La catedral de Jerez de la Frontera alberga
uno de los conjuntos escultóricos más impresionantes del Barroco Andaluz, un
apostolado realizado por José de Arce en 1637-1639. Esta serie de doce esculturas
de los discípulos de Cristo fue contratada originalmente para el retablo mayor
de la iglesia de la Cartuja, en la misma localidad. Las figuras se diseñaron
para ser colocadas en las entrecalles y servían de contrapunto a los excelentes
cuadros con que Zurbarán adornó los huecos del retablo. Hoy los cuadros de
Zurbarán se encuentran en el Museo de Cádiz mientras que las esculturas de Arce
están adosadas a cada una de las columnas de la nave central de la catedral de Jerez.
José de Arce nació en Flandes hacia el año 1600
pero su presencia en España, concretamente en Sevilla, está documentada desde
mediados de la década de 1630. Fue uno de los mayores exponentes de la
escultura barroca en madera policromada, que desarrolló en toda su plenitud. La calidad de sus obras, la fama que alcanzó en vida y sus
relaciones artísticas produjeron una fuerte influencia en la plástica barroca
andaluza de la mitad del siglo XVII. Como ejemplo de ello mostramos dos de las
esculturas que componen la mencionada serie de apóstoles. Las figuras son algo
mayores del tamaño natural, están esculpidas en madera, estofadas y ricamente policromadas.
Los colores desarrollan diversas tonalidades, con predominio de los
dorados, y se recrean en roleos y otros detalles vegetales muy del gusto barroco.
Los pliegues de las túnicas y el volumen de los cabellos confieren a las estatuas una
potencia visual verdaderamente espectacular. En cuanto a su iconografía, los
apóstoles aparecen de pie, con la cabeza coronada por un halo de santidad y portando
en las manos los atributos que los identifican.
La primera imagen que reproducimos de la
serie corresponde a la figura de San Bartolomé. Bartolomé
aparece con este nombre en los tres Evangelios Sinópticos mientras que en el Evangelio
de San Juan se le identifica con Nathanael. En ambos casos está relacionado con
el apóstol Felipe, por medio del cual entró en contacto con Jesucristo. El Mesías
dijo de él que era «un verdadero israelita, en el que no hay falsedad». En la Leyenda Dorada, una colección de vidas
legendarias de santos compilada a mediados del siglo XIII, el dominico Jacopo
della Vorágine añade una descripción de su aspecto físico y de su carácter:
«Es un hombre de
estatura corriente, cabellos negros y ensortijados, tez blanca, ojos grandes,
nariz recta y bien proporcionada, barba espesa algo entrecana […] Su semblante
presenta constantemente aspecto alegre y risueño […] se mantuvo ajeno al amor
de las cosas en este mundo, vivió pendiente de los amores celestiales y toda su
vida permaneció apoyado en la gracia y auxilio divino, no sosteniéndose en sus
propios méritos sino sobre la ayuda de Dios».
Poco se sabe de su vida salvo lo que se cuenta en testimonios apócrifos y otras fuentes posteriores. Por ejemplo, Eusebio de Cesárea y el Martirologio Romano de 1583 le atribuyen predicaciones en la India, donde se ya encontraba a la edad de veintisiete años. Allí expulsó a los demonios que promovían la idolatría y logró convertir al cristianismo al rey Polimio después de resucitar a sus hijos y exorcizar a su hija. El éxito de su apostolado le granjeó la enemistad de los sacerdotes paganos, que acudieron a quejarse al hermano de Polimio, el rey de Armenia, Astiages. Éste ordenó llamar a Bartolomé y le exigió que adorase a los ídolos paganos. Ante su negativa, lo capturó y lo hizo desollar vivo; según otras versiones a continuación fue decapitado o crucificado.
El martirio de San Bartolomé es sin duda el
episodio más conocido y el que ha proporcionado los símbolos característicos de
su iconografía. Así se le representa con un libro que hace referencia a sus
sermones y sobre todo con el cuchillo que utilizaron para arrancarle la piel, y
que le ha convertido en patrón de los curtidores. En la escultura de José de Arce el
santo lleva estos dos atributos. En ocasiones también se le muestra con la piel
colgando del brazo y un demonio encadenado, aunque este tipo de imágenes truculentas
son más habituales en la imaginería tardomedieval.
La segunda escultura que incluimos en esta
entrada pertenece a Simón el Zelotes. Los evangelistas Mateo y Marcos le llaman
«cananeo», mientras que Lucas le identifica como zelotes. Parece que,
efectivamente, antes de unirse a Jesús Simón perteneció al grupo de los
zelotes, una facción religiosa y política que luchaba contra la dominación
romana en Palestina. Aparte de esto, ni los Evangelios ni los Hechos de los Apóstoles aportan más
datos, de modo que las noticias sobre su vida se han reconstruido a través de
las fuentes apócrifas. Según éstas, Simón era hermano de Judas Tadeo y de
Santiago el Menor, hijos de Alfeo y de María de Cleofás. Eusebio de Cesárea supone
de forma poco convincente que Simón sustituyó a Santiago en el obispado de
Jerusalén, durante los años en que la ciudad fue trágicamente destruida por las
tropas romanas del emperador Tito, alrededor del 70 d.C.
La tradición más extendida dice que Simón predicó
con Judas en Persia, aunque otros le sitúan en el norte de África, concretamente
en Egipto y Libia. Sea como fuere, el zelote fue finalmente martirizado por sacerdotes
paganos en la costa del Mar Negro, cerca del Cáucaso, hacia el año 107. Al
parecer fue torturado y cortado en dos con una enorme sierra, instrumento que
constituye su símbolo característico, como puede apreciarse en la estatua de la
catedral de Jerez.