La cruz
en la montaña
es un óleo sobre lienzo de 115 x 110 cm, que se conserva en la Gemäldegalerie
Neue Meister de Dresde y fue pintado en 1808 por el alemán Caspar David
Friedrich. Se trata de la primera obra importante de Friedrich, quien decidió
exponerla en su taller de Dresde en diciembre de aquel año, con el fin de darse
a conocer. Sabemos que las visitas fueron numerosas y las críticas también, tanto
positivas como negativas. Luego fue adquirida por los condes de Thun-Hohenstein,
que lo trasladaron a su palacio de Tetschen, en la frontera entre Sajonia y
Bohemia. Aunque los condes lo instalaron en su dormitorio, y no en su capilla
católica, algunas descripciones de la época lo consideraron un cuadro de altar.
Esta función parece corroborarla la decoración del marco, tallado por el
escultor Gottlieb Christian Kühn siguiendo instrucciones de Friedrich. El marco
es de estilo neogótico, está poblado de querubines en la arquivolta y ornado
con dos símbolos eucarísticos en el banco (la espiga y la vid), que flanquean el
Ojo del Gran Arquitecto irradiando la luz divina. Por estas razones la obra también
es conocida como el Altar de Tetschen.
No es seguro que llegara a ejercer esa función
pero lo cierto es que el cuadro está imbuido de una conmovedora espiritualidad
y resulta bastante críptico. La cruz de Cristo, que debería ser el motivo principal en un altar, está colocada de forma oblicua, camuflada entre los árboles, mientras que la montaña y el cielo del atardecer adquieren un enorme protagonismo. En realidad, el cuadro constituye un vehemente alegato a favor de un
nuevo arte, alejado de las convenciones academicistas de finales del siglo
XVIII y precursor del «paisaje sublime», una peculiar forma de concebir y
representar la naturaleza. Pero como suele suceder con cualquier innovación, fue
incomprendida y vilipendiada, es especial por el canciller de Sajonia Basilius
von Ramdohr.
Ramdohr, de filiación neoclásica, censuró la
composición a contraluz que dejaba la tierra a oscuras, la falta de perspectiva
aérea, la planitud de la imagen y otros detalles formales, además de su
pretendida religiosidad. Entre otras cosas, llegó a decir que esta visión del paisaje
resultaba desconocida hasta entonces y que podía poner en peligro el «buen
gusto» y alejar a la pintura de su excelencia. Más aún, se preguntaba Ramdohr,
¿era adecuado recurrir al paisaje para alegorizar una idea religiosa? ¿Podía
semejante obra llamar a los cristianos a la oración? A Friedrich, por su parte,
no le faltaron defensores entre los de su gremio, como Ferdinand Hartmann y G.
von Kügelgen, quien replicó a Ramdohr de esta forma: «¿Por qué no puede
pintar el señor Friedrich a su modo, dar forma a la naturaleza externa según su
idea, según el sentimiento que se le reconoce?»
El debate, en resumen, se refería a lo
siguiente. ¿Debían los pintores reproducir una imitación fidedigna de la
naturaleza, según la concepción clasicista del arte, o podían representar una
imagen personal de la misma, según sus propias convicciones o emociones? La
polémica que acompañó al Altar de Tetschen garantizó la fama y el éxito
económico a Friedrich, quien finalmente hizo valer su defensa de la libertad
individual. Precisamente la individualidad del artista sería una de las principales
características del pensamiento romántico que se desarrolló en toda Europa en
las primeras décadas del siglo XIX.
Friedrich era un devoto protestante y había
pintado este cuadro por propia iniciativa, sin que nadie se lo encargara. En él
mostró su propia percepción del hecho religioso, que se manifestaba en la naturaleza
como gran obra de Dios Creador. Al igual que otros románticos, Friedrich consideraba
que la naturaleza estaba plagada de símbolos y que podía ser un vehículo de trascendencia,
cumpliendo la misma función que un templo. Así lo explicó cuando, animado por
sus amigos, redactó una descripción e interpretación de La cruz en la montaña en respuesta a las críticas de Ramdohr:
«DESCRIPCIÓN DEL
CUADRO. La Cruz se alza en la cima de la roca, rodeada de abetos perennes y con
hiedras perennes enrolladas a su base. El sol se oculta derramando rayos de luz
y al brillo carmesí del atardecer el Salvador resplandece en la Cruz.
INTERPRETACIÓN DEL
CUADRO. Jesucristo, clavado al madero, se vuelve hacia el sol poniente, imagen
del Padre dador de vida eterna. El viejo mundo, la época en que el Dios Padre
actuaba directamente en la Tierra, murió con las enseñanzas de Jesús. Este sol
se puso y la Tierra ya no fue capaz de entender esa luz que moría. El más puro,
el más precioso metal de la figura del Salvador en la Cruz resplandece al oro
de la luz del atardecer, reflejándolo así sobre la Tierra con templado brillo.
La Cruz se levanta en una roca inconmovible, como nuestra fe en Jesucristo.
Perennes, sobreviviendo al paso del tiempo, los abetos rodean la Cruz, como la
esperanza de la humanidad en Él, el Crucificado.»
La asignación de significados místicos a cada
elemento natural está en consonancia con el panteísmo místico promovido por escritores
como Fichte, Novalis y Schlegel, que tanto influyeron en el desarrollo del
Romanticismo. Sin embargo, la interpretación de Friedrich no constituye un programa
iconográfico cerrado sino una serie de pistas para la comprensión de su propio
universo espiritual. El nihilismo existencial y las dudas de fe que sentía
Friedrich se expresan mejor a través de su pintura que leyendo sus palabras. Porque
si volvemos a mirar el cuadro se nos plantean muchos interrogantes, igual que
al artista. ¿Le ha vuelto Cristo la espalda al mundo? Si el sol se pone, ¿se
volverá a levantar? ¿Es nuestra fe tan firme como los árboles perennes? En
otras palabras, ¿hay esperanza para la humanidad?