Aprovechando que ayer se publicaba la
encíclica del Papa Francisco sobre el medio ambiente, merece la pena recordar
la importante aportación que los pintores paisajistas del siglo XIX realizaron
para la valoración de la naturaleza. Su actitud de profundo respeto, casi más
bien de veneración, hacia el paisaje contribuyó a la gestación de una
conciencia conservacionista en la sociedad que ha perdurado con mayor o menor
fortuna hasta el día de hoy. Esta conciencia se desarrolló especialmente en
aquellos países que por entonces aún guardaban espacios naturales vírgenes,
apenas explorados por el hombre, como los Estados Unidos de América. La belleza
de aquellos lugares, difundida por un buen número de artistas, hizo ver la
necesidad de compaginar el respeto al medio ambiente con el progreso económico de
la sociedad contemporánea.
A mediados del siglo XIX, los Estados Unidos
se encontraban aún en el proceso de expansión territorial que les llevaría hasta
la costa Oeste. Sólo algunos pioneros se habían aventurado por las sierras de
California y Oregón. Entre ellos destacó el naturalista escocés John Muir,
quien alertó de la sobreexplotación que empezaba a sufrir la zona como
consecuencia de la colonización y la Fiebre
del Oro. Muir, junto con el prohombre Galen Clark y el senador John Conness,
logró que el presidente Lincoln firmase en 1864 un acta especial de protección
para la reserva natural de Yosemite, en California. Esta decisión se convirtió
en un precedente para que en 1872 el gobierno federal designara a Yellowstone, en Wyoming,
como el primer parque nacional de los Estados Unidos.
En este contexto hay que entender la pintura que reproducimos aquí, realizada por Albert Bierstadt en 1865, justo un año después del acta de Lincoln. Se trata de un cuadro de gran formato (162 × 244 cm) que se exhibe en el Birmingham Museum of Art (Alabama), y que representa el Valle de Yosemite al atardecer. La imagen está tomada desde uno de los extremos del valle, con el sol ocultándose tras el acantilado rocoso de El Capitán. El efecto luminoso no sólo sirve para acrecentar la belleza y el lirismo de la escena sino también para permitir que se distinga mejor el perfil en forma de artesa, que delata el origen glaciar del valle. Enfrentado a El Capitán aparecen otras moles graníticas que se recortan sobre el cielo, tachonado de nubes rosadas y anaranjadas. Por su parte, el fondo plano del valle, que se aleja en perspectiva, muestra la rica biodiversidad de las praderas y bosques en torno al río, sobre el cual se refleja la luz a modo de espejo. El resultado conmueve y apabulla al mismo tiempo al espectador, porque le sitúa frente a la inmensidad de una naturaleza salvaje, que es también profundamente armoniosa.
Los recursos estéticos utilizados por
Bierstadt entroncan directamente con los conceptos de lo pintoresco y lo sublime, característicos del paisajismo
romántico, pero su técnica se asemeja mucho a la de los pintores topográficos que acompañaban las exploraciones científicas de los siglos XVIII y XIX. El
artista, de origen alemán, viajó a las Montañas Rocosas en 1859 y a California
en 1863, realizando una gran cantidad de dibujos y pinturas que, por su grandiosidad, tuvieron un impacto memorable en la retina de los espectadores. La burguesía acomodada
de la Costa Este de los Estados Unidos sentía una gran curiosidad por las
maravillas de aquellas tierras desconocidas, y se convirtió en un cliente habitual
de la obra de Bierstadt. Éste solía describir en numerosas cartas los mismos paisajes que pintaba, como por ejemplo en este pasaje publicado en el catálogo de la
exposición Explorar el Edén. Paisaje
Americano del Siglo XIX, que se celebró en el Museo Thyssen de Madrid en el año
2000:
«Las montañas son muy
hermosas; vistas desde la llanura se parecen mucho a los Alpes de Berna, una de
las cadenas montañosas más espectaculares de Europa, por no decir del mundo.
Son formaciones graníticas, igual que las montañas suizas, y sus afiladas
crestas, cubiertas de nieve y en las que se ensartan las nubes, forman un
decorado del que disfrutaría enormemente contemplándolo cualquier amante del
paisaje. Hay muchos elementos de este escenario que nos recuerdan a nuestras
montañas de New Hampshire y de Catskill, pero cuando miramos hacia arriba para
medir los poderosos cortados que se elevan a cientos de pies por encima de
nosotros, todos cubiertos de nieve, nos damos cuenta de que nos hallamos ante
una categoría diferente de montañas.»
El comentario incluido en este mismo catálogo hace un paralelismo entre este tipo de textos y la estrategia visual empleada para los cuadros. Como la audiencia no conocía el Oeste americano, el artista intentaba describirlo comparándolo con otros términos familiares; por eso la analogía entre las Rocosas y los Alpes, o incluso las montañas de la Costa Este. Sin embargo, la majestuosidad y espectacularidad de aquellos paisajes los hacía verdaderamente incomparables. Al final de su carrera, Albert Bierstadt se vio superado por el cambio de gusto hacia el impresionismo, y su obra fue criticada por considerarse excesivamente teatral. Murió en Nueva York completamente olvidado, pero su legado sirvió para dar a conocer la belleza de algunos de los más importantes parques naturales de los Estados Unidos, así como la necesidad de conservarlos.
MÁS INFORMACIÓN:
https://www.artsbma.org/january-2014-looking-down-yosemite-valley-california/