partidas de guerrilleros como las de El Empecinado. Exactamente de este modo era descrito en este pasaje de los Episodios Nacionales, vol. 9, cap. V:  
 
«En las guerrillas no hay verdaderas batallas; no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa y para que haya choque es preciso que una de las partes ignore la proximidad de la otra. La primera cualidad del guerrillero, aún antes del valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen, y el huir no es vergonzoso entre ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil, es el terreno.»

Juan Martín Díaz nació en Castrillo de Duero (Valladolid) en 1775, y murió en roa (Burgos) en 1825. Era labrador, y el sobrenombre de «Empecinado» le viene por una ciénaga negra o pecina que había en las cercanías de su pueblo. En 1808 se levantó en armas contra los invasores franceses, organizando una guerra de guerrillas que se convirtió en una auténtica pesadilla para los ejércitos de Napoleón. En cierto modo, El Empecinado es considerado el iniciador de este tipo de estrategia militar durante la Guerra de la Independencia, y desde luego el más temido y eficaz de todos los guerrilleros españoles. Actuó principalmente en las provincias de Cuenca, Guadalajara y Madrid, coordinando las escaramuzas de pequeños grupos de partisanos que trataban de hostigar a los franceses.
Los triunfos aumentaron su fama, hasta el punto de considerársele un héroe nacional, y las tropas napoleónicas llegaron a ofrecer recompensas por su captura. Pero su caída en desgracia no fue culpa de los franceses sino, como suele ser tristemente habitual, de los propios españoles. El Empecinado comenzó a ser conocido por sus ideas liberales, que se oponían al absolutismo reinstaurado por el rey Fernando VII al término de la guerra. En enero de 1820 Juan Martín tomó parte del pronunciamiento militar de Rafael de Riego y ocupó varios cargos políticos y militares durante el Trienio Liberal. Pero la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis y la vuelta al poder de Fernando VII, en 1823, provocaron el arresto de El Empecinado en Roa.
Según el historiador Josep Fontana, Fernando VII había intentado que El Empecinado renegase de la Constitución Liberal de Cádiz y se uniera a los Cien Mil Hijos de San Luis, ofreciéndole un título nobiliario y una cuantiosa renta. La respuesta de El Empecinado fue la siguiente: «Diga usted al rey que si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; que El Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos».
El guerrillero fue juzgado sumariamente por traición a la Corona. Durante dos años se le sometió a un terrible cautiverio, en los cuales llegó a ser exhibido dentro de una jaula para escarnio público, y finalmente fue ahorcado en 1825. Su ejecución no estuvo exenta de heroísmo pues logró romper las esposas con que le ataban de camino al patíbulo, agarró una espada y trató de escapar entre la multitud, provocando el pánico y el desconcierto. Finalmente fue apresado, amarrado con una soga por en medio del cuerpo y, según el testimonio del alcalde de Roa, «quedó colgado con tanta violencia que una de las alpargatas fue a parar a doscientos pasos de lejos, por encima de las gentes. Y se quedó al momento tan negro como un carbón».
 
 
 

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.