sábado, 30 de noviembre de 2013

SAN BARTOLOMÉ Y SIMÓN EL ZELOTES

La catedral de Jerez de la Frontera alberga uno de los conjuntos escultóricos más impresionantes del Barroco Andaluz, un apostolado realizado por José de Arce en 1637-1639. Esta serie de doce esculturas de los discípulos de Cristo fue contratada originalmente para el retablo mayor de la iglesia de la Cartuja, en la misma localidad. Las figuras se diseñaron para ser colocadas en las entrecalles y servían de contrapunto a los excelentes cuadros con que Zurbarán adornó los huecos del retablo. Hoy los cuadros de Zurbarán se encuentran en el Museo de Cádiz mientras que las esculturas de Arce están adosadas a cada una de las columnas de la nave central de la catedral de Jerez.
José de Arce nació en Flandes hacia el año 1600 pero su presencia en España, concretamente en Sevilla, está documentada desde mediados de la década de 1630. Fue uno de los mayores exponentes de la escultura barroca en madera policromada, que desarrolló en toda su plenitud. La calidad de sus obras, la fama que alcanzó en vida y sus relaciones artísticas produjeron una fuerte influencia en la plástica barroca andaluza de la mitad del siglo XVII. Como ejemplo de ello mostramos dos de las esculturas que componen la mencionada serie de apóstoles. Las figuras son algo mayores del tamaño natural, están esculpidas en madera, estofadas y ricamente policromadas. Los colores desarrollan diversas tonalidades, con predominio de los dorados, y se recrean en roleos y otros detalles vegetales muy del gusto barroco. Los pliegues de las túnicas y el volumen de los cabellos confieren a las estatuas una potencia visual verdaderamente espectacular. En cuanto a su iconografía, los apóstoles aparecen de pie, con la cabeza coronada por un halo de santidad y portando en las manos los atributos que los identifican.
La primera imagen que reproducimos de la serie corresponde a la figura de San Bartolomé. Bartolomé aparece con este nombre en los tres Evangelios Sinópticos mientras que en el Evangelio de San Juan se le identifica con Nathanael. En ambos casos está relacionado con el apóstol Felipe, por medio del cual entró en contacto con Jesucristo. El Mesías dijo de él que era «un verdadero israelita, en el que no hay falsedad». En la Leyenda Dorada, una colección de vidas legendarias de santos compilada a mediados del siglo XIII, el dominico Jacopo della Vorágine añade una descripción de su aspecto físico y de su carácter:
 
«Es un hombre de estatura corriente, cabellos negros y ensortijados, tez blanca, ojos grandes, nariz recta y bien proporcionada, barba espesa algo entrecana […] Su semblante presenta constantemente aspecto alegre y risueño […] se mantuvo ajeno al amor de las cosas en este mundo, vivió pendiente de los amores celestiales y toda su vida permaneció apoyado en la gracia y auxilio divino, no sosteniéndose en sus propios méritos sino sobre la ayuda de Dios».

Poco se sabe de su vida salvo lo que se cuenta en testimonios apócrifos y otras fuentes posteriores. Por ejemplo, Eusebio de Cesárea y el Martirologio Romano de 1583 le atribuyen predicaciones en la India, donde se ya encontraba a la edad de veintisiete años. Allí expulsó a los demonios que promovían la idolatría y logró convertir al cristianismo al rey Polimio después de resucitar a sus hijos y exorcizar a su hija. El éxito de su apostolado le granjeó la enemistad de los sacerdotes paganos, que acudieron a quejarse al hermano de Polimio, el rey de Armenia, Astiages. Éste ordenó llamar a Bartolomé y le exigió que adorase a los ídolos paganos. Ante su negativa, lo capturó y lo hizo desollar vivo; según otras versiones a continuación fue decapitado o crucificado.
El martirio de San Bartolomé es sin duda el episodio más conocido y el que ha proporcionado los símbolos característicos de su iconografía. Así se le representa con un libro que hace referencia a sus sermones y sobre todo con el cuchillo que utilizaron para arrancarle la piel, y que le ha convertido en patrón de los curtidores. En la escultura de José de Arce el santo lleva estos dos atributos. En ocasiones también se le muestra con la piel colgando del brazo y un demonio encadenado, aunque este tipo de imágenes truculentas son más habituales en la imaginería tardomedieval.
La segunda escultura que incluimos en esta entrada pertenece a Simón el Zelotes. Los evangelistas Mateo y Marcos le llaman «cananeo», mientras que Lucas le identifica como zelotes. Parece que, efectivamente, antes de unirse a Jesús Simón perteneció al grupo de los zelotes, una facción religiosa y política que luchaba contra la dominación romana en Palestina. Aparte de esto, ni los Evangelios ni los Hechos de los Apóstoles aportan más datos, de modo que las noticias sobre su vida se han reconstruido a través de las fuentes apócrifas. Según éstas, Simón era hermano de Judas Tadeo y de Santiago el Menor, hijos de Alfeo y de María de Cleofás. Eusebio de Cesárea supone de forma poco convincente que Simón sustituyó a Santiago en el obispado de Jerusalén, durante los años en que la ciudad fue trágicamente destruida por las tropas romanas del emperador Tito, alrededor del 70 d.C.
La tradición más extendida dice que Simón predicó con Judas en Persia, aunque otros le sitúan en el norte de África, concretamente en Egipto y Libia. Sea como fuere, el zelote fue finalmente martirizado por sacerdotes paganos en la costa del Mar Negro, cerca del Cáucaso, hacia el año 107. Al parecer fue torturado y cortado en dos con una enorme sierra, instrumento que constituye su símbolo característico, como puede apreciarse en la estatua de la catedral de Jerez.

lunes, 18 de noviembre de 2013

JONÁS Y LA BALLENA

Según el Antiguo Testamento, Jonás era un profeta a quien Dios encomendó la tarea de convertir a los paganos de la ciudad asiria de Nínive. Ante la dificultad de esta tarea, Jonás decidió huir y se embarcó en Jaffa en un barco con destino a la lejana Tarsis. Dios lo castigó por su desobediencia provocando una tempestad que hizo zozobrar el barco. Cuando Jonás confesó ante el resto de la tripulación que él era el causante de la tormenta, fue arrojado al mar. Inmediatamente fue engullido por un «gran pez» que la creencia popular identificó con una ballena o un monstruo marino. Arrepentido, rezó al Señor por su salvación y, tres días más tarde, fue vomitado en una playa sin haber sufrido daño alguno. Jonás cumplió entonces su destino y fue a predicar a Nínive, que se salvó de la destrucción gracias a que sus habitantes aceptaron la palabra de Dios.
De toda esta historia el episodio que más ha sido representado a lo largo de la Historia del Arte ha sido sin duda el momento en que Jonás es tragado por la ballena. También existen retratos del profeta acompañado de un gran pez, como atributo característico que le identifica. Quizá la imagen más famosa de Jonás es la que Miguel Ángel incluyó en uno de los frescos de la Capilla Sixtina (1511), en la parte de la bóveda situada junto a la pared del altar. Otras representaciones destacadas son las de los mosaicos del pavimento de la Catedral de Aquilea (siglo IV), la de Giotto en un panel al fresco de la Capilla Scrovegni de Padua (1305), la de Giulio Campi y Bernardino Gatti en la bóveda de San Sigismondo de Cremona (1549), y la de Tintoretto en un tondo conservado en la Scuola Grande di San Rocco en Venecia (1578).
La que reproducimos aquí está en un recuadro del Altar de Klosterneuburg, cerca de Viena. El altar es una obra excepcional de la orfebrería medieval, realizado en 1181 para el monasterio agustino de esta localidad. Su autor fue Nicolás de Verdún, que combinó cobre dorado y esmalte con inusitada maestría para componer un tríptico que muestra 51 escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Iconográficamente, las escenas están todas conectadas entre sí, de tal forma que tienen relación no sólo con las que se encuentran en su misma fila sino también con las que hay encima o debajo de cada una. La escena de Jonás y la ballena, por ejemplo, se localiza en la fila inferior, exactamente debajo del recuadro que representa el entierro de Cristo. La causa de esto es que el propio Jesucristo se refirió a Jonás en el Nuevo Testamento:

«Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del monstruo marino, así también el Hijo del hombre estará tres días y tres noches dentro de la tierra.» (Mateo 12, 40)

La escena, por tanto, encierra en enorme significado teológico como prefiguración de la resurrección de Cristo. Al igual que Jonás salió del interior de la ballena al cabo de tres días, Jesucristo salió de su sepulcro y resucitó tres días después de su crucifixión. Por eso la representación de Jonás aparece normalmente en programas iconográficos relacionados con la muerte de Cristo, y por extensión en sarcófagos, catacumbas y otras obras de arte funerario.
La historia de Jonás y la ballena también fue motivo de inspiración para otros hechos sobrenaturales relacionados con la navegación de los mares. Esto tiene que ver con el poco conocimiento que había acerca del espacio geográfico durante la Edad Media, porque gran parte del mismo aún no había sido contrastado por la experiencia. Salvo el entorno próximo del Mare Nostrum Mediterraneum, apenas había pequeñas nociones sobre el resto de los continentes y lugares del mundo. Las noticias sobre otros territorios alejados del círculo mediterráneo eran tan imprecisas que, con frecuencia, se transmitían cargados de elementos fantásticos. El miedo a lo desconocido, y los relatos increíbles de aquellos pocos viajeros que se habían adentrado en el mar abierto, excitaba la imaginación de los europeos, que creyeron en la existencia maremotos y cataclismos, islas ignotas, seres deformes, hombres salvajes, razas de caníbales y personajes mitológicos como las amazonas o los gigantes.
La falta de argumentos con las que justificar determinados fenómenos marítimos provocó la búsqueda de referencias en el sistema de conocimientos más difundido en aquella época, que era la Historia Sagrada. Para la mentalidad supersticiosa e ingenua de la Edad Media, el episodio de Jonás constituía desde luego una buena explicación. También la importación de elementos mágicos venidos de otras culturas y la actualización de mitos clásicos como el de Ulises enfrentándose a las sirenas en la Odisea. Pero sin duda una de las más imaginativas fue la historia de San Brandán, narrada en un curioso libro del siglo X titulado Navigatio Sancti Brendani. San Brandán fue un monje evangelizador que vivió en el siglo VI en Irlanda, y que navegó errante durante siete años por el Atlántico en busca de la Isla del Paraíso. En mitad de su periplo desembarcaron en un islote y encendieron una hoguera, resultando que no era un islote sino un enorme pez llamado Jasconio.
La segunda imagen que publicamos hoy pertenece a un «bestiario» manuscrito e iluminado en Inglaterra en el siglo XII. Un bestiario es una colección de bestias o animales, además de plantas y otros elementos orgánicos, que pueden ser reales o fantásticos. Este tipo de libros fueron muy populares durante la Edad Media, sobre todo en Francia y en las Islas Británicas, aunque también en España. Se trataba de descripciones, normalmente acompañadas de imágenes bellamente iluminadas, y una lección moral relacionada con las características o los valores atribuidos a cada animal. Los bestiarios, por tanto, entroncaban directamente con la religiosidad de la época y plasmaban un lenguaje simbólico que fue igualmente desarrollado en la literatura y el arte cristianos. Así, la ballena representada en esta ilustración está de nuevo inspirada en el episodio de Jonás y la ballena, porque más que una ballena parece un enorme monstruo marino que ataca un barco y se traga de manera terrible a uno de sus marineros. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

LOS CUATRO CONTINENTES

Todavía hoy se discute sobre el número de continentes, que varía según los especialistas y el país en el que nos encontremos. Desde una perspectiva bastante etnocentrista, los continentes pueden contarse como cinco, seis y hasta siete, según se quiera o no subdividir en dos América y Eurasia. Sin embargo, hasta épocas relativamente recientes no existía tal discusión porque el número total de continentes conocidos era sólo cuatro: los tres más antiguos, Europa, Asia y África, más o menos explorados desde la Antigüedad, y América, donde los europeos comenzaron a asentarse de forma estable a finales del siglo XV. Por el contrario, gran parte del hemisferio sur permaneció en los mapas denominada como Terra Australis Incognita hasta que fue cartografiado por primera vez en el siglo XVII. La colonización de Australia y Oceanía se iniciaría aún más tarde, a finales del siglo siguiente, y la Antártida no sería investigada hasta principios del siglo XIX.
Este es el punto de partida para comprender el sentido que tenían las alegorías geográficas en el arte renacentista y barroco. Habitualmente eran utilizadas como una forma de mostrar los confines por los que se extendía un imperio determinado, y con ese fin de introducían en ciclos decorativos y pinturas murales de contenido político. Para la mentalidad de la época, la representación figurada de una monarquía rodeada de los continentes suponía una forma de expresión del poder. Y si en aquella representación aparecían Europa, Asia, África y América, era como decir que su poder se extendía por todo el mundo.
El lenguaje pictórico no utiliza las mismas herramientas que la cartografía, aunque en ocasiones puede valerse de ellas. En una pintura no puede representarse un continente con un simple mapa, entre otras razones porque quizás no concuerde bien con el resto de las figuras y personajes de la composición. Para solventar esta dificultad los artistas utilizaron símbolos o alegorías, que la tradición había establecido desde tiempo atrás. Así, cada continente, incluso cada país, era personificado mediante una matrona o mujer acompañada de ciertos atributos característicos de su territorio. Estos atributos podían ser flores, frutos, animales, objetos e incluso personas que se muestran vestidas de acuerdo con sus costumbres regionales. A finales del siglo XVI, el italiano Cesare Ripa cifró la manera de pintar estas alegorías en su famoso Tratado de Iconología, que ya hemos citado otras veces aquí. Las imágenes que reproducimos a continuación pertenecen a distintas épocas y autores, pero todas siguen aquellas directrices.
La primera alegoría corresponde a una serie de grabados sobre los cuatro continentes, que fue publicada en Inglaterra en 1631, por John Strafford, y hoy se conserva en el Museo Británico de Londres. Representa a Europa como una mujer engalanada con una rica vestimenta, una corona y un cetro característicos de la realeza, porque era considerada la primera y principal de las partes del mundo, según los autores clásicos. A sus pies se ve una cornucopia o cuerno de la abundancia, en alusión a su fecundidad y riqueza, y también un globo con las constelaciones del firmamento, que simboliza el desarrollo científico alcanzado por los europeos. Al fondo a la izquierda destaca una iglesia porque «en ella radica, en la época presente, la Religión perfecta y verdadera, que es muy superior a las restantes», según Cesare Ripa. Finalmente, a la derecha se distingue una pareja de bueyes arando, como ejemplo de sus labores agrícolas, y más atrás una flota de barcos fondeada frente a la costa, testimonio del comercio y la navegación. Aunque no se muestren en esta imagen, hay otros atributos que pueden añadirse a la alegoría de Europa, siguiendo la descripción de Ripa. Estos son, entre otros, un libro con una lechuza, varios instrumentos musicales y diversas herramientas relativas a la arquitectura y la pintura, que ensalzan su superioridad en el campo de las ciencias, la literatura y las artes frente a otras partes del mundo. También un caballo, un grupo de coronas, guirnaldas y cetros, así como escudos, trofeos militares y otras clases de armas, que se refieren a la gran cantidad de príncipes y ejércitos poderosos que se concentran en el Viejo Continente.
La imagen de Asia está tomada de un cuadro del napolitano Luca Giordano, realizado hacia 1695 para el Alcázar Real de Madrid. El original fue dañado en un incendio pero se conserva una copia algo posterior en la Fundación Banco Santander. Muestra a una mujer enjoyada, tocada con una bella corona de flores diversas, y revestida con un riquísimo traje bordado de oro y perlas. La corona de flores, que en ocasiones también incluye frutos variados, hace referencia al clima benigno de aquel continente, que produce toda suerte de cosas deliciosas, en particular especias tan importantes como la canela, la pimienta y el clavo. El traje bordado y las joyas muestran la gran cantidad de textiles y alhajas que desde la Edad Media se obtenían de Asia a través de las rutas comerciales. Esta riqueza en el vestido femenino viene complementada por las túnicas y los turbantes de los hombres situados en el último plano de la izquierda. Junto a la mujer hay un camello recostado, animal característico de los países árabes, y un incensario ardiente que hace referencia a las plantas aromáticas y a las esencias tan abundantes en Asia. La escena se completa con varios angelotes que portan sedas y elementos vegetales para indicar la extraordinaria fecundidad de esta tierra.
La alegoría de África pertenece a la edición original del Tratado de Ripa, publicada en Roma en el año 1593. Es la personificación de una mujer negra, semidesnuda, con el pelo encrespado y una cabeza de elefante por cimera. Se adorna con un collar y unos pendientes fabricados de coral, y sostiene un escorpión en la mano derecha mientras que en la siniestra porta una cornucopia rebosante de frutos y espigas. A su lado aparece un león y al otro varias serpientes venenosas. El color negro y el pelo rizado aluden a la raza de sus habitantes, mientras que el escaso vestido es propio del calor tórrido que se disfruta en sus latitudes. La testa de elefante recuerda a este mismo animal, que es muy común en la fauna africana y ha sido repetidamente utilizado como arma de combate, tal como hizo el cartaginés Aníbal. Lo mismo sucede con el león, las serpientes y el escorpión, que son abundantes en este continente. La cornucopia, finalmente, es un símbolo de las riquezas naturales de África, que desde los tiempos de los romanos fueron sistemáticamente explotadas. Como ejemplo de ello, baste recordar que Egipto era conocido como «el granero de Roma».  
La última figura representa a América y es un grabado italiano que fue divulgado a través de la obra de Giulio Ferrario Il costume antico e moderno, editada en Milán en 1820. A pesar de su fecha aún sigue las pautas establecidas por Cesare Ripa en el siglo XVI y representa a América como una india desnuda, con los cabellos trenzados (aunque en la versión original suelen estar revueltos), como era habitual entre los pueblos salvajes antes de la llegada de los conquistadores. Lleva ornamentos de plumas de diversos colores, similares a los que confeccionaban muchas culturas precolombinas, y va armada con un arco y un una flecha. A sus pies se encuentra una cabeza humana atravesada por otra flecha, lo que alude a su feroz resistencia contra la invasión europea pero también a la presunta afición de sus indígenas por el canibalismo, según se creía entre los europeos del Renacimiento. A su alrededor aparece un caimán o un lagarto de grandes dimensiones, además de una tortuga, una llama y otros animales característicos de la fauna de aquel continente. El paisaje montañoso sobre el cual se destaca el cuerpo de la mujer está inspirado en una de las ilustraciones de la obra de A. Von Humboldt Vues des Cordillères et monumenys des peuples de l'Amérique, Atlas Pittoresque, que supuso uno de los grandes hitos del desarrollo de la Geografía como ciencia.
De esta forma veían los europeos a los cuatro continentes conocidos a principios de la Edad Moderna. Desde luego las imágenes son retratos imaginados, basados en estereotipos y visiones fragmentadas de cada territorio. Pero recogen muchos de sus elementos característicos y han servido de soporte a otros símbolos, figuraciones y logotipos posteriores.

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.