martes, 27 de diciembre de 2016

ERUPCIÓN DEL VESUBIO

Seguimos revisando las notas del Viaje a Italia de Goethe para descubrir cómo, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, los protagonistas del Grand Tour se interesaron por una gran variedad de aspectos intelectuales. Por supuesto que la motivación principal de aquel viaje iniciático era de carácter cultural y tenía como objetivo habitual, por un lado, el descubrimiento de la antigüedad clásica a través de los vestigios grecorromanos, y por otro, la educación estética mediante el estudio de las obras maestras del arte del Renacimiento. Pero el periplo daba mucho de sí y también permitía la observación sistemática de los diversos tipos de paisajes que se encontraban a su paso. En palabras del propio Goethe «así nos vemos incitados tanto por los fenómenos naturales como por los históricos».
El destino predilecto de aquellos jóvenes nobles y burgueses que se aprestaban a realizar el Grand Tour fue, sobre todo, Roma, aunque también Venecia, Florencia y Nápoles. En este último caso se añadía además un innegable atractivo aventurero, relacionado con el volcán Vesubio y la histórica destrucción de Pompeya, en el año 79 d. C., de tal forma que la herencia cultural y la potencia sobrecogedora de la naturaleza se combinaban a la perfección. El escritor de Fausto no fue ajeno a aquel atractivo y, desde Roma, se acercó a Nápoles en febrero de 1787. Es curioso comprobar cómo Goethe puso más interés en escalar el Vesubio que en visitar las ruinas de Pompeya, que le asombraron porque «su estrechez y pequeñas dimensiones […] semejan más bien armarios de muñecas que edificios»; esta percepción se debió probablemente a que las excavaciones arqueológicas se hallaban aún poco avanzadas y no era posible hacerse una idea real de cómo era la ciudad romana. El Monte Vesubio, en cambio, se convirtió en un destino recurrente.
El volcán estuvo muy activo durante todo el siglo XVIII, dando lugar a numerosas erupciones. Una de ellas, producida apenas cinco años antes de la llegada del escritor alemán, en 1782, fue inmortalizada por el pintor francés Pierre-Jacques Volaire en este gran óleo sobre lienzo, de 129 x 260 cm, que se conserva en el Museo Nazionale di Capodimonte. La imagen muestra al fondo una espectacular columna de fuego envuelta en nubes de humo, que se recortan sobre el cielo nocturno. A la derecha se distinguen los barcos anclados en la bahía de Nápoles y, en primer plano, una apresurada hilera de personas y carruajes, que huye despavorida por el Ponte della Maddalena.


Goethe ascendió por primera vez al volcán el 2 de marzo de 1787. En su diario lo describe en calma, aunque «siempre humeante». Tuvo que interrumpir su ascensión antes de alcanzar el cráter, porque el vapor se hizo tan espeso que apenas le permitía ver sus propios zapatos y temió perder la senda del guía. Su relato permite vislumbrar la emoción por explorar lo desconocido y el riesgo por enfrentarse a la fuerza sobrecogedora de la naturaleza. Además, incluye una serie de apreciaciones geológicas muy interesantes, fundamentadas en los primeros conocimientos científicos adquiridos sobre este campo en el contexto de la Ilustración:

«He descubierto un fenómeno que se me antojó muy notable y que me propongo estudiar más a fondo después de que haya recogido información entre entendidos y coleccionistas. Se trata de un revestimiento, con aspecto de estalactita, de una chimenea volcánica que antiguamente estaba cerrada en forma de bóveda, pero que ahora está abierta y sobresale del viejo cráter, hoy lleno. Esta roca sólida, grisácea, en forma de gota que debe de haberse formado por la sublimación de las más finas emanaciones volcánicas, sin intervención de la humedad y sin fusión, dará motivo a futuras reflexiones.»

A pesar del peligro, Goethe no renunció a su deseo de ampliar sus conocimientos vulcanológicos. El 6 de marzo de 1787 regresó al Vesubio junto con su amigo el pintor Tischbein y entonces logró alcanzar la cumbre. La narración de esa experiencia en su diario de viaje es un espléndido ejemplo de cómo el Romanticismo pretendió plasmar la grandeza inefable de la naturaleza, maravillosa y tumultuosa al mismo tiempo, y profundamente conectada con los sentimientos de los protagonistas:

«Así fuimos rodeando el cono, que ruge sin cesar mientras escupe piedras y cenizas. Siempre que hemos podido mantenernos a una distancia conveniente, el espectáculo se nos ha ofrecido grande y sublime. Primero, un poderoso trueno, que resonaba de la más profunda sima; enseguida piedras miles, grandes y pequeñas arrojadas al aire, envueltas en nubes de ceniza. La mayor parte de las rocas caía de nuevo en el abismo. Las otras, lanzadas hacia un lado, precipitándose por la parte exterior del cono, producían un ruido peculiar […] no tardaron en caer muchas piedras a nuestro alrededor, lo que hacía poco grata nuestra estancia en el lugar. Tischbein se sentía cada vez más a disgusto en la montaña, dado que este monstruo, no contento con su fealdad, quería también ser peligroso.
Pero como quiera que el peligro siempre tiene algo de atractivo y aviva en los hombres el espíritu de contradicción, impulsándolos a desafiarlo, pensé yo que me sería posible ascender por la ladera del volcán y retirarme en el intervalo entre dos erupciones [...]
Nos encontramos al borde de las descomunales fauces: un viento suave alejaba el humo pero a su vez ocultaba el abismo, de cuyas grietas iba saliendo. De vez en cuando, a través de un claro en medio de la humareda, divisábamos la quebrada sima […] nos encontrábamos en un escarpado delante del espantoso abismo cuando resonó el trueno, la espantosa carga pasó volando a nuestro lado y nos agachamos de manera instintiva, como si esa reacción hubiera podido salvarnos de las masas desplomadas; las piedras chocaron entre sí, y nosotros, sin pensar en que disponíamos de una nueva pausa, alegres de haber superado el peligro, llegamos al pie del cono al mismo tiempo que la ceniza, sombrero y espaldas bien cubiertos de ella.»

Tres días después, el 9 de marzo, Goethe relató que la cima del volcán aún no se había despejado y que por las noches había estado llameando, lo que hacía pensar en una inminente erupción de grandes proporciones. Por fin, el 20 de marzo, el Vesubio explotó y allí se dirigió sin dudarlo nuestro escritor. Acompañado de un guía local, se acercó hasta los regueros de lava, que describió con la minuciosidad de un verdadero geólogo:

«Por mucho que haya oído hablar mil veces de una cosa, lo que esta tiene de particular solo se hace sensible contemplándola de cerca. El río de lava era estrecho, tal vez no tuviera más de diez pies de anchura, pero la manera de correr a lo largo de aquella suave pendiente era ciertamente singular; durante su avance, se enfría por los lados y la superficie, y de resultas se origina un canal. Este se eleva sin cesar, porque los materiales fundidos se endurecen aunque debajo fluye un torrente de fuego, el cual arroja a ambos lados las escorias que flotan sobre la superficie, formándose así, poco a poco, un terraplén que sirve de lecho al río de fuego que discurre tranquilo como el canal de un molino. Mientras caminábamos junto a este parapeto moderadamente elevado, las escorias rodaban con regularidad hasta nuestros pies […]
Mi deseo era aproximarme al lugar de la montaña de donde emana esa masa; según me había asegurado mi guía, allí formaba un techo abovedado sobre el cual él había estado a menudo. A fin de observar y experimentar también este fenómeno, volvimos a subir, esta vez por detrás, para llegar a aquel punto [...] Conseguimos situarnos sobre la bóveda endurecida, torneada como metal fundido, pero esta se extendía tanto ante nosotros que nos impedía ver salir la lava. Intentamos dar algunos pasos más, pero el suelo ardía cada vez más, una humareda de la que era imposible defenderse se arremolinaba asfixiante y oscurecía el sol. El guía que me había precedido volvió rápidamente sobre sus pasos, me agarró y huimos de aquel hervidero infernal.»


La pintura que cierra la entrada de hoy podría ser una representación bastante aproximada del espectáculo que presenció Goethe, aunque está fechada unos años antes y corresponde a otra erupción, la de 1774. Es una obra del artista alemán Jacob Philipp Hackert, de 61 x 87 cm, procedente de una colección particular. La incluimos no sólo por su proximidad en el tiempo sino también porque Hackert y Goethe se conocieron precisamente en Nápoles y se profesaron amistad y admiración mutua. En la imagen se distingue con claridad a un grupo de excursionistas adinerados y a sus guías y criados asomándose al río de lava que discurre por la falda del volcán. La pintura, la literatura y la ciencia van de la mano para dar fe de aquel acontecimiento extraordinario y de unos hombres que antepusieron su afán por saber a su propia seguridad personal. Al fin y al cabo, no eran simples turistas sino viajeros ilustrados.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

GOETHE EN LA CAMPIÑA ROMANA

Esta imagen del escritor Johann Wolfgang von Goethe es un óleo sobre lienzo de 164 x 206 pintado en 1787 por el artista alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein. Conservado inicialmente en colecciones privadas, un siglo más tarde fue incorporado al Städel Museum de Frankfurt y hoy es una de las pinturas más conocidas de Alemania, no sólo porque es un retrato fidedigno de Goethe, sino porque constituye una de las representaciones más paradigmáticas del movimiento romántico.


El cuadro representa al famoso autor de Fausto de cuerpo entero, reclinado sobre unas ruinas y rodeado por varios objetos arqueológicos, como son un relieve y un capitel clásicos que están parcialmente cubiertos por la vegetación. Su actitud es relajada, a la vez que solemne, y su mirada se dirige pensativa hacia un punto indeterminado fuera del marco, a la derecha. Detrás suyo se extiende la llanura romana por la que discurre la Via Appia, cerrada por suaves colinas al fondo y salpicada aquí y allá de construcciones pintorescas, como un castello circular, varias casas y lo que parece ser un templo antiguo con columnas. Las referencias al mundo clásico con evidentes, tanto por las ruinas arqueológicas como por la propia vestimenta del escritor, que cubre su atuendo de viajero del siglo XVIII con una suerte de túnica blanca similar a la de los antiguos romanos.
Como era habitual entre la nobleza y la alta burguesía de la época, Goethe realizó un Grand Tour a Italia, impulsado por el deseo de conocer la cuna del arte universal. Este tour era un viaje que tenía por una parte una finalidad de exploración geográfica y aprendizaje cultural, y por otra un carácter de rito iniciático que había que pasar antes de alcanzar la madurez. Goethe partió de Karlsbad en septiembre de 1786 con un nombre falso, para evitar ser reconocido como el autor de la novela romántica Las desventuras del joven Werther (1774), que por entonces se había convertido en un auténtico best-seller. A su llegada a Roma se encontró con el pintor Tischbein, con quien se había carteado previamente. Tischbein le trató con mucha cordialidad y le sirvió de cicerone, ayudándole a descubrir los monumentos y los escenarios más hermosos de la Ciudad Eterna y de su entorno. Juntos realizaron numerosas visitas al Vaticano, al foro romano y a varias iglesias donde eran recibidos como dos extranjeros ilustrados, deseosos de contemplar las glorias de la antigua Roma. También hicieron breves excursiones por los alrededores para explorar las ruinas de la Vía Appia, la Pirámide Cestia y otros vestigios arqueológicos. Así lo contó el propio Goethe en su diario de viaje, con fecha 11 de noviembre de 1786:

«Hoy he visitado la gruta de Egeria, después el circo de Caracalla, las tumbas derruidas a lo largo de la Via Appia y la tumba de Metella, esta sí, una construcción sólida. Aquellos hombres trabajaban para la eternidad, todo se había previsto, menos la demencia aniquiladora de ciertas personas, a la cual nada resiste.»

El tema de la ruina fue recurrente en el arte y en la literatura romántica. Se enmarca dentro de una concepción nostálgica y profundamente devota del pasado histórico. El pasado, en especial la antigüedad clásica, siempre aparece sobrevalorado como ejemplo superior de la excelencia humana, imposible de comprender ni emular. Más adelante, en la misma entrada del diario, Goethe añadía lo siguiente sobre el Coliseo:

«Por la tarde nos llegamos al Coliseo, empezaba a oscurecer. Cuando lo contemplas, todo lo demás te parece pequeño, es tan grande que su imagen no te cabe en el alma; lo recuerdas como si sus proporciones fueran menores, y cuando vuelves de nuevo aparece más grande.»

A lo largo de su relación, Goethe apreció cada vez más la destreza artística de Tischbein, destacando sus dibujos de la Ciudad Eterna. Es interesante comprobar el paralelismo existente entre los bocetos de Tischbein y las notas del diario de Goethe; cuando el pintor representa ruinas, el escritor se lamenta de la destrucción voraz ocasionada por el paso del tiempo, que nos privó de aquellas maravillas. Los dos artistas compartieron, en fin, un sincero y apasionado interés por el estudio del arte y la arquitectura romanas. Desde ese punto de vista, hay que entender el retrato de Goethe como un meditado ejercicio de reflexión sobre lo aprendido en el Grand Tour. Volviendo al diario del escritor, el 7 de noviembre de 1786 podemos leer una serie de pensamientos que bien podrían ser los que invadían su mente durante aquel instante, en la campiña romana:

«Me tomo mucho tiempo para las cosas más notables, me limito a abrir los ojos y ver. Voy y vuelvo, puesto que solo en Roma puede uno prepararse para lo que es Roma […] Se encuentran vestigios de una magnificencia y de una destrucción inconcebibles. Lo que los bárbaros dejaron en pie, lo han demolido los arquitectos de la Roma moderna.
Cuando percibes una existencia con una antigüedad de más de dos mil años, transformada de formas tan diversas y de modo tan radical y, no obstante, continúas pisando el mismo suelo, contemplando la misma colina, incluso a menudo la misma columna y la misma muralla que hace tanto tiempo, y cuando descubres en el pueblo vestigios del antiguo carácter, te conviertes en testigo de las grandes decisiones del destino, y así al observador le resulta al principio dificultoso discernir cómo Roma sucede a Roma, no solamente la ciudad nueva a la antigua, sino también cómo suceden las diferentes épocas de la Roma antigua y de la moderna […]
Y esta inmensidad repercute en nosotros de la manera más tranquila cuando recorremos Roma de una punta a otra con el objeto de visitar los objetos o lugares más relevantes. Si en otras ciudades hay que buscar los objetos dignos de interés, en Roma estos nos acosan y saturan. Adonde quiera que vayas, se revelan paisajes de todo tipo: palacios y ruinas, jardines y terrenos incultos, espacios ilimitados y espacios cerrados, casitas, establos, arcos de triunfo y columnas, a menudo todo ello tan cerca de sí que podría dibujarse en una sola hoja.»

MÁS INFORMACIÓN:

sábado, 10 de diciembre de 2016

EL LIBRO DE LAS AVES

Estas misteriosas imágenes que parecen sacadas de un «Expediente X» son en realidad una serie de miniaturas medievales recogidas en el Libro de las aves («De Avibus» en el latín original), escrito por clérigo francés Hugo de Fouilloy. Este manuscrito es al mismo tiempo un análisis exegético de la Biblia y un tratado moral sobre el comportamiento de los pájaros. Esta última parte está fundamentada a través de numerosas referencias a las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, que era una de las principales enciclopedias de la Edad Media y un compendio de todo el saber heredado de la Antigüedad Clásica. En el prólogo, Hugo de Fouilloy explica que el libro fue concebido como un texto educativo para los monjes del monasterio de St. Nicholas-de-Regny, del cual era su prior. Por esa misma razón se estima que fue realizado entre 1132 y 1152.
Las increíbles miniaturas que ilustraron De Avibus se hicieron muy populares y, por medio de más de un centenar de copias y versiones, acabaron formando parte de los bestiarios o colecciones de animales más conocidas del Medievo. Muchas constituyen retratos más o menos fidedignos de pájaros, según se conocían en la época a partir de las descripciones recogidas en la Historia Natural de Plinio el Viejo, o De natura rerum de Rabano Mauro. En cambio, otras imágenes, como las que reproducimos aquí, recrean imaginativamente seres fantásticos de fisionomía imposible. Estos monstruos aparecieron por primera vez en la literatura griega clásica (Herodoto, Ctesias, Megástenes), se desarrollaron y consolidaron en los tratados filosóficos romanos y fueron finalmente recogidos por San Isidoro en el libro III de sus Etimologías. Obsérvese el paralelismo entre la descripción escrita y las miniaturas:

«Los cynoscéfalos deben su nombre a tener cabeza de perro; sus mismos ladridos ponen de manifiesto que se trata más de bestias que de hombres. Nacen en la India. También la India engendra cíclopes. Y se les denomina cíclopes porque ostentan un ojo en medio de la frente. Se los designa también con el nombre de agriophagîtai porque solo se alimentan con carne de fiera. Se cree que en Libia nacen los blemmyas, que presentan un tronco sin cabeza y que tienen en el pecho la boca y los ojos. Hay otros que, privados de cerviz, tienen los ojos en los hombros. Se ha escrito que en las lejanas tierras de Oriente hay razas cuyos rostros son monstruosos: unas no tienen nariz, presentando la superficie de la cara totalmente plana y sin rasgos; otras ostentan el labio inferior tan prominente que, cuando duermen, se cubren con él todo el rostro para preservarse de los ardores del sol; otras tienen la boca tan pequeña, que solamente pueden ingerir la comida sirviéndose del estrecho agujero de una caña de avena. Dicen que hay algunas que no poseen lengua y utilizan para comunicarse únicamente señas o gestos. Cuentan que en la Escitia viven los panotios, con orejas tan grandes que les cubren todo el cuerpo… Según dicen, en Etiopía viven los artabatitas, que caminan, como los animales, inclinados hacia el suelo; ninguno supera los cuarenta años. Los sátiros son hombrecillos de nariz ganchuda, cuernos en la frente y patas semejantes a las de las cabras. Dicen que en Etiopía existe el pueblo de los esciopodas, dotados de extraordinarias piernas y de velocidad extrema. En Libia habitan los antípodas, que tienen las plantas de los pies vueltas tras los talones y en ellas ocho dedos.»

Plinio el Viejo consideraba estos seres producto de la ingenuidad y el desorden de la naturaleza. Lo cierto es que en el mundo antiguo y medieval los conocimientos científicos y geográficos eran limitados, entre otras razones porque en gran parte no habían sido contrastados por la experiencia. Fuera de los ecosistemas conocidos del Mare Nostrum Mediterraneum, apenas había pequeñas nociones del resto del mundo. A medida que los europeos desarrollaron viajes de exploración, rutas caravaneras e intercambios comerciales con otros países de África y Asia, aumentó el conocimiento de otros lugares, pueblos y ecosistemas naturales. A pesar de estos avances, la ciencia y la geografía medieval todavía incluía numerosas imprecisiones, tanto en sus descripciones escritas como en sus representaciones visuales.
Muchas de estas imprecisiones no se debían a las lagunas científicas de la época sino a la añadidura de elementos fantásticos o sobrenaturales, producto del miedo a lo desconocido y de una imaginación acrecentada por los relatos maravillosos de los viajeros. A raíz del conocimiento parcial transmitido por aquellos pocos que se habían acercado a otras realidades, los hombres de la Europa medieval creyeron en la existencia real seres monstruosos, hombres deformes, tribus de caníbales o personajes mitológicos, como las amazonas. Esto se explica por la falta de referencias con las que comprender racionalmente determinados fenómenos, así como por sus diferencias con respecto al mundo conocido. El caso es que, consciente o inconscientemente, promovió una conciencia profundamente etnocentrista, según la cual lo europeo era lo único que podía ser cabalmente explicado y aceptado por las convenciones morales, sociales y religiosas de la época. Percepción que, lamentablemente, continúa hoy entre aquellas personas estrechas de miras que son incapaces de mirar más allá de sus prejuicios y adentrarse por el camino de la exploración científica.

martes, 22 de noviembre de 2016

EL HOMBRE LEÓN DE STADEL


Esta curiosa figura antropomorfa es una escultura de poco más de 30 cm de altura, realizada en marfil de mamut y datada entre 40.000 y 32.000 años de antigüedad, según los especialistas. La figura fue descubierta hecha pedazos en la cueva de Hohlenstein-Stadel, en el estado de Baden-Wurtemberg (Alemania), en el año 1939. Los arqueólogos Robert Wetzel y Otto Völzing no pudieron estudiarla entonces, debido al inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial, así que fue depositada sin más, en el museo de la ciudad de Ulm. La escultura cayó en el olvido hasta que fue redescubierta treinta años después, por Joachim Hahn, durante un inventario de las piezas del museo. Entonces fue ensamblada por primera vez y catalogada como un testimonio excepcional del arte y las creencias religiosas de la cultura Auriñaciense, enmarcada en el Paleolítico Superior.
En 1997 fue restaurada por Ute Wolf y Elisabeth Schmidt, y en 2012 terminó de reconstruirse con nuevos fragmentos encontrados en la misma cueva de Stadel por el arqueólogo Claus-Joachim Kind. La interpretación de la figura es compleja y se basa en analogías con otras representaciones simbólicas procedentes del mismo período. Tiene una relación evidente con las llamadas Venus y otras figurillas de pequeño tamaño fabricadas durante el Paleolítico Superior. También se han apuntado similitudes con algunas pinturas rupestres francesas, como las de la Cueva de Chauvet que muestran seres de aspecto híbrido, aunque su cronología no coincide.
El Hombre León de Stadel es una figura humana completamente erguida, con las piernas ligeramente separadas entre sí y los brazos colocados a ambos lados, a lo largo del cuerpo. Sobre el brazo izquierdo hay grabadas siete líneas horizontales paralelas, que pueden tener un efecto decorativo, pero probablemente también simbólico. La cabeza leonina es bastante realista, puesto que incluye una correcta representación del hocico y los ojos, además de dos pequeñas orejas en la parte superior. Los estudiosos discuten si se trata de un hombre o una mujer, debido a la existencia de una lámina triangular en la entrepierna y un pliegue del abdomen; la falta de melena no es tan significativa porque no suele aparecer en las representaciones de felinos prehistóricos. En todo caso, su género podría determinarse, más que por su apariencia formal, por el tipo de divinidad que pretende personificar (¿un espíritu guerrero o una fuerza generadora de vida?).
El Hombre León de Stadel ha sido recientemente comentado por Noah Y. Harari en su magnífico ensayo Sapiens. De animales a dioses (2015). Este autor ha señalado que la figura debió tener un papel significativo en el sistema de creencias ideado por los primeros Homo Sapiens de Europa. Desde su punto de vista, la capacidad imaginativa de crear un ser humano de aspecto híbrido con cabeza de león, que no existe en la realidad, demuestra el desarrollo de destrezas mentales de orden superior que deben ponerse en el contexto de una verdadera revolución cognitiva. Esta revolución cognitiva permitió a los Sapiens progresar en una línea de pensamiento simbólico, comunicación profunda y cooperación social mucho más avanzada que la de las especies precedentes de homo. La consecuencia de ello fue el origen del sentimiento religioso, de la mitología, de la estratificación social, del comercio y de la creación de complejas ficciones que empezaron a ser compartidas socialmente, dando origen en última instancia a las primeras sociedades protohistóricas.


MÁS INFORMACIÓN:
http://www.labrujulaverde.com/2016/06/el-hombre-leon-de-ulm-primera-escultura-prehistorica-teriomorfa-descubierta

https://paleorama.wordpress.com/2013/02/02/el-hallazgo-de-nuevas-piezas-retiran-al-hombre-leon-de-ulm-de-la-exposicion-del-museo-britanico/


sábado, 15 de octubre de 2016

LOS TAPICES DE PALAS ATENEA Y LA PAZ

La catedral de Sigüenza conserva dos espléndidas series de tapices flamencos, de ocho ejemplares cada una, datados en la década de 1660. La primera representa la historia de Rómulo y Remo, mientras que la segunda tiene como tema central la consecución de la Paz mediante la intervención de la diosa Palas Atenea. Un excelente estudio de la profesora M. García Calvo sirvió para darlos a conocer e interpretarlos adecuadamente, y una reciente restauración ha puesto en valor la serie de Palas Atenea, que hoy puede admirarse en una de las salas del claustro de la catedral seguntina, con motivo de una magna exposición titulada Atempora.
Publicamos aquí dos tapices de esta última serie, realizados en 1664 en el taller de Jean Le Clerc, en Bruselas, a expensas del obispo Andrés Bravo de Salamanca. Los tapices eran piezas habituales en las casas nobles y en las grandes iglesias, desde la Edad Media hasta el Barroco pleno. Cumplían una función decorativa y de protección contra el frío, pero además constituían una elocuente expresión de poder no sólo por los motivos alegóricos que mostraban, sino porque se trataba de objetos extremadamente caros que había que importar del extranjero. Según García Calvo, estos tapices de la catedral de Sigüenza tienen una iconografía de naturaleza política, porque pretenden enseñar al dirigente la necesidad de acabar con la guerra, la celebración de la paz y el buen gobierno de la sociedad.

La primera imagen lleva una cartela en el encabezado que dice PRAEMIVM ARMORUM («La recompensa de las armas»). Representa en el centro, sedente, a Palas Atenea vestida como una matrona romana y tocada con un yelmo. Atenea es la diosa de la sabiduría, protectora de las ciencias y defensora de la guerra justa, lo que justifica su papel protagonista no sólo en esta escena sino en toda la serie. Por encima de ella sobrevuelan dos figuras alegóricas aladas, que pueden reconocerse por sus atributos, según el Tratado de Iconología de Ripa. La primera es la Fama, que toca unas trompetas para anunciar el fin de la guerra, y la segunda es la Victoria, que porta en sus manos una palma y una corona de laurel.
Atenea está recompensando de forma diferente a dos personajes masculinos situados a ambos lados. Al de la izquierda, que aparece rodeado por un grupo de soldados de aspecto amenazante, le otorga una esfera de vidrio, símbolo de la fragilidad de lo logrado mediante la guerra. Al de la derecha, que se inclina en actitud respetuosa, le entrega una corona de oro. El auténtico vencedor, por tanto, es el segundo personaje: suya es la corona de oro y a él también se dirige la corona de laurel que lleva la figura de la Victoria; además, es cariñosamente abrazado por otra mujer vestida de blanco, que es una alegoría de la Paz. El mensaje, en resumen, es el siguiente: la gloria obtenida mediante la victoria en la guerra es voluble y frágil si se mantiene una actitud beligerante; la gestión de una paz duradera es la mayor virtud a la que debe aspirar el buen gobernante.

El segundo tapiz que reproducimos aquí se titula GLORIA MVSARVM PACE EXCITATARVM («La gloria de las Musas estimuladas por la Paz») y hace referencia a las Musas, hijas de Júpiter y Mnemosina, que influían positivamente en la inspiración artística y las actividades intelectuales. A diferencia del resto de los tapices de la serie, esta escena no está inspirada en la Iconología de Cesare Ripa sino en las Metamorfosis de Ovidio. Según este texto, las nueve Musas estaban adormecidas en torno al dios Apolo hasta que la Paz llegó para despertarlas bajo la atenta mirada de Palas Atenea.
En efecto, por la derecha de la imagen aparece Palas Atenea, ataviada con un yelmo, una lanza y un escudo con la Gorgona, junto a la Paz, vestida de blanco y con una rama de olivo en la mano. La Paz despierta en primer lugar a Talía, la musa de la comedia, a la que se identifica por las máscaras de teatro depositadas a sus pies. Se encuentra a continuación Euterpe, que es la musa de la música, como prueba la flauta sobre la que se apoya dormida. En el extremo izquierdo, de espaldas, está la musa de la historia, Clío, que se acompaña de una trompeta y señala con un dedo la escena central, mientras con el otro indica un libro en el que habrá de registrarse lo que está sucediendo. Detrás suyo todavía descansa Terpsícore, musa de la danza, quien sostiene en silencio una lira. Arriba se distingue a Erato, musa de la poesía lírica, que toca un laúd, y a Calíope, musa de la poesía épica, a cuyos pies se encuentra una corona incrustada de joyas. Sigue después Apolo, dios protector de la música y las artes, identificado como un joven apuesto semidesnudo, que tañe una lira. Alrededor suyo pueden reconocerse a otras tres divinidades: Urania, musa de la astronomía, que lleva una esfera en la mano; Melpómene, musa de la tragedia, representada con el rostro triste; y Polimnia, musa de la lírica sagrada, que está recostada sobre un árbol en actitud meditabunda.
El significado de esta escena es que las artes sólo pueden florecer y desarrollarse en tiempos de paz, y que deben ser adecuadamente protegidas y promovidas por los gobernantes. Este mensaje está muy relacionado con el de otro tapiz de la serie, que representa cómo los ritos religiosos son también restaurados por medio de la paz. En general, el programa iconográfico de todo el conjunto enfatiza la idea de que el descanso de las armas y el gobierno justo propician la concordia, la abundancia, el progreso de las artes y las ciencias, y la prosperidad de toda la sociedad. Algo muy necesario no sólo en la época en que se confeccionaron estos maravillosos paños, sino también en los tiempos actuales.

lunes, 15 de agosto de 2016

LA VISIÓN DE SAN FRANCISCO

En uno de los altares laterales de la capilla del Hospital de Mujeres de Cádiz se conserva una obra de arte de singular rareza para la ciudad: un gran cuadro firmado por El Greco hacia 1601, que representa una visión mística de San Francisco de Asís. En verdad resulta extraño encontrar una pintura del artista cretense en estas latitudes, porque la mayor parte de sus obras se concentran en la zona de Madrid y Toledo, con la excepción de aquellas que por diversas razones fueron dispersadas y acabaron en algunos de los museos más importantes del mundo. No obstante, los documentos históricos nos proporcionan una adecuada explicación sobre este particular, que trataremos de resumir aquí.
Primeramente, debemos conocer los pormenores de la institución en la que encuentra el cuadro. El Hospital de Nuestra Señora del Carmen fue una fundación piadosa del año 1736, promovida por el obispo de Cádiz D. Lorenzo Armengual de la Mota, su hermana la Marquesa de Campo Alegre y el Canónigo Cayetano de Vera, quienes compraron el solar y encargaron la construcción al maestro mayor Pedro Luis Gutiérrez de San Martín. Este último fue el creador de un estupendo edificio barroco con una fachada ricamente decorada, dos patios interiores articulados por grandes arquerías de medio punto, una escalera imperial de seis tramos dobles y una capilla de planta de salón ornamentada con molduras de yeso y rocallas, además de numerosos retablos, pinturas y esculturas. El hospital fue oficialmente inaugurado en 1749 y proporcionó asistencia médica ininterrumpida a las mujeres pobres de Cádiz hasta que tuvo que clausurarse en 1963, por falta de medios. Desde entonces funciona como sede del obispado y alberga los servicios sociales de Caritas, pudiendo visitarse la capilla en horario turístico.
La existencia del cuadro de El Greco se debe indirectamente al ya mencionado obispo Armengual, que fue quien lo adquirió durante sus años vividos en la Corte de Madrid. Inicialmente lo conservó en su palacio de Chiclana de la Frontera, pero a su muerte pasó en herencia a su sobrino D. Bruno Verdugo, Marqués de Campo Alegre, quien lo donó a la capilla en 1747. Es el mayor tesoro del conjunto y una de las mejores obras de Doménikos Theotokópoulos, recientemente revalorizada por su inclusión en la exposición El Greco: Arte y Oficio (2014) y un análisis pormenorizado llevado a cabo por técnicos del Museo del Prado.
La imagen muestra a San Francisco vestido con el hábito de su orden y orando arrodillado, con la mirada dirigida al cielo. La luz proviene de la esquina superior derecha, donde unos rayos sobrenaturales se asoman entre las nubes e iluminan directamente el cuerpo del santo. A sus pies, otro fraile franciscano se cae de espaldas en un forzado escorzo; es el hermano León, que asiste a la escena extasiado mientras señala el haz de luz, dando fe del milagro. El tema representado es la denominada «Visión de la Antorcha», que le ocurrió a San Francisco en el Monte Alvernia, como paso previo a su estigmatización. Por eso el santo abre las palmas de las manos y enseña las llagas de la crucifixión de Cristo, como símbolo de su completa aceptación de la voluntad divina. Desde otra perspectiva, es Dios el que ha escogido con su luz a este hombre sencillo, retratado como un humilde siervo con el traje remendado por varios sitios y un basto cordón a modo de cinturón.
La composición es una de las más originales de El Greco, de cuyo taller salieron más de cien obras (unas veinticinco de su propia mano) dedicadas a San Francisco. La referencia al paisaje es mínima y las figuras se recortan sobre un fondo neutro, del que apenas se reconocen las ramas de un árbol en la esquina superior izquierda. Una diagonal conecta el foco de luz principal con la cabeza del santo y su brazo derecho, enfatizando la experiencia mística del personaje, manifestada mediante el artificio manierista de alargar su figura. Toda esta espiritualidad queda a su vez contrapesada por la muy humana caída de espaldas del hermano León. A nivel cromático, es absolutamente magistral la aplicación de una infinita cantidad de matices de la escala de grises, que generan fuertes contrastes de luces y sombras, anticipando el tenebrismo. Es extraordinaria la capacidad expresiva demostrada por el pintor con tan escasa variedad de colores. En otro orden de cosas, merece destacarse el realismo de ciertos detalles, como el papel del suelo con la firma de El Greco, el cordón franciscano, los pliegues del hábito o la mirada de San Francisco. 
En resumen, una obra maestra excepcional cuya iconografía debió tener una importante aceptación en su momento, como prueba el hecho de que se conserva otra versión con pequeñas variantes en el Museo Cerralbo de Madrid. Este segundo cuadro, del que adjuntamos imagen junto a estas líneas, está fechado igualmente en el período de 1600-1605, tiene unas medidas muy similares, de 194 x 150 cm, y está firmado de la misma forma "domenicos teotocopulos epoiei" en caracteres griegos.

MÁS INFORMACIÓN:

lunes, 8 de agosto de 2016

EL CERVATILLO DE MEDINA AZAHARA

Madinat al-Zahra fue un fastuoso complejo áulico que sirvió como residencia del califa, expresión simbólica de su poder y sede de la corte de los Omeyas durante el siglo X. Fue fundado por Abd al-Rahman III en el año 936 sobre tres grandes terrazas escalonadas, al pie de Sierra Morena, a unos seis kilómetros de la ciudad de Córdoba. Contaba con un alcázar defensivo, un pórtico monumental, una mezquita, varios edificios de planta basilical, estancias nobles, un salón del trono, jardines y numerosas dependencias administrativas y de servicio. A este conjunto hay que sumarle una amplia red de infraestructuras viarias e hidráulicas que conectaban el palacio con su entorno y hacían posible su abastecimiento.
La construcción de todo esto avanzó muy rápidamente, durante los reinados de Abd al-Rahman III y Al-Hakam II, aunque apenas un siglo después Medina Azahara fue destruida y abandonada, como consecuencia de las guerras civiles que asolaron el Califato de Córdoba. Redescubierta en el siglo XIX y excavada sistemáticamente a partir de 1911, hoy es uno de los lugares de visita obligada para comprender y valorar en su justa medida la magnificencia del legado cultural de al-Andalus.
Entre las piezas más singulares rescatadas de este conjunto arqueológico, se encuentra un cervatillo de bronce que pertenece a los fondos del Museo Arqueológico de Córdoba pero ha sido incluido en la exposición permanente del nuevo centro de interpretación de Medina Azahara, inaugurado en 2009. Realizada en la segunda mitad del siglo X, mide 61,6 cm de altura máxima y está profusamente decorado por todo el cuerpo con roleos grabados que encierran flores, mientras que en el pecho ostenta un elaborado rosetón. La finalidad de esta escultura era ornamental pero también funcional: era un surtidor de una fuente. El cilindro de la base y la peana son huecos, lo que permite el paso del agua hacia las patas y el cuello, hasta hacerla manar por la boca. El estado de conservación de la figura es excelente, aunque le faltan las astas, de las que sólo se aprecian los orificios donde se ajustaban. Por su calidad y preciosismo, se trata de un testimonio excepcional de la metalistería suntuaria producida en los talleres reales de Medina Azahara. Otras esculturas de bronce de la misma procedencia y factura similar son la cierva del Museo Arqueológico Nacional (la segunda imagen reproducida aquí) y otra conservada en el Museo Nacional de Qatar, que fue recientemente publicada en el catálogo de la exposición El esplendor de los Omeyas cordobeses (2001).
La utilización de animales como motivo artístico en al-Andalus fue más habitual de lo que se piensa. En época califal aparecen tanto en piezas de orfebrería como en cerámicas, relieves, capiteles, etc. localizados en espacios públicos y privados por igual. También se da en períodos posteriores, como el famoso ejemplo de la Fuente de los Leones en la Alhambra. La explicación debe buscarse en un refinado gusto por el lujo, una fuerte influencia de la cultura oriental y una evidente liberalización de los preceptos religiosos del Islam, que en España se vivieron de manera mucho más laxa que en otras zonas del mundo árabe.
Es cierto que la interpretación más rigorista del Islam prohíbe la representación artística de seres vivos que tengan alma (personas y animales), por considerarse un intento de imitar el acto creador de Alá, que es el único con verdadero poder de creación. Tampoco se permiten las imágenes de Alá o del profeta Mahoma porque pueden inducir a la idolatría, ni las figuras que tienen como objetivo glorificar a un personaje porque suponen un acto de ostentación inadecuado para un hombre mortal. Pero algunos sabios y juristas musulmanes admiten excepciones a la norma, sobre todo entre los suníes. Así, por ejemplo, se pueden producir, adquirir o guardar imágenes que representen seres animados de pequeño tamaño o que estén colocadas en un lugar donde no se le preste especial importancia (sobre una alfombra, en un rincón, etc.), evitando en todo caso su veneración. Los documentos históricos y los restos arqueológicos prueban cómo en al-Andalus se optó repetidamente por sortear la prohibición religiosa y potenciar una extraordinaria creatividad artística mediante las más diversas estratagemas.


jueves, 4 de agosto de 2016

EL AURIGA DE DELFOS

Se trata de una escultura en bronce de 180 cm de altura, que representa a un corredor de un carro de caballos, y que fue encontrado en el antiguo santuario griego de Delfos, en el transcurso de unas excavaciones practicadas en 1896. Las referencias históricas, y la contextualización arqueológica del hallazgo, permitieron identificar al personaje con Polyzelos de Gela y datar la obra en torno al 474 a. C. Resulta que aquel año, este tirano de Sicilia venció en la carrera de cuadrigas de los Juegos Píticos, que se celebraban precisamente en Delfos.
De acuerdo con el mito, los Juegos Píticos habían sido fundados por el dios Apolo como un concurso poético, musical y atlético para apaciguar a la serpiente Pitón. Personas de todo el mundo griego competían cada cuatro años para lograr la victoria y obtener como premio una corona de laurel. El Auriga de Delfos, por tanto, tiene un carácter conmemorativo de la hazaña que supuso para Polyzelos vencer a otros hombres en los juegos, y también es un monumento para la exaltación política personal, pero a la vez constituye un exvoto u ofrenda a Apolo en señal de agradecimiento. En cuanto a su autoría, se ha pensado en un artista de la Magna Grecia (Sur de Italia y Sicilia), sugiriéndose el nombre de Pithagoras de Reggio.
Los fragmentos de otras piezas encontradas junto a la figura principal han llevado a concluir que el auriga formaba parte de un grupo más amplio, del que sólo perviven algunas patas de un total de cuatro o seis caballos y un mozo de cuadra que estaría colocado delante ellos. La adecuada puesta en escena que el Museo Arqueológico de Delfos ha realizado del conjunto ayuda a su correcta interpretación, que en ocasiones ha sido imprecisa porque se ha mirado la escultura como si fuera una obra totalmente exenta. Las reproducciones parciales publicadas en enciclopedias y libros de texto han contribuido a forjar esta imagen distorsionada y alejada de la realidad histórico-artística. La fotografía que incluimos al final de esta entrada pretende explicar mejor la obra en relación al conjunto.
Formalmente, el auriga está fundido en varias piezas separadas que luego fueron soldadas para formar el conjunto, tal y como era habitual en los grupos que incluían varias figuras. Viste una túnica larga que tiene un carácter más ceremonial que deportivo, lo que se justifica por el trasfondo religioso de los Juegos Píticos. Los pliegues que marcan verticalmente la túnica, y los que ondean suavemente sobre el cinturón, son seguramente lo mejor de la capacidad escultórica del artista. Pero lo más interesante es el rostro, perfectamente modelado y animado por la incorporación de otros materiales que le confieren mayor riqueza cromática: los ojos están coloreados con incrustaciones pétreas de color, la diadema conserva restos de plata y los labios están perfilados con cobre. Su expresión denota la tensión típica del arte griego entre el ethos (el valor moral) y el pathos (la emoción). Refleja una gran concentración, como preparándose para la carrera de cuádrigas que está a punto de comenzar, pero el gesto es contenido, no tiene ningún rictus; muestra al ser humano impasible ante su destino.
La escultura es de gran importancia por ser un excepcional testimonio de la transición estilística entre el periodo arcaico y el clásico, y además porque es una de las escasas obras originales en bronce que se conservan del mundo heleno. Por estas razones comparte protagonismo en la Historia del Arte griego con la figura de Poseidón procedente del cabo Artemisión. La actitud serena y la postura un tanto rígida son características del período arcaico, pero el tratamiento de los pliegues, la posición oblicua de los pies, la mínima torsión lateral del cuerpo y el brazo que sujeta las riendas de los caballos, anuncian el naturalismo clásico. Del rostro ha desaparecido la sonrisa típica del período arcaico, aunque desde luego la actitud corporal no es la de un auriga corriendo en un carro de caballos. Sin duda es una obra un tanto extraña, pero de gran interés. 

jueves, 28 de julio de 2016

SAN JERÓNIMO


La imagen que publicamos hoy es un detalle lateral de la fachada oeste de la Basílica de Santa María la Mayor, en Pontevedra. Es obra de los maestros Cornielis de Holanda y Juan Noble, quienes diseñaron toda la fachada por encargo del Gremio de Mareantes, que es la asociación de trabajadores de la mar más antigua de España. Datada en 1541, la construcción es de estilo renacentista con algunas influencias del Gótico Manuelino portugués, y está profusamente decorada con molduras, columnas, relieves y esculturas. Una de las figuras más populares de este monumento es esta escultura casi exenta de San Jerónimo, que forma pareja con la de San Gregorio Magno, situada al otro lado de la portada principal. La razón de que ambos estén conectados, desde el punto de vista compositivo e iconográfico, es porque fueron dos de los cuatro Doctores de la Iglesia Romana.
San Jerónimo de Estridón nació hacia el 340 en la región de Dalmacia, en la actual Croacia. De familia noble y letrada, estudió latín y griego en Roma con el gramático Elio Donato, y después en la Galia y en Tréveris, donde transcribió numerosos libros para su biblioteca. Arrepentido de los pecados de una vida disoluta, entre los años 353 y 358 vivió como un anacoreta penitente en el desierto, sin ningún contacto con el resto del mundo. Su virtud llegó a oídas del Papa Dámaso I, que le nombró su secretario particular y le encargó la traducción de las Sagradas Escrituras del griego y el hebreo al latín de uso común. Aunque fue ordenado sacerdote, la incomprensión y las envidias de la curia romana le llevaron a retirarse a un monasterio cerca de Belén, donde siguió trabajando en sus libros hasta que murió en el año 420. La traducción vulgata de la Biblia, escrita por San Jerónimo entre el 382 y el 405, se convirtió en una referencia fundamental para el mundo cristiano medieval, y se mantuvo sin variaciones hasta la implementación de los modernos análisis exegéticos del Humanismo renacentista. Por todo ello es considerado Padre de la Iglesia, uno de los eruditos más importantes de la Antigüedad, y el santo patrón de los traductores, bibliotecarios e intelectuales.
La escultura de San Jerónimo que se exhibe en la basílica de Pontevedra muestra los atributos característicos que le identifican, de acuerdo con su biografía y con algunos elementos añadidos por la literatura hagiográfica posterior. Va vestido de cardenal de la iglesia con un capelo o sombrero de ala ancha, que en realidad es fruto de una errónea interpretación medieval que supuso a Jerónimo esta dignidad por ser sacerdote y secretario del Papa, cuando en realidad sólo era sacerdote. Está sentado en un sillón y leyendo un libro apoyado en un atril, que hace referencia a su labor como erudito y traductor de la Biblia. El detalle de las lentes sobre los ojos para facilitarle la visión es seguramente lo más original y entrañable de la figura. Arriba a la izquierda se distingue una calavera y un crucifijo, que aluden a su penitencia en el desierto. La calavera invita a la reflexión sobre la muerte y sobre la vanidad de las cosas, lo que en último término conduce a la virtud, mientras que el crucifijo es un símbolo habitual entre los ascetas porque hace rememorar la Pasión de Cristo.
Por último, el león que se encarama a sus pies, se explica por un pasaje de la Leyenda Dorada, una colección de vidas de santos publicada en el siglo XIII, que recogió muchas historias apócrifas, milagros y anécdotas que la devoción popular creía a pies juntillas aunque, para ser sinceros, la mayoría eran pura ficción. Según estas historias, cuando Jerónimo estaba de retiro en Belén curó a un león que tenía una pata herida por una espina. A partir de ese momento, el león nunca se separó del santo, le ayudó y le protegió de cualquier amenaza. Para la mentalidad providencialista de la Edad Media, esta leyenda se convirtió en una metáfora de la fuerza bruta vencida por la piedad cristiana.

viernes, 8 de julio de 2016

EL ENIGMA DE HITLER

El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía tiene programada en estos meses una interesante exposición sobre las relaciones entre cultura y política durante el Primer Franquismo. Bajo el título Campo cerrado: Arte y poder en la posguerra española (1939-1953), se analiza con detalle el papel de las diversas formas de expresión artística como forma de propaganda política y vehículo de transmisión de los valores establecidos por la dictadura de Francisco Franco. Una de las piezas centrales de la exposición es este lienzo de 95 x 141 cm, que fue pintado por Salvador Dalí en 1939. Su sugerente título enlaza por un lado con las obsesiones particulares del artista de Figueras, y por otro, con el contexto histórico de la época en que fue realizado.
Para Dalí, Adolf Hitler se convirtió en un motivo artístico recurrente que aglutinaba los principales ideales del Surrealismo. En primer lugar, constituía una perfecta personificación de Maldoror, un arcángel del mal que lucha bajo diferentes formas contra Dios, según se narraba en la obra poética Los Cantos de Maldoror, escrita en 1869 por el Conde de Lautréamont, y difundida en el contexto de las vanguardias históricas por André Breton. En segundo lugar, Hitler dotó al nazismo alemán de una grandilocuencia y una iconografía visual, cuya potencia subyugó a Dalí hasta extremos insospechados. Años más tarde, en sus Confesiones inconfesables (1973) el pintor llegó a afirmar lo siguiente:

«Yo estaba fascinado por la espalda blanda y rolliza de Hitler, siempre tan bien fajada dentro de su uniforme. Cada vez que empezaba a pintar la correa de cuero que, partiendo de su cintura, pasaba al hombro opuesto, la blandura de aquella carne hitleriana, comprimida bajo la guerrera militar, suscitaba en mí tal estado de éxtasis gustativo, lechoso, nutritivo y wagneriano que hacía palpitar violentamente mi corazón, emoción tan rara en mí que ni siquiera me ocurría haciendo el amor... Además, yo consideraba a Hitler como un masoquista integral, poseído por la idea fija de desencadenar una guerra para perderla luego heroicamente.»

Dalí fue más allá de la mera obsesión y solicitó al grupo surrealista una sesión extraordinaria para discutir sobre «la mística hitleriana desde un punto de vista de lo irracional nietzscheano y anticatólico». Esto traspasó los límites de lo aceptable y provocó la repulsa del resto de los surrealistas, que decidieron excluir a Dalí del grupo. Lo cierto es que, a lo largo de su vida, el artista siempre mantuvo una posición política extraordinariamente ambigua, así como una dudosa moralidad que le granjeó fuertes críticas por parte de muchos compañeros de profesión.


Con un tono tétrico y desasosegante, El enigma de Hitler representa un paisaje místico plagado de elementos simbólicos. En primer plano se destaca un teléfono roto y un paraguas, colgados de la rama de un árbol recién podada. De un extremo del teléfono gotea una lágrima a punto de caer sobre un plato en el que hay unas pocas judías, un murciélago y una foto-carnet del dictador alemán. La rama es un símbolo de la vida que acaba de ser cercenada, mientras que el teléfono roto con el cable cortado alude a las numerosas pero infructuosas conversaciones de paz mantenidas durante el período de entreguerras. Más concretamente, el paraguas hace referencia al político inglés Neville Chamberlain y sus intentos fallidos de negociación con Hitler, sobre todo en relación a la invasión de Austria y Checoslovaquia en 1938 y 1939 respectivamente. Constituyen, por tanto, una funesta premonición de la Segunda Guerra Mundial, que está a punto de estallar. Para mayor abundamiento, el auricular destruido del teléfono se asemeja a las pinzas de una langosta, lo que supone una sutil alegoría del dolor, típica del surrealismo, enfatizada a su vez por la lágrima que brota del otro auricular. En la mente de Dalí, sin embargo, no es difícil que esta lágrima se asimile a la última gota de esperma de un pene gigantesco, en otras palabras, la última gota de vida a punto de derramarse y extinguirse.
La foto de Hitler es desde luego una acusación directa que le señala como el máximo responsable de la tragedia, y las escasas judías del plato vaticinan la hambruna que se extenderá por Europa como consecuencia de la contienda. Otros símbolos interesantes son los murciélagos, uno colgado del medio de la rama y otro en el borde del plato, los cuales forman parte de la peculiar colección de terrores que afectaban a Dalí desde niño. También la mujer de negro escondida detrás del paraguas, que sujeta en la mano un trapo hecho jirones, como una figuración de la humanidad desgraciada, alienada y enfrentada a sus propios despojos. El horizonte, finalmente, muestra un paisaje costero en el que se distingue un pequeño grupo de personas metido en el agua, probablemente ajenos al horror que se avecina. La silueta de un perro negro que les vigila desde el extremo izquierdo, añade una última nota de inquietud a la escena, como el cancerbero que guarda la puerta del infierno.

MÁS INFORMACIÓN:

miércoles, 15 de junio de 2016

LA MUERTE DE MARAT

La muerte de Marat es probablemente la pintura más emblemática de Jacques-Louis David. Es un óleo sobre lienzo de 165 x 128 cm que fue pintado en el contexto histórico de la Revolución Francesa y, después de pasar por diversas circunstancias, hoy se conserva en los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, en Bruselas. Representa el momento inmediatamente posterior al asesinato del líder jacobino Jean Paul Marat, por parte de la militante girondina Charlotte Corday, el 13 de julio de 1793. Con la excusa de entregarle una lista de traidores contrarrevolucionarios, Corday logró que el político la recibiera en su casa mientras se daba un baño, y entonces aprovechó para apuñalarle con un cuchillo que llevaba escondido en el vestido.
David era amigo personal de Marat, además de un convencido jacobino, así que asumió la responsabilidad de homenajear al héroe caído a petición del diputado Girault. La pintura estuvo acabada el 14 de octubre del mismo año, y fue expuesta en una ceremonia pública junto con otra dedicada a Lepelletier de Saint-Fargueau, un aristócrata favorable a la ejecución de Luis XVI, que había sido asesinado por partidarios de la monarquía. Ese ritual de glorificación fue un acto consciente de propaganda revolucionaria, así como de autoafirmación de la causa jacobina, que presentó a los dos personajes como auténticos mártires de la libertad.
A pesar de lo expuesto, Marat fue uno de los personajes más controvertidos de la Revolución Francesa. Promotor del periódico El amigo del pueblo, se posicionó vehementemente a favor de los desarrapados y ejerció una enorme influencia como inspirador de ideas sociales y libertarias. Su radicalismo, acrecentado durante el período llamado del Terror, le granjeó numerosos enemigos entre las filas de su propio partido y de las otras facciones políticas, que lo despreciaban por su aspecto físico. Según los testimonios de la época, Marat era pequeño, enfermizo, sucio y mal vestido; tenía una desagradable inflamación en el labio superior y el cuerpo lleno de pústulas, no está claro si como consecuencia de un eccema infeccioso o por una reacción alérgica alimentaria. Para algunos fue un filósofo incomprendido, para otros un tirano resentido. Por su parte, David sintió un sincero afecto por Marat, a quien había visitado justo el día antes de su asesinato, preocupado por sus faltas de asistencia a la Convención Nacional. En esa visita comprobó cómo el político se sumergía en un baño de agua fría, siguiendo un tratamiento que él mismo se había prescrito para mitigar los picores que sufría en la piel. 
El cuadro de David es a la vez una reconstrucción parcialmente realista del escenario del crimen y un retrato idealizado del líder jacobino. La bañera en efecto tenía una  tapa de madera cubierta con telas, que Marat utilizaba como escritorio, mientras que un tosco cajón colocado a un lado, le servía para apoyar la pluma y el tintero; la enfermedad no le impedía seguir trabajando. Sin embargo, el fondo de la habitación es diferente respecto de cómo era en realidad, puesto que el artista sustituyó el papel pintado y los adornos por una superficie opaca en la que destacan una serie de puntos brillantes, que le confieren gran dinamismo. En cuanto al personaje, se muestra como un desnudo heroico, con el brazo colgando por fuera de la bañera, en una actitud semejante a la que tiene la Piedad del Vaticano, de Miguel Ángel (1499). Este efecto es acrecentado por la acusada musculatura, por el color cerúleo de la piel, que aparece sin manchas ni signos de decadencia física, y por una iluminación fuertemente contrastada, de carácter tenebrista, que se inspira en obras de Caravaggio como el Santo Entierro (1604). Desde luego, la luz enfatiza la impronta funeraria de toda la escena, al igual que las sábanas y el turbante de la cabeza, que parecen formar parte de un sudario, y el aspecto de la bañera con la tapa, que se asemeja a un sarcófago.
Por todos estos elementos, la imagen se adentra en el terreno de la alegoría. Es una contraposición de la muerte terrenal y la vida inmortal, representada con una extraordinaria economía visual. El primer aspecto está indicado por una serie de elementos de clara intención narrativa: el cuchillo de la asesina tirado en el suelo, la sangre que enrojece las sábanas, la herida del cuerpo y la nota manuscrita que Marat todavía sostiene en la mano izquierda. El texto es una adaptación de la carta original de Charlotte Corday, que justificaba así la necesidad de entrevistarse con Marat:

«Quiero revelarle secretos importantísimos para la salud de la Republica. Por otra parte, soy perseguida por la causa de la libertad; soy desgraciada: es preciso que lo sea para tener derecho a vuestra protección.»

En su lugar, David escribió lo siguiente:

«A 13 de julio de 1793 – Marie Anne Charlotte Corday al ciudadano Marat. Es suficiente que yo sea muy desgraciada para tener derecho a vuestra benevolencia.»

Con esta transcripción el pintor rehuyó el condicionante político y centró la atención en la fecha y la protagonista del crimen, otorgando a la imagen un carácter casi periodístico. Pero además, justificó que la treta de Corday no hubiera sido posible de no ser por la bondad del difunto, que vivía entregado a la causa de los pobres y desfavorecidos. Ello, en última instancia, dignificaba la figura de Marat como amigo del pueblo y mártir de la Revolución Francesa. Por otra parte, se revelan también varios detalles simbólicos: el remiendo en la sábana, abajo a la izquierda, y el desconchado cajón al otro lado, aluden al ascetismo de Marat; la pluma y el tintero se refieren a su incansable labor intelectual; un billete con una nota, sobre el cajón, que dice «entregar a la madre de los cinco huérfanos» explica su caridad y solidaridad con los más desfavorecidos. Son atributos característicos de las virtudes cristianas tradicionales, que aquí se secularizan aplicándose al difunto, a quien se le rinde un homenaje definitivo a través del epitafio del cajón. Esta inscripción es al mismo tiempo la firma del artista: «A Marat, David.»
A pesar de su concepción neoclasicista, la imagen es de una gran modernidad, por su simplicidad compositiva y su elevado valor icónico. Considerada por muchos la mejor obra de David, fue imitada en numerosas representaciones artísticas posteriores. Entre las más interesantes figuran las de carácter cinematográfico, en las cuales la repetición del mismo cuadro escénico ha venido también acompañado de profundas connotaciones. Reproducimos a continuación dos ejemplos especialmente interesantes.
El primero es la muerte del personaje Frank Pentangeli en la película El Padrino II, dirigida por Francis Ford Coppola, con fotografía de Gordon Willis (1974). Aparte de la composición, similar a la de Marat pero en sentido inverso, este capo de la mafia fue obligado a suicidarse para quitarse de en medio y evitarle problemas al poder establecido (la familia Corleone). En la trama de la película se explica además que esta acción suponía una salida honorable, que hundía sus raíces en una antigua costumbre romana. La referencia al mundo romano no es casual, y encuentra concomitancias con el ideal neoclasicista del cuadro de David.
La segunda imagen está tomada de la película Rebeldes de Swing, dirigida por Thomas Carter, con fotografía de Jerzy Zielinski (1993). En este caso, el modelo está copiado de forma más evidente, aunque el arma homicida no es un cuchillo sino un disco de vinilo roto, en alusión a las virtudes de Arvid, el fallecido. De nuevo se trata de un suicidio, en cierto modo empujado por las circunstancias; en la trama de la película, este personaje es un músico tullido e inadaptado, que se ve perseguido por las Juventudes Hitlerianas en la Alemania de 1939. La composición vuelve a organizarse de forma sencilla y sobria, pero las salpicaduras de sangre acrecientan la intensidad dramática de la escena, al igual que en La Muerte de Marat

MÁS INFORMACIÓN:
https://www.khanacademy.org/humanities/monarchy-enlightenment/neo-classicism/v/david-marat


Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.