viernes, 30 de julio de 2010

EL CABALLITO DE ALTÖTTING

Durante las últimas décadas del siglo XIV y las primeras del XV tuvo lugar en Europa un extraordinario desarrollo de las artes decorativas o suntuarias. Los cortesanos y reyes lograron atesorar pequeñas obras de orfebrería y objetos precio­sos, que acumularon en colecciones particulares muy ricas. El historiador del arte Hugh Honour incluyó este tipo de obras dentro del llamado Estilo Internacional, definiéndolo como un estilo cortesano en el que la creatividad del artista se puso al servicio de las casas dirigentes de Europa, y en el que se valoraba especialmente la elegancia de la línea, los colores dispuestos delicadamente y la nitidez de las formas. Uno de los ejemplos más perfectos de la orfebrería parisina de este período, por su valor material, por su refinada técnica y por la cantidad de figuras esmaltadas que la componen, es el Caballito de Altötting, conservado hasta el día de hoy en el Santua­rio de Altöt­ting, en Baviera. El nombre alemán de esta obra (Goldenes Rössl o «caballo de oro») proviene de la deliciosa y divertida estatuilla del caballo, que aparece en la parte baja de la estructura junto a un paje que le sujeta por la brida. En realidad se trata de una imagen de la Virgen María, que la reina Isabel de Baviera regaló a su esposo el rey Carlos VI de Francia, el día de año nuevo de 1404. Intercambiar ricos presentes el primer día de cada año era, más que una costumbre, un ritual muy arraigado en la corte francesa. Por esa razón, el monarca que recibió esta obra como regalo, aparece arrodillado frente a la Virgen, siguiendo la tipología habitual de donante.
La pieza tiene una altura de 62 cm y se conserva intacta, a pesar de que sufrió un conato de robo en 1921; sólo le falta un pequeño bastón que sostenía el paje del caballo. La composición se organiza en torno a una especie de estrado de plata sobredorada, apoyado en cuatro columnas góticas, al que se asciende por dos escalerillas situadas a los lados. Sobre el estrado, guarnecidos por un arco suntuosamente decorado con flores de oro, piedras preciosas (entre otras, cinco gruesos rubíes y cinco zafiros), más treinta y dos perlas engastadas, están la Virgen María y el Niño Jesús entronizados sobre una base decorada con flores de lis, símbolo de la monarquía francesa. La decoración floral del arco se inspira en el Cantar de los Cantares 4, 12-15, en el pasaje que dice:
«Un jardín cercado
es mi hermana, mi novia,
huerto cerrado y manantial bien guardado.
En ti hay un paraíso
con frutos exquisitos:
nardo y azafrán,
clavo de olor y canela,
con todos los árboles de incienso,
mirra y aloe,
con los mejores perfumes.»
Arriba, dos ángeles coronan a la Virgen (la corona tiene dos rubíes, un zafiro y dieciséis perlas), mientras el sol ilumina la escena. Y a los pies de María se identifican tres exquisitos personajes esmaltados en blanco: a la izquierda, San Juan Bautista con un cordero, y Santa Catalina de Alejan­dría, con un anillo, en referencia a su desposorio místico con el Niño Jesús; a la derecha, San Juan Evangelista con un cáliz y una serpiente, que aluden a su fallido intento de envenenamiento.
Delante de la escena mística está representado el rey Carlos VI en actitud orante, vestido con armadura, un manto azul tachonado de flores de lis y una diadema punteada de blanco en la cabeza. Esta última prenda era de uso corriente entre los caballeros nobles de aquella época, como puede verse en numerosas esculturas y manuscritos iluminados, y seguramente fue introducida en Francia por la propia reina Isabel de Baviera. Detrás del rey se distingue un animal que, en un inventario de la corte francesa de 1405, se identificaba como un tigre. Este animal era un emblema personal de Carlos VI, apodado El Temerario, y fue repetidamente utilizado en vajillas, vestidos, decoraciones y piezas de orfebrería. Al otro lado se encuentra un sirviente esmaltado de blanco y azul, que sostiene el yelmo del rey y lleva la cabeza descubierta en señal de sumisión. Entre medias de ambos aparece un atril con un libro abierto, que puede ser un libro de oraciones o un libro piadoso de glorifica­ción de la figura de la Virgen María.
El famoso caballito, en la parte inferior de toda la composición, lleva una silla de montar de paseo, no de batalla. Es difícil determinar su significa­ción dentro del conjunto, pero podría ser simplemente uno de los animales favoritos del rey, y no ser el tema más que una licencia trivial, lo cual era muy común en el Estilo Internacional. A este respecto, hay que admitir que toda la obra inspira una amabilidad, espontaneidad e inocencia maravillosas, polari­zada no sólo en el caballito sino también en el color blanco predominante. La imagen es de una ingenuidad tan humana, que la presencia tan cercana del donante a la divinidad queda perfectamente justificada.
La obra, por tanto, conecta fuertemente aspectos humanos y religiosos, y debe estar relacionada con algo tan sencillo como las relaciones conyugales entre el rey Carlos VI de Francia y la reina Isabel de Baviera. Algunos historiadores han apuntado, muy razonablemen­te, que la clave debe estar en la representación del desposorio místico de Santa Catalina con el Niño Jesús. Desde 1392, Carlos había comenzado a sufrir accesos transitorios de locura que le afectaron durante el resto de su vida, en el curso de los cuales llegó a experimentar una profunda aversión hacia su mujer. A pesar de las dificultades por las que atravesó el matrimo­nio real, en febrero de 1403 Isabel trajo al mundo al futuro príncipe Carlos VII. En consecuencia, la obra podría ser una pieza donada a la Virgen María en acción de gracias por la buena salud del rey y por el advenimiento de un heredero al trono, de tal forma que el desposorio místico haría alusión a la deseada felicidad del matrimonio real.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.unav.es/catedrapatrimonio/paginasinternas/conferencias/artesdecorativas/esmaltes/default.html

jueves, 29 de julio de 2010

ESPAÑA ANTE LA RELIGIÓN Y LA IGLESIA

La noche de navidad de 1734 se consumió entre las llamas el Alcázar Real de Madrid, que había sido la residencia oficial de la monarquía Habsburgo durante dos siglos. La nueva dinastía Borbón, que había comenzado a reinar en España tras la Guerra de Sucesión, encargó a Filippo Juvara, primero, y a Juan Bautista Sacchetti, después, la construcción de un gran palacio que sustituyera al edificio destruido. Este palacio aspiraba a convertirse en un símbolo de la nueva era política y cultural que se iniciaba entonces en España, y la decoración pictórica de sus bóvedas se convirtió en una de las empresas más importantes tanto por su compleja iconografía, que combinaba temas históricos, mitológicos y alegóricos, como por la cantidad y la calidad de los artistas que participaron.
La obra que vamos a analizar aquí es una de las primeras que se ejecutó, concretamente en la bóveda de la escalera principal del palacio, en el año 1759. Su autor fue el italiano Corrado Giaquinto, pintor que trabajó al servicio del rey Fernando VI, dando continuidad al Barroco decorativo de otros maestros italianos como Luca Giordano, que había dejado sus huellas en España cincuenta años antes.
El tema representado en esta bóveda es alegórico. La palabra alegoría viene del griego allegorein, que significa «hablar de manera figurada». Es una representación simbólica de ideas abstractas, valores morales o virtudes por medio de metáforas, personificaciones, bestiarios, objetos y otras figuras. La alegoría funciona como condensación, explicación o prefiguración de determinados significados de carácter moral. Así, cada personaje o animal representa un vicio o una virtud, porque el imaginario colectivo y la tradición lo identifican con él, o porque alguna de sus características está relacionada con ese vicio o virtud. Por ejemplo, una característica del perro es su fidelidad al hombre, así que, por alegoría, una obra de arte que represente a una mujer con un perro estará aludiendo a su fidelidad conyugal. Por consiguiente, las representaciones alegóricas no son gratuitas, son mensajes cargados de intenciones, y eso es lo que se expresa en la pintura de la bóveda de la escalera del Palacio Real de Madrid. Para interpretar adecuadamente su significado es necesario recurrir a ciertos tratados de iconografía que explican cómo y por qué se representa cada elemento de una manera determinada. El tratado más importante al respecto es la Iconología del italiano Cesare Ripa, que desde su publicación en 1593 conoció numerosas ediciones, y que era un libro de consulta habitual para todos los artistas plásticos, desde el Renacimiento hasta bien entrado el siglo XIX. Además de eso, contamos con una valiosísima Descripción de las alegorías pintadas en las bóvedas del Real Palacio, escrito por el erudito Francisco José Fabre en 1829, a petición del rey Fernando VII.


Vamos a describir cada grupo de figuras y lo que representa cada una de ellas, primero individualmente, y después en conjunto. Arriba del todo se encuentra el escudo de armas de la monarquía española, rodeado de ángeles que portan guirnaldas de laurel como símbolo de la Victoria. Justo en el centro de la composición podemos distinguir una paloma blanca envuelta entre nubes, que representa al Espíritu Santo. Bajo la paloma está sentada una matrona vestida de blanco, con el rostro cubierto por un velo y una gran cruz en la mano, que personifica la Religión. A su izquierda se halla otra matrona con un vestido blanco un rico manto dorado, a quien un ángel le entrega la tiara papal, que simboliza la Iglesia. Entre ambas matronas hay dispuesto un altar con una llama encendida, y a sus pies se presenta la figura de España, que aparece como una heroína con espigas en una mano y un dardo en la otra, rodeada de otras armas y frutos, que aluden a su valentía y a la abundancia de sus riquezas. A España le acompañan otras figuras que encarnan sus virtudes características: debajo, en el centro, la Fama, significada como una joven alada envuelta entre amplios velos que sopla un clarín de oro, anunciando los valores y las victorias de la monarquía española; a la derecha la Prudencia, una mujer vestida de verde y oro que lleva en sus manos un espejo en el que mirarse a sí misma y una serpiente, símbolo de sagacidad y astucia; la Constancia, situada justo sobre la anterior, es una mujer que tiene su mano derecha sobre un brasero encendido mientras que con la izquierda se apoya en una lanza; la Justicia, a continuación, representada como una matrona coronada, que empuña un cetro y escucha el consejo del hombre que está junto a ella; y por último el Celo Religioso, personificado como un anciano sacerdote que lleva en la mano un azote, mientras un angelillo, debajo, trae una lámpara encendida, atributos que hacen referencia a su misión de castigar e iluminar a partes iguales.
Sobre este gran grupo central se dispone un arco de gloria en el que ya hemos dicho que se halla el escudo de España y además hay representadas otras virtudes. De derecha a izquierda está el Consejo, como un anciano sabio de barba blanca y túnica roja, que apoya su mano sobre un libro; junto a él está la Razón, como una noble matrona armada, que aferra un león con la mano izquierda y sostiene una palma de la victoria con la derecha, aludiendo a su dominio sobre el impulso descontrolado de los instintos y las pasiones. Al otro lado del escudo de España se encuentran la Vigilancia, representada como una mujer acompañada de un gallo y una lámpara encendida; la Fortaleza, una mujer armada con casco, que porta en la mano derecha un escudo y en la izquierda una rama de roble capaz de resistir a la fuerza los vientos; y la Verdad, que es una hermosa joven desnuda, que sostiene en una mano un sol resplandeciente y en la otra un libro abierto.
En la zona inferior de la bóveda el artista completó el programa decorativo con varias alegorías geográficas, que hacen referencia a los diversos dominios de la monarquía española en África, Asia y América. Finalmente, en las esquinas introdujo cuatro medallas pintadas a grisalla, que representan los cuatro elementos del cosmos (la Tierra, el Agua, el Aire y el Fuego), además de otras alegorías en la cornisa, que personificaban otras virtudes características de los monarcas Borbones (la Liberalidad, la Felicidad, la Magnanimidad, la Paz, la Victoria y la Abundancia).
En resumen, la iconografía de toda la bóveda pretendió justificar la grandeza de España, tanto material como espiritual, por su defensa de la Religión y de la Iglesia Católica, que se considera la verdadera inspiradora de sus victorias. Las virtudes tradicionales de los monarcas hispanos desde los tiempos de los Habsburgo (la Fama, la Prudencia, la Constancia, la Justicia y el Celo Religioso), hacen posible este triunfo con la ayuda de las principales virtudes cristianas (el Consejo, la Razón, la Vigilancia, la Fortaleza y la Verdad). Definida así la grandeza de España, se muestran sus triunfos en todo el mundo (África, Asia y América), con un sentido más evangélico que militar, y se conecta este pasado glorioso con el nuevo orden político impuesto por los Borbones, a quienes alude el gran escudo de armas que corona toda la composición y las virtudes representadas en la cornisa. Como puede comprobarse, nada es casual en el arte cuando éste se utiliza como instrumento de propaganda política. 

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miércoles, 28 de julio de 2010

LA VITA CHRISTI

La Universidad de Alcalá fue fundada por el Cardenal Cisneros en 1499 como la mayor empresa cultural del Renacimiento en España. Dedicada fundamentalmente a los estudios de Teología, Derecho Canónico y Artes, esta academia fue concebida como un insigne seminario en el que poder reformar la educación de los hombres de Iglesia desde la óptica del Humanismo Cristiano, con el objetivo de divulgar la doctrina católica por España y América. La base de todo ello fue el estudio exegético de las Sagradas Escrituras, consideradas entonces como el com­pen­dio de todos los saberes. Este estudio fue realizado de forma innova­dora, comparando los textos de distintas versiones bíblicas (latina, griega, hebrea y aramea), revisándolos críticamente y editándolos de forma conjunta en la impresionante Biblia Políglota Complutense.
No obstante, el primer libro publicado en Alcalá fue éste cuya portada reproducimos aquí, la Vita Christi escrita por el cartujano Ludolfo de Sajonia, traducida del latín al castellano por Fray Ambrosio Montesino, e impresa en los talleres tipográficos de Estanislao Polono entre 1502 y 1503. El traductor, Fray Ambrosio de Montesino era un religioso franciscano muy próximo a la Corte de los Reyes Católicos. Espléndido predicador, fue uno de los poetas místicos favoritos de la reina Isabel, autor de un Cancionero de diversas obras de nuebo trobadas (1508) y de otros escritos de tema sagrado por mandato expreso de los reyes.
La Vita Christi era una de las grandes obras cristológicas de la Edad Media (su primera versión es del año 1378), y a partir del Concilio de Basilea (1431-1449) fue especialmente reconocido su carácter divulgativo, por lo que a principios del siglo XVI ostentaba un considerable prestigio y era perfectamente conocida por los lectores de toda Europa. El libro es una fusión de los cuatro Evangelios en un único relato sobre la vida de Cristo, acompañado de poesías descriptivas, comentarios de los Padres de la Iglesia, meditaciones y oraciones. Seguía de esta forma los cuatro aspectos principales de la interpretación medieval: literal, alegórico, moral y anagógico. Su objetivo era enseñar a leer y reflexionar acerca de la humanidad intercesora de Dios entre los hombres, justificando la oración como vía de conexión del alma con la divinidad. La Vita Christi plasmaba un peculiar espíritu de piedad que encantó a los aficionados cultos y a los intelectuales de la Corte, convirtiéndose en habitual libro de cabecera, y siendo más tarde recomendado por San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola, entre otros. Además fue una fuente de inspiración para la corriente coetánea de poesía devota (en temas, en espíritu e incluso en métrica), y para imaginerías y sermonarios, debido a la gran cantidad de detalles anecdóticos con que se reconstruía cada episodio de la Historia Sagrada, y a la inclusión de una tabla-repertorio de temas, organizada según el calendario litúrgico. A pesar de todo ello, la obra sería examinada posteriormente por la Inquisición, ya que se trataba de una versión bastante libre del Nuevo Testamento.
En la traducción de Fray Ambrosio de Montesino, que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, se destacaron con caracteres especiales y más gruesos los pasajes tomados directamente de los Evangelios. Este alarde tipográfico fue posible gracias al interés personal de Isabel la Católica, que encargó la obra, y a la financiación del mercader García de Rueda, introductor de las nuevas técnicas de la imprenta en Alcalá de Henares. Lo cierto es que el acabado final del libro es suntuoso: fue impreso en pergamino, en cuatro gruesos volúmenes encuadernados en piel que costaron más de dos millones de maravedíes. Esto nos habla de una gran inversión, mucho más cara que la destinada a otros libros publicados entonces por la Universidad de Alcalá. Así se explica que posteriormente se hiciera otra tirada menos lujosa, que no llegó a terminarse, pues de ella sólo conocemos algunos tomos. El éxito de la obra se manifestó en otras reediciones impresas a lo largo de la primera mitad del siglo XVI, casi todas ellas en Sevilla.
La imagen que vemos aquí es una xilografía, es decir, un grabado hecho sobre madera, de autor anónimo, que se repite en la portada de cada uno de los cuatro tomos que componían la edición alcalaína de la Vita Christi. La composición está dividida en dos partes: la inferior, que ostenta el escudo unificado de los reinos de España, sostenidos por el águila de los Reyes Católicos, y una filacteria alrededor que dice «Vita Cristi cartuxano româçado por fray Ambrosio»; y la parte superior, que representa una escena enmarcada por columnas, en la que aparecen los Reyes Católicos bajo un dosel, recibiendo el libro de manos de un franciscano arrodillado ante ellos, mientras que otro fraile más joven permanece a la izquierda, asistiendo a la escena reverencialmente, con las manos ocultas en el hábito. Este último personaje es probablemente Ambrosio Montesino, el autor del libro, y el que se arrodilla ante los reyes es seguro el Cardenal Cisneros, al que podemos identificar comparando sus facciones con las de otros retratos suyos. Así pues, Cisneros, como promotor y último responsable, está ofreciendo a los reyes el primer fruto salido de la Universidad de Alcalá, en la que se habían depositado las máximas expectativas de renovación científica y teológica, para garantizar el adecuado ingreso de España en la Edad Moderna. Tiene sentido que este proceso renovador se hiciera a partir de la revisión crítica del saber medieval, bajo la luz de la nueva cultura humanista del Renacimiento. La pose de los monarcas es muy reveladora a este respecto: Fernando se muestra orgulloso y satisfecho de recibir el libro, e Isabel se lleva una mano al corazón mientras señala una línea del texto, en un signo que aúna sensibilidad, anhelo de conocimiento y fervor religioso.
Un último detalle relacionado con el contexto de cambio característico de aquel momento en España, que expresa con claridad la convivencia entre dos períodos y estilos artísticos: en la misma imagen podemos comprobar cómo el orden de las columnas laterales y el ajedrezado del suelo en perspectiva se relacionan directamente con el arte del Renacimiento, pero la decoración floral de las enjutas del arco, de inspiración gótica, la arquitectura del fondo, que parece la de un viejo castillo, y la colocación errónea de las ventanas, siguen mostrando los defectos de una concepción del espacio todavía medieval.

martes, 27 de julio de 2010

JASÓN

En la década de 1740 fueron descubiertas las ciudades romanas de Pompeya y Herculano, que habían sido sepultadas por una erupción del Vesubio en el año 79 d. C. y habían permanecido olvidadas durante siglos. Las excavaciones arqueológicas, patrocinadas por la Corona de España, despertaron un renovado interés por la antigüedad clásica y favorecieron el desarrollo de los primeros estudios científicos sobre la Historia del Arte. Algunos teóricos como Winckelmann, Mengs o Lessing, entre otros, elevaron el arte griego y romano a la categoría de modelo absoluto, que debía servir de referencia a las creaciones artísticas contemporáneas y sustituir a los estilos Barroco y Rococó, considerados vulgares y de mal gusto. Así surgió el Neoclasicismo, no como una moda estética más, sino como un amplio complejo cultural basado en la primacía de la cultura clásica, en el elogio intelectual de la antigüedad y en la consideración del arte como una herramienta decisiva para la configuración de los nuevos valores cívicos y morales surgidos de la Ilustración.
Entre las personas que se sintieron atraídas por esta nueva forma de entender el arte se encuentra el escultor danés Bertel Thorvaldsen, llegado a Roma en 1797. El viaje de los artistas a Italia (el denominado Grand Tour) era de obligado cumplimiento en el contexto sociocultural de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Para la mayoría era una experiencia iniciática que marcaba el paso de la juventud a la vida adulta, pero sobre todo era lo que marcaba la diferencia entre un verdadero artista, culto, bien preparado e intelectual, respecto de un artista de segunda fila. Sin embargo, en aquella época un viaje así suponía una fuerte inversión personal y económica, que no estaba al alcance de cualquiera. Thorvaldsen lo consiguió ganando todos los premios de la Academia de Bellas Artes de Copenhague, incluido el más prestigioso de ellos, la medalla real. De esta forma, le otorgaron una beca para estudiar escultura clásica en Roma, lo que le supuso una profunda conversión personal y artística, que le llevó a erigirse en uno de los líderes más destacados del Neoclasicismo. De hecho, durante el resto de su vida celebraría el 8 de marzo de 1797, el día de su llegada, como su «cumpleaños romano».
La obra que presentamos aquí es una síntesis perfecta de los ideales neoclásicos. El tema es de carácter mitológico y la figura se inspira, con gran fidelidad arqueológica, en modelos griegos como el Doríforo de Policleto (450-445 a. C.), el Apolo del frontón oeste del templo de Zeus en Olimpia (470-456 a. C.), o los kouroi del Período Arcaico (siglos VII-VI a. C.). Realizada en 1803, fue la primera estatua realmente importante de Thorvaldsen. Su proceso creativo fue innovador para la época: primero hizo libremente un modelo en escayola, que expuso públicamente hasta que un rico mecenas inglés llamado Thomas Hope se comprometió a financiar su ejecución en mármol. En el acabado final, Jasón está representado con una pose distanciada, intemporal e imperturbable, típicamente neoclásica. Tenemos que intuir toda la historia mitológica que hay detrás de la figura, porque no se nos muestra. La historia es la siguiente:
Jasón era hijo del rey de Yolco, que había sido depuesto por su hermano Pelías. Cuando Jasón se hizo adulto, Pelías le prometió la restitución de su reino si lograba superar una misión imposible: conseguir el vellocino de oro, que se encontraba custodiado en un jardín de Cólquide por un feroz dragón. El vellocino de oro era una piel de carnero que los antiguos griegos utilizaban para extraer oro de los ríos. Se sumergía la piel en el agua para que las pepitas y arenas de oro que bajaban por el cauce se enredasen en la lana; al cabo de un tiempo se sacaba la piel del agua, se tendía y se peinaba para obtener el oro. El oro era considerado un símbolo de la realeza, así que la aventura de Jasón era necesaria para justificar la restauración de su monarquía. Por consiguiente, Jasón se embarcó en la nave Argos junto con otros héroes (los argonautas), obtuvo la ayuda de la princesa Medea, que le fabricó unos filtros mágicos, y finalmente venció al dragón, arrebatándole el vellocino.
En el diseño de Thorvaldsen, Jasón aparece desnudo, idealizado, con el vellocino capturado sobre el brazo y una lanza descansando sobre el hombro, mirando indolente al dragón que acaba de derrotar. Aunque camina con paso firme y se vislumbra un pequeño contraposto o inclinación de la cadera, su movimiento es lento, pausado, como el compás detenido de una danza clásica. En resumen, Jasón no está representado en el momento dramático del combate, como era típico en la tradición barroca, sino en un estado más acorde con la serena nobleza del héroe clásico, que está por encima de las pasiones y del dolor físico.
Thorvaldsen consiguió un gran éxito con esta obra, así como una sincera felicitación por parte del otro gran escultor neoclásico del momento, el italiano Antonio Canova. A partir de entonces adquirió tal fama que se vio obligado a organizar un taller en el que llegaron a trabajar más de cuarenta personas, para satisfacer la creciente demanda de sus diseños. Hoy esta estatua se encuentra en el Museo Thorvaldsen de Copenhague, donde puede admirarse junto con otras obras del artista y numerosos vaciados en yeso de modelos grecorromanos. El propio Thorvaldsen se encuentra enterrado en el patio de este museo, bajo un lecho de rosas, por expreso deseo suyo.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.thorvaldsensmuseum.dk/en

jueves, 22 de julio de 2010

CABINAS TELEFÓNICAS


De entre los diversos artistas que han sido vinculados al llamado hiperrealismo o fotorrealismo pictórico, destaca el norteamericano Richard Estes. Formado en el Art Institute de Chicago, pronto se trasladó a Nueva York, donde trabajó como diseñador gráfico para varias revistas ilustradas, hasta que a finales de la década de 1960 se lanzó a la pintura y, más concretamente, a la representación del paisaje urbano de la Gran Manzana. Como resultado de ello, Richard Estes es considerado hoy el pintor de Nueva York, como Canaletto lo es de Venecia.
Influido por el Pop Art, los temas de sus cuadros están tomados de la sociedad de consumo de masas: centros comerciales, escaparates de tiendas, restaurantes de comida rápida, rótulos luminosos, medios de transporte y, sobre todo, los reflejos de los rascacielos y los edificios de la gran ciudad. Curiosamente, sus escenas carecen casi totalmente de figuras humanas, como si éstas hubieran sido anuladas por la potencia totalizadora del fenómeno urbano.
La obra Cabinas Telefónicas (Madrid, Museo Thyssen, 1967) es un buen ejemplo de pintura fotorrealista porque, de hecho, parece una fotografía pero no es una fotografía, es una pintura... ¿o más bien la viñeta de un cómic? Hay que tener en cuenta la profunda interrelación entre las distintas artes visuales que tuvo lugar durante aquellos años, y que perdura todavía hoy. Pero también es necesario comprender el complejo proceso creativo mediante el cual Richard Estes realiza sus obras. Primero hace varias fotografías del motivo, luego selecciona elementos dispersos extraídos de cada imagen con el fin de re-elaborar mentalmente la composición y finalmente la representa de nuevo, a golpe de pinceladas. Es este proceso meticuloso y pausado de re-construcción pictórica de la realidad lo que le interesa al artista, no la inmediatez de la técnica fotográfica. La fotografía es utilizada como fuente visual directa, que permite copiar detalles de forma hiperrealista, pero los paisajes resultantes son una ilusión artificial, insólitamente pulcra y simplificada geométricamente. Además, parecen como inanimados porque apenas se intuye gente o tráfico, lo que supone una modificación subjetiva de la realidad. Por consiguiente, ¿hasta qué punto puede considerarse esta forma de hacer pintura estrictamente realista?
Richard Estes no se limita a calcar fotografías, a pesar de lo que se ha pensado. El acabado pictórico de sus cuadros está lleno de rastros de pinceladas, rebordes, goteos y arañazos que sólo pueden apreciarse mirando de cerca. Según sus propias palabras:
«No trato de reproducir la fotografía; me sirvo de ella para hacer un cuadro. La ventaja de la fotografía es que se pueden detener las cosas: éstas no disponen sino de un instante. No se podrían hacer las mismas cosas poniéndose uno en la calle; en ocasiones, una fotografía, si se la examina realmente, puede resultar no muy realista. No describe en realidad cómo son verdaderamente las cosas o cómo están hechas efectivamente. A veces aplana, otras no. Y no hay coherencia en la forma de aplanar las cosas. No es organizada.»
A mi me parece que estas Cabinas telefónicas ofrecen una visión de la gran ciudad más evocativa que realista. Lo que se ve es un conjunto de retazos desdoblados de la ciudad, reflejados sobre el metal y las cristaleras de las cabinas. Mediante un cromatismo extravagante se bosquejan vehículos, aceras y asfalto, gente, letreros y edificios. Pero no se ve nada de forma directa, salvo las propias cabinas. Las personas que hay dentro de ellas apenas son cuerpos fragmentados, despersonalizados y encerrados herméticamente. El espacio público de la ciudad y el espacio privado del interior de las cabinas se confunden en un todo ambiguo en el que se diluyen los límites del espacio vital y se pierde la intimidad. Así, las voces entrecortadas procedentes del interior de las cabinas son la metáfora de una humanidad sin rostro, alienada en el ambiente opresivo de la moderna sociedad de consumo, tal como la describió el sociólogo David Riesman en La muchedumbre solitaria.
El artista profundizó en esta visión ambigua de la ciudad en otra obra posterior, claramente relacionada: Diner (Washington, Hirshhorn Museum, 1971). Su título hace referencia a la cafetería protagonista, que en una situación normal debería estar llena de gente, al igual que la calle. Sin embargo, todo parece desierto. Las cabinas se muestran vacías y con las puertas abiertas. No se ve a nadie. ¿Adónde han huido? ¿Lejos del monstruo de la gran ciudad?

miércoles, 21 de julio de 2010

LOS BURGUESES DE CALAIS


Los burgueses de Calais (1885-1895) es una de las obras más importantes de Auguste Rodin. Autodidacta y experimental, Rodin convivió con el impresionismo pictórico y confirió a su obra una estética singular, precursora del expresionismo, que puso fin al esfuerzo de imitación de la realidad que aún entonces lastraba la escultura tradicional. Además de eso, se atrevió a introducir nuevos recursos plásticos como el énfasis en la anatomía para expresar la espiritualidad humana (aunque ello provoque cierta desproporción entre los miembros), el desarrollo de una nueva concepción de la escultura como monumento público, y la importancia del soporte (que hasta la época sólo se había considerado como un pedestal que alejaba la estatua respecto del espectador).
La obra que comentamos aquí fue un encargo del ayuntamiento de Calais, para homenajear en la plaza principal de la ciudad una hazaña heroica, la de un grupo de seis personas que se entregaron voluntariamente a los conquistadores ingleses, para evitar la completa destrucción y saqueo de Calais al inicio de la Guerra de los Cien Años. La historia es la siguiente: tras varios intentos de asalto infructuosos por parte de los ingleses, el rey Eduardo III decidió sitiar la ciudad durante un año para dejar morir de hambre a sus habitantes. En julio de 1347 se esperaba un envío de víveres que hubiera dado un respiro a los sitiados, pero fue interceptado, así que el consejo municipal se vio obligado a expulsar de la ciudad a 500 niños y ancianos para permitir a los demás sobrevivir. Sin embargo, los ingleses les impidieron la huida, dejándolos morir de hambre delante mismo de las murallas. Después de meses de agonía y arduas negociaciones, el rey Eduardo aceptó respetar la vida de los pobladores si seis hombres notables se rendían simbólicamente ante él, y le entregaban las llaves de la ciudad, vestidos en camisón y con una soga amarrada a sus cuellos en señal de sumisión. Uno de los hombres más ricos de la ciudad, Eustache de Saint-Pierre, se ofreció voluntariamente, junto con Jacques y Pierre de Wissant, Jean de Vienne, Andrieu d'Andres y Jean d'Aire. Los seis burgueses se vistieron según los deseos del rey, se despidieron de una multitud afligida de hombres, mujeres y niños, y fueron escoltados por el alcalde hasta el campamento inglés, donde fueron abandonados a su suerte. Entonces, los soldados ingleses los condujeron frente a la tienda del rey Eduardo y les obligaron a arrodillarse para entregarle las llaves de la ciudad. El rey los miró con inquina y en silencio durante un largo tiempo, antes de dar la orden de que los ahorcaran. Sólo la mediación de los propios caballeros ingleses y de la reina Felipa lograron salvar a los burgueses de la muerte. Pero la ciudad de Calais permanecería bajo dominio inglés hasta el año 1558.
Rodin diseñó un conjunto de esculturas en bronce y las situó en un podio bajo, a ras del suelo, para que la gente pudiera contemplarlas mejor. La posibilidad de enfrentarse cara a cara con cada uno de los personajes, incluso de caminar entre ellos, permitió al artista explayarse en los detalles de los rostros y las expresiones. Las seis personas representadas son retratos individualizados por el valor singular de su vestimenta, su fisionomía, sus gestos, etc. Pero Los burgueses... también es una obra colectiva, en la que las personas se dirigen juntas hacia su destino inexorable, en una especie de movimiento rotatorio, de gran profundidad existencial. Rodin expresó con realismo el drama de estos hombres que habían sobrevivido un año de sitio, y ahora daban su primer paso hacia una muerte segura. El conjunto no muestra un instante preciso, congelado en el tiempo, sino un espectro de sentimientos, pensamientos y dilemas morales expresados de forma muy variada. Algunos personajes se inclinan, otros muestran su angustia y desesperación, otros se refugian en la apatía, otros tratan de sobrellevar el dolor con la mayor dignidad y orgullo posibles, todos dudan...
A pesar de las indicaciones dadas por Rodin, las esculturas fueron valladas y colocadas sobre un pedestal, lo que alteraba completamente sus intenciones originales. El monumento no gustó al principio, sobre todo a las autoridades, porque decían que transmitía desmoralización y derrota. Pero después de la I Guerra Mundial, se le atribuyó otro significado, el de la tenacidad y abnegación de la resistencia francesa frente a los invasores, así que el monumento fue puesto a ras del suelo, y el Estado concedió a Rodin la Legión de Honor. Hoy existen varias versiones del monumento, en Londres, en Nueva York, en la Universidad de Stanford, etc., además del que todavía subsiste en Calais.

lunes, 19 de julio de 2010

EL RAPTO DE PROSERPINA

El rapto de Proserpina es una escultura de Gian Lorenzo Bernini realizada en 1622. Está en la Galería Borghese de Roma. Pertenece a la primera etapa del gran maestro napolitano, que trabajó al servicio de la corte papal como escultor, pintor y arquitecto durante la mayor parte del siglo XVII. Bernini fue uno de los mejores intérpretes de esa estética teatral, dinámica, grandiosa y naturalista característica del Barroco italiano, que desarrolló en numerosas obras tanto religiosas como mitológicas. A este último género pertenece El rapto de Proserpina, que representa en una agitada composición este conocido mito grecorromano.
El término griego mithos quiere decir "ficción, cuento" y se opone a logos, que significa "palabra, razón". Los antiguos griegos utilizaban los mitos cuando querían referirse a relatos ejemplarizantes que habían llegado a ellos de manera anónima, provenientes de una fuente remota y de una época muy lejana. Desde un punto de vista antropológico, los mitos no son sólo fábulas o supersticiones, son intentos imaginativos de resolver los misterios de la vida y del universo, a los que una sociedad recurre cuando no sabe explicar las cosas desde un punto de vista enteramente racional o científico. La mayoría de los mitos indoeuropeos se originaron en historias simbólicas o alegorías que personificaban determinados fenómenos naturales como el día, la noche, el paso del tiempo, la vida y la muerte, etc.
La historia de Proserpina (Perséfone, en griego) es un ejemplo muy ilustrativo de esto. Proserpina era la hija de Júpiter y Ceres, la diosa de la agricultura, y fue raptada por Plutón, que se la llevó al inframundo para hacerla su esposa. Entonces Ceres, desesperada de dolor, desatendió los cultivos y se lanzó a la búsqueda de su hija. Atendiendo a las quejas de los hombres y de los dioses, que no tenían la comida ni los sacrificios necesarios por el descuido de los campos, Júpiter permitió a Proserpina regresar al Monte Olimpo con la condición de que cada año se quedara junto a su esposo en el inframundo durante tres meses. Así, cuando Ceres y su hija estaban juntas, la tierra florecía y daba buenas cosechas, pero durante los tres meses que Proserpina permanecía en los infiernos, la tierra se convertía en un erial estéril. Esta historia simbólica servía a los antiguos griegos y romanos para explicar los cambios de estación y los ciclos naturales del campo.
La interpretación que hace Bernini de este tema mitológico, no obstante, está muy alejada de la trascendencia y la ejemplaridad que se le suponen. Bernini ha convertido a Plutón en un vulgar secuestrador con la barba y el pelo revueltos, aunque esté coronado como rey de los infiernos, mientras que Proserpina intenta zafarse horrorizada de su abrazo. La agonía que expresa el rostro de la muchacha se contrapone a la procacidad apenas contenida del violador Plutón, que hunde sus dedos como poderosas tenazas sobre la sensual carne de Proserpina. Ello se completa con un estudio hiperrrealista de la anatomía humana en tensión y una composición basada en potentes diagonales, que expresan magistralmente el conflicto de atracción - repulsión sostenido por los personajes. Así, todo el conjunto acusa un fuerte dinamismo tanto físico como dramático.
Esta forma de acercarse a la mitología clásica es típica del Barroco. En el siglo XVII los grandes dioses y personajes de la antigüedad fueron representados protagonizando sus historias fabulosas como si se tratasen de situaciones de la vida cotidiana. Artistas como Caravaggio, Ribera o Velázquez gustaron de reducir a estos grandes personajes a la condición de simples humanos, enfatizando sus cualidades físicas, sus defectos y sus vicios al igual que cualquier mortal.

jueves, 8 de julio de 2010

EL JURAMENTO DE LOS HORACIOS


El juramento de los Horacios es una obra neoclásica realizada en 1784 por el pintor Jacques-Louis David, que se encuentra en el Museo del Louvre de París. Según el pensamiento ilustrado de la época, la pintura tenía que servir para transmitir grandes valores o ideas. De hecho, un cuadro se consideraba verdaderamente admirable cuando mostraba algo que sirviera de enseñanza pública. Los temas de inspiración eran normalmente la historia sagrada, la mitología clásica o determinados hechos históricos. Por eso a este tipo de arte se le acabó denominando "pintura de historia". En este caso concreto podemos ver dos aspectos complementarios de una historia ejemplar, tomada de la antigüedad romana.
El primer aspecto es de carácter heróico y tiene una repercusión pública. Narra un hecho legendario de las luchas sucedidas en la región del Lacio entre las ciudades de Roma y Alba Longa. Estas dos ciudades mantenían una dura pugna por expandir sus dominios e imponerse una sobre la otra, pero también existían lazos familiares entre ambas. Para evitar más muertes, sus gobernantes decidieron resolver sus diferencias mediante un combate entre los campeones de cada ciudad. Por parte de Roma fueron elegidos tres hermanos de la noble familia de los Horacios, y por parte de Alba Longa fueron designados otros tres hermanos de la noble familia de los Curiáceos. La escena central, enmarcada por los arcos del fondo, muestra el preciso momento en que los Horacios se entregan a la causa de su patria, reciben sus espadas para el combate y prometen dar su vida en beneficio del bien común. La representación hace una referencia alegórica al contrato social de Rousseau, en cuyo texto, publicado en 1762, se hacía una mención expresa a la historia de los Horacios.
El segundo aspecto de la historia es de carácter trágico y se relaciona con el ámbito privado. El menor de los Horacios salió vencedor en el combate, pero al volver a Roma, en medio de la aclamación popular, fue increpado por su hermana Camila, porque estaba prometida a uno de los Curiáceos que había resultado muerto. Indignado por la actitud tan poco patriótica de su hermana, el joven Horacio mató a Camila allí mismo, en presencia de toda la muchedumbre. El asesinato fue justificado por el patriarca de los Horacios, que perdonó a su hijo y defendió ante toda la ciudadanía la necesidad de anteponer el beneficio de toda la comunidad (la razón de Estado) al interés particular (la felicidad personal de la mujer). La escena de la derecha, en la que puede distinguirse un grupo de mujeres y niños dolientes, parece anticipar el final trágico de esta contraposición entre la virtud masculina (ethos) y la pasión femenina (pathos).
El historiador del arte Robert Rosenblum explicó el éxito de la pintura de historia en Francia, a finales del siglo XVIII, por su facilidad para representar grandes ejemplos éticos, que servían de modelo a la sociedad de la época:
«El estudio de la antigüedad grecorromana y los temas de carácter histórico sirvieron de base para inculcar un tipo de virtud que iba a permitir una identificación extraordinaria entre el pasado histórico, por un lado, y las metas políticas cambiantes del presente histórico francés, por otro.»
Lo cierto es que El juramento de los Horacios se convirtió en una síntesis de los valores de integridad moral y renovación social, que en aquel momento se postulaban como una alternativa radical a la degeneración del Antiguo Régimen. Algunos quisieron ver en esta pintura una crítica sutil contra el egoísmo de la aristocracia francesa, y la necesidad de transformar por completo el orden social, en aras de los nuevos ideales cívicos y políticos que se estaban fraguando por entonces, y que terminarían por eclosionar con el estallido de la Revolución Francesa. No en vano, David mostró repetidas veces su compromiso con la causa, ejerció como diputado jacobino en la Asamblea Nacional y, en 1793, votó a favor de la condena a muerte del rey Luis XVI. Su obra artística es un claro ejemplo del arte al servicio de las ideas políticas.


Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.