Seguimos revisando las notas del Viaje a Italia de Goethe para descubrir
cómo, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, los protagonistas del Grand Tour se interesaron por una gran
variedad de aspectos intelectuales. Por supuesto que la motivación principal de
aquel viaje iniciático era de carácter cultural y tenía como objetivo habitual,
por un lado, el descubrimiento de la antigüedad clásica a través de los
vestigios grecorromanos, y por otro, la educación estética mediante el estudio
de las obras maestras del arte del Renacimiento. Pero el periplo daba mucho de
sí y también permitía la observación sistemática de los diversos tipos de paisajes
que se encontraban a su paso. En palabras del propio Goethe «así nos vemos
incitados tanto por los fenómenos naturales como por los históricos».
El destino predilecto de aquellos jóvenes
nobles y burgueses que se aprestaban a realizar el Grand Tour fue, sobre todo, Roma, aunque también Venecia,
Florencia y Nápoles. En este último caso se añadía además un innegable
atractivo aventurero, relacionado con el volcán Vesubio y la histórica
destrucción de Pompeya, en el año 79 d. C., de tal forma que la herencia cultural
y la potencia sobrecogedora de la naturaleza se combinaban a la perfección. El
escritor de Fausto no fue ajeno a
aquel atractivo y, desde Roma, se acercó a Nápoles en febrero de 1787. Es
curioso comprobar cómo Goethe puso más interés en escalar el Vesubio que en
visitar las ruinas de Pompeya, que le asombraron porque «su estrechez y
pequeñas dimensiones […] semejan más bien armarios de muñecas que edificios»;
esta percepción se debió probablemente a que las excavaciones arqueológicas se
hallaban aún poco avanzadas y no era posible hacerse una idea real de cómo era la ciudad romana. El Monte Vesubio, en cambio, se convirtió en un destino recurrente.
El volcán estuvo muy activo durante todo el siglo XVIII, dando lugar a numerosas erupciones. Una de ellas, producida apenas cinco años antes de la llegada del escritor alemán, en 1782, fue inmortalizada por el pintor francés Pierre-Jacques Volaire en este gran óleo sobre lienzo, de 129 x 260 cm, que se conserva en el Museo Nazionale di Capodimonte. La imagen muestra al fondo una espectacular columna de fuego envuelta en nubes de humo, que se recortan sobre el cielo nocturno. A la derecha se distinguen los barcos anclados en la bahía de Nápoles y, en primer plano, una apresurada hilera de personas y carruajes, que huye despavorida por el Ponte della Maddalena.
El volcán estuvo muy activo durante todo el siglo XVIII, dando lugar a numerosas erupciones. Una de ellas, producida apenas cinco años antes de la llegada del escritor alemán, en 1782, fue inmortalizada por el pintor francés Pierre-Jacques Volaire en este gran óleo sobre lienzo, de 129 x 260 cm, que se conserva en el Museo Nazionale di Capodimonte. La imagen muestra al fondo una espectacular columna de fuego envuelta en nubes de humo, que se recortan sobre el cielo nocturno. A la derecha se distinguen los barcos anclados en la bahía de Nápoles y, en primer plano, una apresurada hilera de personas y carruajes, que huye despavorida por el Ponte della Maddalena.
Goethe ascendió por primera vez al volcán el 2
de marzo de 1787. En su diario lo describe en calma, aunque «siempre humeante».
Tuvo que interrumpir su ascensión antes de alcanzar el cráter, porque el vapor
se hizo tan espeso que apenas le permitía ver sus propios zapatos y temió
perder la senda del guía. Su relato permite vislumbrar la emoción por explorar
lo desconocido y el riesgo por enfrentarse a la fuerza sobrecogedora de la
naturaleza. Además, incluye una serie de apreciaciones geológicas muy
interesantes, fundamentadas en los primeros conocimientos científicos adquiridos
sobre este campo en el contexto de la Ilustración:
«He descubierto un
fenómeno que se me antojó muy notable y que me propongo estudiar más a fondo
después de que haya recogido información entre entendidos y coleccionistas. Se
trata de un revestimiento, con aspecto de estalactita, de una chimenea
volcánica que antiguamente estaba cerrada en forma de bóveda, pero que ahora
está abierta y sobresale del viejo cráter, hoy lleno. Esta roca sólida,
grisácea, en forma de gota que debe de haberse formado por la sublimación de
las más finas emanaciones volcánicas, sin intervención de la humedad y sin
fusión, dará motivo a futuras reflexiones.»
A pesar del peligro, Goethe no
renunció a su deseo de ampliar sus conocimientos vulcanológicos. El 6 de marzo de 1787 regresó al Vesubio junto con su
amigo el pintor Tischbein y entonces logró alcanzar la cumbre. La narración de esa
experiencia en su diario de viaje es un espléndido ejemplo de cómo el
Romanticismo pretendió plasmar la grandeza inefable de la naturaleza, maravillosa
y tumultuosa al mismo tiempo, y profundamente conectada con los sentimientos de
los protagonistas:
«Así fuimos rodeando el
cono, que ruge sin cesar mientras escupe piedras y cenizas. Siempre que hemos
podido mantenernos a una distancia conveniente, el espectáculo se nos ha
ofrecido grande y sublime. Primero, un poderoso trueno, que resonaba de la más
profunda sima; enseguida piedras miles, grandes y pequeñas arrojadas al aire,
envueltas en nubes de ceniza. La mayor parte de las rocas caía de nuevo en el
abismo. Las otras, lanzadas hacia un lado, precipitándose por la parte exterior
del cono, producían un ruido peculiar […] no tardaron en caer muchas piedras a
nuestro alrededor, lo que hacía poco grata nuestra estancia en el lugar.
Tischbein se sentía cada vez más a disgusto en la montaña, dado que este
monstruo, no contento con su fealdad, quería también ser peligroso.
Pero como quiera que el
peligro siempre tiene algo de atractivo y aviva en los hombres el espíritu de
contradicción, impulsándolos a desafiarlo, pensé yo que me sería posible
ascender por la ladera del volcán y retirarme en el intervalo entre dos
erupciones [...]
Nos encontramos al
borde de las descomunales fauces: un viento suave alejaba el humo pero a su vez
ocultaba el abismo, de cuyas grietas iba saliendo. De vez en cuando, a través
de un claro en medio de la humareda, divisábamos la quebrada sima […] nos encontrábamos
en un escarpado delante del espantoso abismo cuando resonó el trueno, la
espantosa carga pasó volando a nuestro lado y nos agachamos de manera
instintiva, como si esa reacción hubiera podido salvarnos de las masas
desplomadas; las piedras chocaron entre sí, y nosotros, sin pensar en que
disponíamos de una nueva pausa, alegres de haber superado el peligro, llegamos
al pie del cono al mismo tiempo que la ceniza, sombrero y espaldas bien
cubiertos de ella.»
Tres días después, el 9 de marzo, Goethe
relató que la cima del volcán aún no se había despejado y que por las noches
había estado llameando, lo que hacía pensar en una inminente erupción de grandes proporciones. Por
fin, el 20 de marzo, el Vesubio explotó y allí se dirigió sin dudarlo nuestro
escritor. Acompañado de un guía local, se acercó hasta los regueros de lava,
que describió con la minuciosidad de un verdadero geólogo:
«Por mucho que haya
oído hablar mil veces de una cosa, lo que esta tiene de particular solo se hace
sensible contemplándola de cerca. El río de lava era estrecho, tal vez no
tuviera más de diez pies de anchura, pero la manera de correr a lo largo de
aquella suave pendiente era ciertamente singular; durante su avance, se enfría
por los lados y la superficie, y de resultas se origina un canal. Este se eleva
sin cesar, porque los materiales fundidos se endurecen aunque debajo fluye un
torrente de fuego, el cual arroja a ambos lados las escorias que flotan sobre
la superficie, formándose así, poco a poco, un terraplén que sirve de lecho al
río de fuego que discurre tranquilo como el canal de un molino. Mientras
caminábamos junto a este parapeto moderadamente elevado, las escorias rodaban
con regularidad hasta nuestros pies […]
Mi deseo era aproximarme
al lugar de la montaña de donde emana esa masa; según me había asegurado mi
guía, allí formaba un techo abovedado sobre el cual él había estado a menudo. A
fin de observar y experimentar también este fenómeno, volvimos a subir, esta
vez por detrás, para llegar a aquel punto [...] Conseguimos situarnos sobre la
bóveda endurecida, torneada como metal fundido, pero esta se extendía tanto
ante nosotros que nos impedía ver salir la lava. Intentamos dar algunos pasos
más, pero el suelo ardía cada vez más, una humareda de la que era imposible
defenderse se arremolinaba asfixiante y oscurecía el sol. El guía que me había
precedido volvió rápidamente sobre sus pasos, me agarró y huimos de aquel
hervidero infernal.»
La pintura que cierra la entrada
de hoy podría ser una representación bastante aproximada del espectáculo que
presenció Goethe, aunque está fechada unos años antes y corresponde a otra
erupción, la de 1774. Es una obra del artista alemán Jacob Philipp Hackert, de 61
x 87 cm, procedente de una colección particular. La incluimos no sólo por su
proximidad en el tiempo sino también porque Hackert y Goethe se conocieron
precisamente en Nápoles y se profesaron amistad y admiración mutua. En la imagen se
distingue con claridad a un grupo de excursionistas adinerados y a sus guías
y criados asomándose al río de lava que discurre por la falda del volcán. La
pintura, la literatura y la ciencia van de la mano para dar fe de aquel
acontecimiento extraordinario y de unos hombres que antepusieron su afán por saber
a su propia seguridad personal. Al fin y al cabo, no eran simples turistas sino viajeros ilustrados.