Esta estatua de Cupido, de apenas 70 cm de
altura, es una de las representaciones más famosas del pequeño dios grecolatino.
Se conservan hasta cinco versiones de la misma, ejecutadas entre 1757 y 1774 por
el escultor francés Etienne-Maurice Falconet. La primera de ellas pertenecía a
un grupo escultórico de mármol encargado en 1757 por la favorita de Luis XV, la
Marquesa de Pompadour; iba a ser colocada en un «templo del amor» en los
jardines de Versalles, pero al final acabó en el Museo del Louvre. De las
restantes, las más conocidas son la que se encuentra en el Rijksmuseum de
Amsterdam, y la realizada para el Conde Stróganov en Rusia, cuya colección pasó
al Hermitage de San Petersburgo. El extraordinario éxito del modelo hizo que otros
artistas repitieran copias en mármol, bronce y porcelana, durante el último
tercio del siglo XVIII y la primera mitad del XIX.
La escultura muestra al dios del amor sentado
sobre un pequeño montículo de base circular. Su pie izquierdo se apoya
firmemente sobre la base mientras que el derecho se proyecta hacia adelante,
quedando parcialmente suspendido en el aire. La postura es en general relajada,
pero aparece contrarrestada por la mano derecha que eleva su dedo índice hacia
la boca, como imponiendo silencio. La mirada es firme y advierte de forma
aviesa sobre los riesgos de traicionar al amor. El resultado es desasosegante
porque no deja de ser la figura de un niño travieso y hermoso, a quien podrías
revolverle el cabello y hacerle una carantoña; sin embargo, representa a un
dios griego bastante ambiguo, cuya voluntad no debe desobedecerse si no deseas
exponerte a terribles consecuencias.
Según los mitos más antiguos, Cupido nació del
Caos originario al principio del mundo, aunque la tradición más extendida le
identifica como hijo de Venus y Marte. Como fruto de este adulterio, su misión
era intervenir en los asuntos amorosos de los seres humanos. Llevaba un arco
que disparaba flechas de materiales distintos: las de oro infundían el enamoramiento
de la persona herida, las de plomo suscitaban una profunda aversión hacia el
amor. Con frecuencia, Cupido distribuía estos sentimientos de forma caprichosa,
lo que generaba numerosos conflictos y malentendidos, pues las pasiones amorosas
son capaces de someter a los más fuertes. Por esta razón era frecuentemente reprendido
y, en ocasiones, severamente castigado por otros dioses. Esta dualidad fue ampliamente
representada a lo largo de la Historia del Arte, y en particular en Francia en el
siglo XVIII, donde Cupido era tratado, por un lado, como un niño ingenuo,
pícaro e impúdico, y por otro, como un dios todopoderoso capaz de provocar auténticos
desastres.
Falconet se sirvió de esa ambigüedad para
explotar la peligrosa sensualidad inherente a muchos temas mitológicos. El
escultor cosechó grandes alabanzas en Francia por ser autor de pequeñas
estatuillas que hacían las delicias de la aristocracia. Su delicadeza y
exquisitez, características del Rococó, las convertían en piezas de decoración
idóneas para los palacios. Entre 1758 y 1766, estuvo a cargo del taller de
escultura de la fábrica de porcelanas de Sèvres y produjo, de forma seriada,
numerosas figuras que se vendían como centros de mesa y elementos de ornato
para el servicio de té. Catalina la Grande de Rusia conoció la fama de Falconet
y le invitó a su corte de San Petersburgo en septiembre de 1766, por
recomendación de Diderot. Allí realizó su obra más importante, la estatua ecuestre
del zar Pedro el Grande, conocida como el «Caballero de Bronce», que tardó doce
años en terminar con la ayuda de su alumna e hijastra Marie-Anne Collot. En
1788 regresó triunfal a París y fue nombrado director de la Academia de Bellas
Artes, poco antes de que comenzase la Revolución Francesa.
Falconet murió en 1791. Los subsiguientes cambios
sociales finiquitaron el gusto rococó, por considerarlo frívolo y
aristocrático, e impusieron otros planteamientos estéticos diametralmente
opuestos. Pero todavía nos queda esa mirada pícara de Cupido.
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