En torno al año 1740 Inglaterra acuñó una extensa
serie de medallas conmemorativas para honrar al Almirante de la flota británica
en el Caribe Edward Vernon. La fabricación de estas medallas fue realizada de
forma prematura por un grupo de artesanos, confiando en una presunta
victoria sobre los españoles que en realidad no se produjo. Más bien todo lo contrario,
la verdad de los hechos confirmó la debacle más absoluta de la armada inglesa
en toda su historia, y corroboró aquello de que no se debe vender la piel del oso antes de cazarlo. Tras el fiasco, la mayoría de estas medallas
perdieron su sentido y fueron olvidadas. Sin embargo, muchas han pervivido como un
flagrante ejercicio de propaganda y manipulación política, fundamentada en el falseamiento
de la realidad. Tanto es así, que aún hoy la mayoría de los ingleses ignora por
completo el auténtico desenlace de aquellos episodios.
Las medallas fueron realizadas con distintos metales y tamaños, representando escenas diversas aunque todas relacionadas con los asaltos de la armada inglesa a las colonias españolas del Mar Caribe. El numismático David S. Plowman ha catalogado un abundante número de ejemplares de hasta 270 tipos diferentes. En general, siguen la iconografía característica de las medallas conmemorativas de hechos militares, que tienen su origen en el Imperio Romano, concretamente en tiempos de Augusto. Desde el final de la Edad Media y en el Renacimiento se retomó el interés por la medallística, aunque con un carácter privado, y artistas de renombre como Pisanello esculpieron efigies y emblemas individualizados. A partir del siglo XVI, la acuñación en serie permitió fabricar grandes cantidades de medallas, como las que reproducimos aquí, que proceden de colecciones privadas.
La primera de ellas representa de forma bastante tosca al Almirante Vernon, ataviado como un general del siglo XVIII en actitud de dirigir al ejército, con una espada en la mano derecha y un bastón de mando en la izquierda. A sus pies aparece un pequeño cañón y a la izquierda un buque de guerra que flota sobre lo que se supone el mar. La representación es bastante incorrecta, tanto en la postura como en el tamaño de los elementos, y apenas incluye referencias espaciales (tan sólo el pavimento del suelo sobre el que se apoya el general). Desde el punto de vista iconográfico tiene como único objetivo mostrar el retrato y los atributos del almirante, dignificándole con ayuda de la leyenda inscrita en la cenefa exterior, que dice: «THE BRITISH GLORY REVIV·D BY ADMIRAL VERNON».
La segunda medalla es probablemente una de las mejores de toda la serie. El almirante aparece de nuevo en el centro de la composición pero su pose y algunos detalles de su vestimenta están mejor conseguidos. Las referencias espaciales son más abundantes aunque con alguna equivocación como la del barco que parece subirse al muelle, a los pies de Vernon, así como la falta de separación entre el mar surcado por buques a la derecha y la tierra plantada de árboles a la izquierda. Más interesante sin duda es la inclusión de edificios al fondo, que representan la fortaleza española de Cartagena de Indias, que iba a ser conquistada por el general entre 1740 y 1741. La leyenda de la cenefa del borde hace referencia al gesto de Vernon, contemplando la ciudad antes del asalto con la intención de analizar sus defensas: «ADMIRAL VERNON VEIWING THE TOWN OF CARTHAGANA».
De la última medalla publicamos el anverso y el reverso. En el anverso aparece el Almirante Vernon de pie, tomándole la espada a un personaje arrodillado ante él, en señal de sumisión. Este personaje está identificado con un letrero como Don Blass, y es en realidad el almirante Blas de Lezo, el defensor de la ciudad de Cartagena de Indias. La leyenda circundante enfatiza la idea de la rendición: «THE SPANISH PRIDE PULL·D DOWN BY ADMIRAL VERNON». En el reverso se ve representado el sitio de Cartagena, con la flota inglesa intentando penetrar en aquella bahía colombiana y Don Blass protegiendo su embocadura con una barrera dispuesta entre dos elevados castillos. La línea del horizonte está formada por un nutrido conjunto de torres y edificios que hacen referencia a la propia ciudad. Y la leyenda que bordea toda la composición alude otra vez a la supuesta conquista británica: «TRUE BRITISH HEROES TOOK CARTHAGENA. APRIL 1741».
Históricamente, estos hechos se encuadran en el contexto de la rivalidad entre España e Inglaterra por el dominio de los mares durante el siglo XVIII. Inglaterra pretendía adquirir posesiones territoriales en Centroamérica por su necesidad de facilitar el tráfico de barcos británicos, el contrabando de mercancías y la piratería contra los españoles. La guerra abierta contra España se inició con un incidente de lo más curioso, ocurrido unos años atrás, que sirvió para dar nombre a la misma: la Guerra de la Oreja de Jenkins. Sucedió que el guardacostas español Julio León Fandiño apresó el buque del contrabandista inglés Robert Jenkins en Florida. El guardacostas castigó a Jenkins cortándole una oreja y diciéndole: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». El caso es que Jenkins recogió su oreja, la metió en un tarro con alcohol y la mostró en el parlamento de Londres cuando relató el suceso. La frase de Fandiño fue considerada una ofensa al rey, y se convirtió en la excusa perfecta para declarar la guerra a España e intentar adueñarse de algunas de sus colonias en el Mar Caribe.
El almirante británico Edward Vernon obtuvo su primer éxito a finales de 1739, al conquistar la fortaleza de Portobello, en el istmo de Panamá. Convencido de su superioridad, decidió asestar un golpe definitivo sitiando la fortaleza colombiana de Cartagena de Indias, que entonces era el puerto comercial y el depósito de tesoros más importante de Centroamérica. Con este fin dispuso una formidable flota de 186 barcos, armada con 2.000 cañones y más de 27.000 hombres, que salió de Jamaica y fondeó frente a las costas de Cartagena el 4 de marzo de 1741. La flota era probablemente una de las más grandes jamás reunidas en la historia de la navegación (superaba en más de 60 buques a la Armada Invencible). En cambio, las defensas españolas se reducían a 6 navíos de línea, 300 cañones y 3.500 hombres, dirigidos por el Almirante Blas de Lezo y el Virrey Sebastián de Eslava. A pesar de su superioridad, los ingleses no lograron tomar la ciudad, ni por mar primero, ni por tierra después, ni por la insistencia constante de sus cañones. Continuaron bombardeando durante un mes, hasta el 20 de mayo, pero el cólera, la malaria y el escorbuto provocaron una mortalidad espantosa. La bahía entera quedó plagada de cientos de cadáveres ingleses flotando. Sus bajas ascendieron a 18.000 hombres muertos o incapacitados y más de 1.000 cañones destruidos, quedando la flota británica casi desmantelada. La historia no volvería a ver una batalla anfibia de tal magnitud hasta el Desembarco de Normandía, dos siglos después.
Antes de retirarse, Vernon escribió a Blas de Lezo diciéndole lo siguiente: «Hemos decidido retirarnos pero regresaremos a Cartagena después de buscar refuerzos en Jamaica». A lo que Lezo, que por cierto era tuerto, manco y tenía una pata de palo, le respondió con ironía: «Para venir a Cartagena el rey de Inglaterra debe construir otra flota mejor y más grande, porque ésta ya solo sirve para transportar carbón desde Irlanda hasta Londres». En fin, las escaramuzas entre los españoles y los ingleses se prolongaron durante varios años, transformándose en un episodio más de la Guerra de Sucesión Austriaca, y tuvieron como consecuencia el fortalecimiento del poderío marítimo español en los mares que perduró hasta la batalla de Trafalgar.
La derrota en el asalto a Cartagena fue intencionadamente minimizada por la historiografía en Gran Bretaña, con el objetivo de hacer olvidar la humillación. En ocasiones se ha dicho incluso que el rey Jorge II prohibió hablar en público sobre la batalla, aunque en realidad no fue así, como han demostrado recientemente las historiadoras Mariela Beltrán y Carolina Aguado. Lo que sí es cierto es que el desastre provocó un fuerte descontento popular y acabó forzando la dimisión del ministro Robert Walpole en 1742. Moraleja: por muchos esfuerzos que se hagan para manipular o tergiversar la historia, los hechos son los que son y hay que aprender a mirarlos con objetividad.
Las medallas fueron realizadas con distintos metales y tamaños, representando escenas diversas aunque todas relacionadas con los asaltos de la armada inglesa a las colonias españolas del Mar Caribe. El numismático David S. Plowman ha catalogado un abundante número de ejemplares de hasta 270 tipos diferentes. En general, siguen la iconografía característica de las medallas conmemorativas de hechos militares, que tienen su origen en el Imperio Romano, concretamente en tiempos de Augusto. Desde el final de la Edad Media y en el Renacimiento se retomó el interés por la medallística, aunque con un carácter privado, y artistas de renombre como Pisanello esculpieron efigies y emblemas individualizados. A partir del siglo XVI, la acuñación en serie permitió fabricar grandes cantidades de medallas, como las que reproducimos aquí, que proceden de colecciones privadas.
La primera de ellas representa de forma bastante tosca al Almirante Vernon, ataviado como un general del siglo XVIII en actitud de dirigir al ejército, con una espada en la mano derecha y un bastón de mando en la izquierda. A sus pies aparece un pequeño cañón y a la izquierda un buque de guerra que flota sobre lo que se supone el mar. La representación es bastante incorrecta, tanto en la postura como en el tamaño de los elementos, y apenas incluye referencias espaciales (tan sólo el pavimento del suelo sobre el que se apoya el general). Desde el punto de vista iconográfico tiene como único objetivo mostrar el retrato y los atributos del almirante, dignificándole con ayuda de la leyenda inscrita en la cenefa exterior, que dice: «THE BRITISH GLORY REVIV·D BY ADMIRAL VERNON».
La segunda medalla es probablemente una de las mejores de toda la serie. El almirante aparece de nuevo en el centro de la composición pero su pose y algunos detalles de su vestimenta están mejor conseguidos. Las referencias espaciales son más abundantes aunque con alguna equivocación como la del barco que parece subirse al muelle, a los pies de Vernon, así como la falta de separación entre el mar surcado por buques a la derecha y la tierra plantada de árboles a la izquierda. Más interesante sin duda es la inclusión de edificios al fondo, que representan la fortaleza española de Cartagena de Indias, que iba a ser conquistada por el general entre 1740 y 1741. La leyenda de la cenefa del borde hace referencia al gesto de Vernon, contemplando la ciudad antes del asalto con la intención de analizar sus defensas: «ADMIRAL VERNON VEIWING THE TOWN OF CARTHAGANA».
De la última medalla publicamos el anverso y el reverso. En el anverso aparece el Almirante Vernon de pie, tomándole la espada a un personaje arrodillado ante él, en señal de sumisión. Este personaje está identificado con un letrero como Don Blass, y es en realidad el almirante Blas de Lezo, el defensor de la ciudad de Cartagena de Indias. La leyenda circundante enfatiza la idea de la rendición: «THE SPANISH PRIDE PULL·D DOWN BY ADMIRAL VERNON». En el reverso se ve representado el sitio de Cartagena, con la flota inglesa intentando penetrar en aquella bahía colombiana y Don Blass protegiendo su embocadura con una barrera dispuesta entre dos elevados castillos. La línea del horizonte está formada por un nutrido conjunto de torres y edificios que hacen referencia a la propia ciudad. Y la leyenda que bordea toda la composición alude otra vez a la supuesta conquista británica: «TRUE BRITISH HEROES TOOK CARTHAGENA. APRIL 1741».
Históricamente, estos hechos se encuadran en el contexto de la rivalidad entre España e Inglaterra por el dominio de los mares durante el siglo XVIII. Inglaterra pretendía adquirir posesiones territoriales en Centroamérica por su necesidad de facilitar el tráfico de barcos británicos, el contrabando de mercancías y la piratería contra los españoles. La guerra abierta contra España se inició con un incidente de lo más curioso, ocurrido unos años atrás, que sirvió para dar nombre a la misma: la Guerra de la Oreja de Jenkins. Sucedió que el guardacostas español Julio León Fandiño apresó el buque del contrabandista inglés Robert Jenkins en Florida. El guardacostas castigó a Jenkins cortándole una oreja y diciéndole: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». El caso es que Jenkins recogió su oreja, la metió en un tarro con alcohol y la mostró en el parlamento de Londres cuando relató el suceso. La frase de Fandiño fue considerada una ofensa al rey, y se convirtió en la excusa perfecta para declarar la guerra a España e intentar adueñarse de algunas de sus colonias en el Mar Caribe.
El almirante británico Edward Vernon obtuvo su primer éxito a finales de 1739, al conquistar la fortaleza de Portobello, en el istmo de Panamá. Convencido de su superioridad, decidió asestar un golpe definitivo sitiando la fortaleza colombiana de Cartagena de Indias, que entonces era el puerto comercial y el depósito de tesoros más importante de Centroamérica. Con este fin dispuso una formidable flota de 186 barcos, armada con 2.000 cañones y más de 27.000 hombres, que salió de Jamaica y fondeó frente a las costas de Cartagena el 4 de marzo de 1741. La flota era probablemente una de las más grandes jamás reunidas en la historia de la navegación (superaba en más de 60 buques a la Armada Invencible). En cambio, las defensas españolas se reducían a 6 navíos de línea, 300 cañones y 3.500 hombres, dirigidos por el Almirante Blas de Lezo y el Virrey Sebastián de Eslava. A pesar de su superioridad, los ingleses no lograron tomar la ciudad, ni por mar primero, ni por tierra después, ni por la insistencia constante de sus cañones. Continuaron bombardeando durante un mes, hasta el 20 de mayo, pero el cólera, la malaria y el escorbuto provocaron una mortalidad espantosa. La bahía entera quedó plagada de cientos de cadáveres ingleses flotando. Sus bajas ascendieron a 18.000 hombres muertos o incapacitados y más de 1.000 cañones destruidos, quedando la flota británica casi desmantelada. La historia no volvería a ver una batalla anfibia de tal magnitud hasta el Desembarco de Normandía, dos siglos después.
Antes de retirarse, Vernon escribió a Blas de Lezo diciéndole lo siguiente: «Hemos decidido retirarnos pero regresaremos a Cartagena después de buscar refuerzos en Jamaica». A lo que Lezo, que por cierto era tuerto, manco y tenía una pata de palo, le respondió con ironía: «Para venir a Cartagena el rey de Inglaterra debe construir otra flota mejor y más grande, porque ésta ya solo sirve para transportar carbón desde Irlanda hasta Londres». En fin, las escaramuzas entre los españoles y los ingleses se prolongaron durante varios años, transformándose en un episodio más de la Guerra de Sucesión Austriaca, y tuvieron como consecuencia el fortalecimiento del poderío marítimo español en los mares que perduró hasta la batalla de Trafalgar.
La derrota en el asalto a Cartagena fue intencionadamente minimizada por la historiografía en Gran Bretaña, con el objetivo de hacer olvidar la humillación. En ocasiones se ha dicho incluso que el rey Jorge II prohibió hablar en público sobre la batalla, aunque en realidad no fue así, como han demostrado recientemente las historiadoras Mariela Beltrán y Carolina Aguado. Lo que sí es cierto es que el desastre provocó un fuerte descontento popular y acabó forzando la dimisión del ministro Robert Walpole en 1742. Moraleja: por muchos esfuerzos que se hagan para manipular o tergiversar la historia, los hechos son los que son y hay que aprender a mirarlos con objetividad.