Este cuadro, de mediocre
factura técnica pero fuertes connotaciones simbólicas, se titula El Progreso Americano
y fue realizado alrededor de 1872 por el pintor alemán John Gast. Es una representación
alegórica del denominado Destino Manifiesto de
la nueva nación estadounidense, consistente en su expansión territorial desde el
Atlántico hasta llegar a la costa del Pacífico. En la escena, una gigantesca mujer blanca,
rubia, vestida con una volátil túnica inflada por el viento, se dirige desde
un puerto hacia el interior del continente, secundada por carretas, diligencias,
trenes y grupos de pioneros, mientras los indios y los animales salvajes huyen despavoridos.
La mujer ha sido
frecuentemente identificada como Columbia, una personificación femenina de los
Estados Unidos cuyo nombre viene a significar la «Tierra de Cristóbal Colón». El
nombre de Columbia fue utilizado por primera vez en 1738, en el semanario de
debates del Parlamento Británico, y pudo haber sido acuñado por el escritor inglés
Samuel Johnson. Columbia se encuentra en mitad de la composición, viniendo desde la zona iluminada del cuadro, lo que parece indicar que
trae consigo la luz de la civilización; lleva un libro, que hace referencia a la
expansión de la cultura occidental, y va tendiendo un cable telegráfico a
medida que avanza hacia la zona izquierda del cuadro, la cual permanece aún apagada por una
oscuridad tormentosa. El mensaje es simple y unívoco: la colonización blanca permite
el progreso económico y sociocultural del Oeste americano, iluminando los negros
nubarrones de la ignorancia y la incivilización.
La llamada Conquista
del Oeste tuvo su origen en la Doctrina
Monroe («América para los americanos»), promulgada por primera vez por el
presidente James Monroe, en 1823. Respondía al Destino Manifiesto de adueñarse del interior del continente norteamericano, lo cual fue justificado por la clase
política y asumida con extraordinaria ilusión por el pueblo norteamericano.
Este movimiento colonizador simbolizó el triunfo del individualismo y de la democracia,
fundamentado en la búsqueda igualitaria de oportunidades para obtener la prosperidad,
aunque fuera a costa de exterminar a los indios nativos.
Los
pioneros tuvieron que luchar solos para salir adelante frente a las
adversidades, y esa inquebrantable iniciativa coadyuvó a la formación del
carácter propio del hombre y la nacionalidad norteamericanos. Diversos autores
han apuntado al mito de la frontera, como elemento catalizador de esta loca
carrera hacia el Oeste, porque los colonizadores se autoimpusieron la tarea de
atravesar ríos, praderas, montañas, desiertos, etc., en busca de una meta que
no encontraron hasta que alcanzaron la costa del Pacífico, en California. Sus motivaciones
fueron muy variadas: búsqueda de nuevas tierras para el desarrollo de la ganadería, establecimiento de granjas y haciendas para
la explotación agrícola,
prospección de metales preciosos (sobre todo a partir de la Fiebre del Oro generada en
California y Alaska en 1848), etc. Todo ello fue facilitado por la construcción
del ferrocarril, que en 1869 consiguió conectar la costa Atlántica con la del
Pacífico, mediante el primer tren transcontinental, el Union Central Pacific. Así lo describía el pensador francés Alexis
de Tocqueville a mediados del siglo XIX.
«Trece millones de europeos
civilizados se extienden tranquilamente por desiertos fértiles, de los cuales
ellos mismos desconocen los recursos y la extensión de un modo exacto. Tres o
cuatro mil soldados empujan delante de ellos la raza errante de los indígenas,
y detrás de los hombres armados avanzan leñadores que rompen las selvas,
espantan las fieras, exploran el curso de los ríos y preparan la marcha
triunfante de la civilización a través de aquellos desiertos.
Por lo general, se figura la gente que los desiertos de América se
pueblan con los emigrados europeos que todos los años arriban al Nuevo Mundo,
al paso que la población americana crece y se multiplica en el territorio que
ocuparon sus padres, lo cual es una gran equivocación […] Son los
propios americanos quienes abandonan con frecuencia el lugar de su nacimiento y
van a crearse vastas posesiones a lo lejos. Así es que el europeo deja su
cabaña para ir a habitar en las riberas trasatlánticas, y el americano, que ha
nacido en estas mismas riberas, se interna en las soledades de la América Central.
Este doble movimiento de emigración no se detiene nunca […] millones
de hombres marchan a la vez hacia el mismo punto del horizonte; su lengua, su religión,
sus costumbres difieren, su fin es común. Se les ha dicho que la fortuna se
hallaría en cualquier punto hacia el Oeste, y se les rendiría […]
Así, pues, el emigrado de Europa siempre arriba
allí a un país a medio habitar, en donde faltan brazos para la industria; se
hace un obrero acomodado; su hijo va a buscar suerte en un país vacío, y llega
a ser un propietario rico. El primero amontona el capital que hace valer el
segundo, y no existe casi la indigencia ni entre los extranjeros ni entre los
naturales.»
La expansión hacia el interior se inició pocos años después del nacimiento de los Estados Unidos como nación, y tuvo un doble carácter. En unos casos fue planificada desde el gobierno federal y ejecutada por medio de distintos tipos de acciones, que fueron desde la compra de territorios hasta la anexión imperialista de áreas que pertenecían a otras naciones, como México. En otros casos se debió más bien a la iniciativa privada, que fue presionando al gobierno para que liberalizara la adquisición de tierras y expulsara de ellas a los indios, con el fin de hacer posible su ocupación. Como consecuencia de ello, la población indígena fue diezmada a lo largo del siglo XIX, y hasta cuarenta millones de búfalos fueron sacrificados para consumir sus pieles y su carne. La pérdida de estos animales, que constituía un recurso económico fundamental para los indios de las llanuras, fue un duro golpe para su supervivencia.
A pesar de estos aspectos profundamente negativos,
la Conquista del Oeste fue uno de los
factores decisivos que contribuyó al fortalecimiento de la nueva nación. Igualmente
ayudó a cicatrizar las heridas de la Guerra de Secesión (1861-1865). El
rápido desarrollo de sus industrias, la colonización de extensos territorios y
la llegada incesante de oleadas de inmigrantes europeos constituyeron motivos para
distraer la atención del resentimiento acumulado tras la contienda bélica. El papel de
estos inmigrantes, ajenos a lo ocurrido pocos años atrás, no ha sido todavía
suficientemente valorado como intermediarios inconscientes entre los enemigos
de la misma nación. La
Conquista del oeste sirvió así, en última instancia, y después de mucho sacrificio,
para estrechar lazos entre los Estados de la Unión, diluyendo las diferencias
que antes los separaban y ayudando a la consolidación de la nación americana.