viernes, 30 de diciembre de 2011

NEFERTARI JUGANDO AL SENET

Nefertari, cuyo nombre significa «la más bella entre las bellas», fue la Gran Esposa Real del faraón Ramsés II. De origen noble y posiblemente emparentada con los últimos reyes de la Dinastía XVIII, jugó un papel muy significativo en la consolidación política de la Dinastía XIX, a la que pertenecía su marido. Según las leyes de sucesión egipcias, era la reina quien transfería la naturaleza divina a sus hijos y herederos. Es por eso que, aunque la poligamia y el concubinato eran habituales, el faraón debía legitimar su poder mediante el matrimonio con una mujer de estirpe real, que transfiriese la divinidad a su descendencia. Pero Nefertari no sólo fue valiosa por su genealogía o porque efectivamente era la preferida de Ramsés. Su carisma y sus dotes personales la permitieron ejercer una considerable influencia religiosa y la convirtieron en una auténtica mujer de Estado, que llegó a intervenir como mediadora en la firma del Tratado de Qadesh, entre Egipto y el Imperio Hitita.
Por todo ello es comprensible que la imagen artística de Nefertari fuese especialmente importante durante el reinado de Ramsés II. A su presencia constante junto al faraón, en pinturas y esculturas, se debe añadir el templo dedicado a ella en Abu-Simbel y su propia tumba, localizada en el Valle de las Reinas, en Tebas.
La tumba subterránea de Nefertari está fechada hacia el 1250 a. C. Su estructura es una de las más complejas de su entorno. Consta de un pasillo de acceso, una antecámara ampliada con una pequeña saleta lateral, un segundo pasillo y la cámara funeraria propiamente dicha, sostenida por cuatro pilares y rodeada por dos saletas a los lados y un camarín en posición axial. Los relieves y pinturas que decoran completamente los muros se encuentran entre los más bellos del Imperio Nuevo, destacando por la calidad de sus jeroglíficos y por los fantásticos detalles de los vestidos, los adornos y los rostros de los personajes. El programa iconográfico se centra en el camino que debe recorrer la reina para alcanzar la vida eterna en el más allá. Así, Nefertari aparece rindiendo culto a los dioses o siendo conducida hasta el tribunal de los muertos, para finalizar resucitada y glorificada en las pinturas de la cámara funeraria.

De todas las imágenes de la tumba sin duda una de las más curiosas es ésta que representa a la reina jugando al senet. Desde el período Protodinástico, el senet fue seguramente uno de los pasatiempos más populares en el Antiguo Egipto, de la misma forma que el Juego Real de Ur lo era en Mesopotamia. De hecho ambos juegos se parecen mucho. En el senet, dos contrincantes tenían como objetivo hacer avanzar cinco fichas cada uno a lo largo de un tablero rectangular dividido en treinta casillas. Las casillas se disponían en tres filas paralelas de diez y algunas de ellas tenían propiedades especiales, marcadas con símbolos o jeroglíficos. La ficha que cayera en una de esas casillas tenía que retroceder o necesitar de una tirada extra para seguir avanzando, según el caso. Las fichas de cada contrincante eran diferentes: blancas y cónicas las de uno, negras y cilíndricas las del otro. Para contar se utilizaban cuatro bastoncillos que hacían las veces de dados. Estos bastoncillos estaban sin decorar por una cara mientras que por la otra tenían grabados dibujos. Cada jugador lanzaba los bastoncillos y contaba el número de casillas que podía avanzar según cayeran formando una u otra combinación. La dinámica del juego permitía que un jugador capturase las fichas del contrario, que se formasen barreras para impedir el paso o que hubiera que desandar el camino recorrido.
Ahora bien ¿qué sentido tiene la representación de un juego en un contexto funerario como el de la tumba de Nefertari? Según los egiptólogos, además de su naturaleza lúdica, parece que el senet tenía también un significado religioso. El desplazamiento de las fichas sobre el tablero era comparado con el itinerario que debía recorrer el difunto a través del inframundo para llegar al más allá. Por consiguiente, jugar una partida de senet contra el destino formaba parte de los rituales requeridos antes de pasar a la vida eterna. Nefertari aparece entonces jugando contra un oponente invisible al que tiene derrotar para hacerse merecedora de la resurrección.
La escena nos da algunas pistas interesantes al respecto. El marco forma una especie de tabernáculo que sugiere la forma del lugar donde se desarrolla la acción, la propia tumba de Nefertari. Pero la reina aparece con el vestido abierto y desceñido, mostrando parcialmente su bello cuerpo desnudo, significando con ello que no está muerta ni momificada sino viva. Más aún, está ricamente adornada con un brazalete y pendientes de oro, lleva un flagelo en la mano derecha, está sentada sobre un trono y se la ve coronada con el tocado de Nekhbet, la diosa-buitre guardiana de las madres y de las niñas que se convierten en diosas del Alto Egipto. Tanto los atributos como el trasfondo iconológico de la escena refuerzan el papel de Nefertari como reina divinizada, honrando tanto su importancia política como su inminente renacimiento en el más allá. La victoria sobre el juego de la vida y de la muerte parece segura.

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viernes, 23 de diciembre de 2011

EL JUEGO REAL DE UR

La ciudad de Ur, en el actual Irak, fue una de las ciudades más importantes de la antigua civilización de Mesopotamia. Sus ruinas permanecieron ocultas en el desierto de Nasiriya hasta que comenzaron a ser excavadas en la década de 1920 por el arqueólogo inglés Leonard Woolley. Los trabajos se prologaron hasta el año 1934 y fueron especialmente fructíferos en un área conocida como el Cementerio Real. Allí fue encontrada una serie de dieciséis sepulturas a las que se denominó las Tumbas Reales de Ur, por considerar que pertenecieron a reyes sumerios del período protodinástico, datado entre el 2600 y el 2300 a. C.
La mayor parte de los objetos rescatados de aquellas tumbas reales se conservan hoy en el Museo Británico de Londres. Entre ellos destaca el tablero y las piezas de un juego que se practicó en el antiguo Oriente Medio durante aproximadamente tres mil años, y que hoy se conoce como el Juego Real de Ur o «juego de los 20 cuadrados». Los arqueólogos hallaron ejemplares de este juego en seis de las tumbas reales de Ur. Aquí reproducimos uno de ellos, procedente de la tumba PG513. Se compone de un tablero de madera con incrustaciones de concha, piedra caliza y lapislázuli, junto con varios tipos de fichas y dados. El tablero está formado por dos piezas de doce y seis casillas respectivamente, unidas por un puente de dos casillas de largo. Todas las casillas aparecen decoradas con series de puntos, cuadrados, círculos concéntricos y ojos de la buena suerte, siguiendo una disposición simétrica. Un elemento común en todos los tableros de juego es la existencia de cinco casillas especiales, marcadas con rosetas, que aparecen siempre en la misma localización: dos en las esquinas de la izquierda, una en el centro y otras dos en las casillas inmediatamente anteriores a las esquinas de la derecha.
Las fichas del juego son pequeños discos de concha y lapislázuli que podían quedar sin decorar o, como en este caso, motearse con cinco puntos. Para mover las fichas se utilizaban distintos tipos de dados. Los tetraedros eran menos comunes que los de forma piramidal o los bastoncillos. La puntuación, en cualquiera de los casos, venía dada por los dibujos que aparecían en el vértice de los dados: los círculos concéntricos marcaban uno, dos y tres mientras que las cruces daban la posibilidad de avanzar cuatro casillas.
Las reglas del Juego Real de Ur no se conocen con exactitud pero la mayoría de los estudiosos encuentran ciertas similitudes con las del backgammon y las del senet egipcio. Según una tablilla del siglo II a. C., que se conserva en el mismo Museo Británico, parece que se trataba de una carrera entre dos jugadores que debían tirar un dado, con el objetivo de mover siete fichas idénticas cada uno. La ruta que hacían las fichas por el tablero es un tema bastante discutido. Una hipótesis es que cada jugador comenzaba por una de las casillas marcadas con rosetas en la esquina izquierda, recorrían separados las cuatro casillas de las filas de los extremos, luego pasaban el puente y giraban en redondo, pasando por las seis casillas de la segunda pieza, para embocar de vuelta la fila central hasta llegar al extremo izquierdo, donde estaba la meta. Este recorrido hacía un total de veinte casillas, lo que explicaría el nombre del juego.
Otra hipótesis es la que muestra el esquema que reproducimos aquí, adaptado de los paneles informativos que hay en el Museo Británico. Según este esquema, la entrada de las fichas tenía lugar por el cuarto cuadro de las filas de los extremos. Al igual que en el caso anterior, un jugador entraba por la fila superior y el otro por la inferior. A partir de la entrada, las fichas debían seguir hacia la izquierda, hasta alcanzar la esquina. Entonces giraban a la fila central y viajaban a lo largo de ella hacia la derecha. Cuando llegaban al último cuadro de esa fila, giraban hacia la fila desde la que comenzaron y salían del tablero por la casilla marcada con la última roseta. Esto hacía un camino bastante más rápido, de sólo catorce casillas, aunque también es posible que hubiera versiones más largas del juego que obligarían a desandar todo el camino recorrido para volver al punto de partida.
En cuanto a la función que tenían las casillas con rosetas, no está clara. Podrían ser seguros donde una ficha no podía ser capturada pero también podrían servir para conseguir una tirada extra o para enviar a una ficha de vuelta al comienzo. El hecho es que se sitúan cada cuatro casillas, lo que sugiere que el número cuatro era especialmente importante en el juego. Esta idea parece corroborada por la dificultad de obtener un cuatro con el tipo de dados que se utilizaban. Sea como fuere, este objeto constituye el testimonio material más antiguo de una de las actividades más singulares de la naturaleza humana, el juego.

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miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL PANTOCRATOR DE MOARVES DE OJEDA

A pesar de su sencillez arquitectónica, la iglesia de Moarves de Ojeda es uno de los monumentos románicos más impresionantes de Castilla y León. Según los lingüistas, el nombre de Moarves deriva de «moharabes» o «mozárabes», en alusión a las gentes que lo habitaron antes de que toda esta comarca fuera repoblada en el siglo X por cristianos venidos del norte. En la segunda mitad del siglo XII se construyó un pequeño templo dedicado a San Juan Bautista, del que destaca su portada principal y un espectacular friso escultórico que decora la fachada meridional, fechado en torno al año 1185.
No conocemos la identidad del escultor pero su estilo sigue con claridad el del artista coetáneo que realizó el grandioso friso y portada de la iglesia de Carrión de los Condes, también en Palencia. Los especialistas suelen valorar como superior el conjunto carrionés, aunque ambos comparten la monumentalidad y el virtuosismo característicos de la plástica tardorrománica, que en aquel momento comenzó a abandonar su primitiva tendencia a la abstracción para avanzar hacia un progresivo naturalismo. En los dos casos la figura central de Cristo está mucho más lograda que las efigies laterales, que siguen siendo rígidas y poco realistas. Es en los pliegues de las ropas, quizá excesivamente multiplicados por el uso del trépano, y en particular en el rostro, la barba y el cabello de Cristo, donde los escultores alcanzaron las mayores cotas de perfección. Tanto es así que resulta difícil encontrar fuentes de inspiración próximas, dentro del mismo arte románico. Por eso la bibliografía cita repetidamente la estatuaria griega clásica como el único sitio donde puede encontrarse un sentido del volumen y un tratamiento plástico semejantes.

























Desde el punto de vista iconográfico, el conjunto sigue una composición bastante habitual, denominada «Maiestas Domini» o majestad del Señor. En el centro está la figura sedente de Cristo, circunscrita en una mandorla o almendra mística. Se muestra con una mano alzada en actitud de juzgar mientras sostiene en la otra mano el libro de la Sagrada Escritura. Por esta actitud, la figura de Cristo en majestad es también conocida como «Pantocrátor», en referencia a su poder sobre todas las cosas. La mandorla está flanqueada por cuatro figuras que forman lo que se llama un «Tetramorfos», con el fin de representar a los cuatro Evangelistas: San Mateo como un ángel, San Juan como un águila, San Lucas como un buey y San Marcos como un león. Aunque la atribución de cada animal a cada evangelista está relacionada con determinadas características de los evangelios, el tema iconográfico está inspirado de una visión celestial descrita en el libro del Apocalipsis, 4, 2-7, que dice lo siguiente:

«En ese momento se apoderó de mi el Espíritu y estuve contemplando esto. En el Cielo había un trono colocado y en el trono Alguien estaba sentado […] Del trono salen relámpagos, voces y truenos […] A los cuatro lados del trono permanecen cuatro vivientes llenos de ojos, por delante y por detrás. El primer viviente se parece a un león, el segundo a un toro, el tercero tiene cara como de hombre, y el cuarto es como un águila en pleno vuelo.»

Por último, la serie de esculturas dispuestas horizontalmente a cada lado representa a los doce apóstoles. Como es habitual, portan diversos atributos iconográficos que los identifican, como libros, filacterias o cruces. Todas estas figuras son de menor tamaño que la del Cristo central con la intención de expresar una relación de jerarquía que se da no sólo en la historia evangélica sino también en la misma estructura de la Iglesia. Su factura técnica es mucho más modesta que la del grupo central, aunque tratan de mostrar cierto dinamismo alterando la posición de las cabezas, girando el tronco levemente o cruzando las piernas, como las dos figuras que se encuentran más próximas a Cristo, al que parecen dirigirse.


jueves, 10 de noviembre de 2011

MOSAICO DE AQUILES Y PENTESILEA

El mosaico romano de Aquiles y Pentesilea es una de las joyas del Museo Arqueológico Regional de la Comunidad de Madrid, localizado en Alcalá de Henares. Este mosaico cubría el suelo de la habitación principal de una domus o casa aristocrática de Complutum. Está fechado en el siglo IV d. C. y destaca no sólo por su tamaño (10,1 x 7,2 m) sino por la extraordinaria calidad de su diseño. A pesar de que algunas partes han llegado hasta nosotros casi borradas, su estado de conservación es excelente gracias a la pericia mostrada por los arqueólogos y conservadores que lo salvaron de su destrucción en la década de 1970, cuando la especulación urbanística destruyó la mayor parte de la antigua ciudad romana de Complutum. Por aquel entonces, el mosaico tuvo que ser cuidadosamente extraído, recolocado sobre un nuevo soporte y consolidado para su exposición museística, lo cual no deja de ser un verdadero milagro.
En el mosaico pueden distinguirse dos partes: la primera es una banda de enlace de dibujo geométrico, que rodea el campo principal y que servía de conexión con los muros de la habitación; la segunda es el campo propiamente dicho, que consiste en un espacio rectangular donde se inserta la composición, formada por una escena central de tema mitológico, en torno a la cual aparecen otros elementos, encerrados en casetones que se disponen en sentido diagonal. Algunos de estos elementos son animales fantásticos, dioses, alegorías, además de una figura vestida con toga, que probablemente sea el dueño de la casa, es decir, el mecenas que encargó y financió la realización del mosaico.
La mitología siempre ha sido uno de los temas artísticos favoritos de la aristocracia para reflejar su prestigio y poder. Durante la época imperial, la cultura griega tuvo una gran ascendencia sobre el mundo romano, porque se consideraba más importante y refinada. Así por ejemplo era frecuente que la educación de los hijos de la nobleza se confiara a maestros de origen griego. Por consiguiente, la representación de un tema heroico inspirado en la mitología cumplía con creces el anhelo de distinción social del propietario de la casa donde se colocó este mosaico.
La escena central representa concretamente un episodio de la vida del héroe griego Aquiles. Aquiles era hijo de la nereida Tetis y de Peleo, rey de los mirmidones. Cuando todavía era un bebé, Tetis sujetó a Aquiles del talón y lo sumergió en la Laguna Estigia con el fin de hacerle inmortal. El talón por donde fue agarrado quedó fuera del agua y se convirtió en su único punto vulnerable. A pesar de ello, Aquiles llegó a ser un guerrero invencible que combatió del lado de los aqueos en la Guerra de Troya, derrotando entre otros al príncipe Héctor. Finalmente fue muerto por una flecha lanzada por Paris, que el dios Apolo dirigió hacia su talón. De este suceso, narrado por Homero en la Ilíada, ha quedado la expresión «talón de Aquiles» para referirse el punto más débil de una persona.
El enfrentamiento de Aquiles contra Pentesilea también se enmarca en el contexto de la Guerra de Troya. Pentesilea, hija de Ares y Otrera, era la reina de las Amazonas, un grupo de mujeres guerreras que luchaban a caballo con una valentía y destreza insuperables. Según diversas fuentes clásicas (Helánico, Diodoro Sículo, Apolodoro, Quinto de Esmirna) tras la muerte de Héctor, Pentesilea acudió en ayuda de los troyanos junto con otras doce amazonas. En mitad de una cruenta batalla, Aquiles la derribó del caballo y la abatió atravesando su pecho con una lanza, exactamente como aparece representado en la escena del mosaico complutense. Aquiles se acercó a ella mientras agonizaba y quedó conmovido por su sufrimiento, y por su extraordinaria belleza y juventud. Entonces lloró amargamente su cadáver y se enfureció con los soldados griegos que se burlaban, matando a uno de ellos. Según algunas versiones, Aquiles enterró el cuerpo de la amazona en las orillas del río Escamandro y le rindió homenaje. Se trata, pues, de una historia épica que ennoblece al héroe griego enamorado de su víctima en el momento de darle muerte, y que por tal motivo llora después su pérdida.


MÁS INFORMACIÓN:
http://www.alcalavirtual.es/Museo%20Virtual%20Alcala.swf

lunes, 17 de octubre de 2011

PREMONICIÓN DE LA GUERRA CIVIL

El título completo de este cuadro de Salvador Dalí es Composición blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil). Conservada en el Philadelphia Museum of Art, es una obra plenamente surrealista en la que un ser monstruoso, formado por diferentes elementos de un cuerpo humano descoyuntado, se retuerce, se estrangula y se pisotea infligiéndose daño a sí mismo. En la trastornada anatomía del monstruo, descompuesta en pedazos y vuelta a recomponer en una especie de cuadrilátero fantástico, se distinguen una cabeza sonriente, dos poderosas manos (una de ellas inerte), dos pies esqueléticos, un trasero y varias articulaciones. La composición se alza aterradora sobre un paisaje mediterráneo, soleado y árido, en el que aparecen, en primer plano, un montón de habichuelas o judías hervidas junto a una mesilla de noche, y al fondo dos pequeñas aldeas. La línea del horizonte se sitúa muy cerca del extremo inferior, dejando que un amplio cielo azul poblado de nubes y de matices cromáticos ocupe la mayor parte del cuadro.
La obra fue terminada seis meses antes del estallido de la Guerra Civil Española en 1936 pero Dalí estuvo realizando estudios preparatorios para la misma desde el año 1934. Si volvemos la mirada a ese contexto histórico, el artista hubo de ser testigo de varios acontecimientos que agitaron de manera irremediable la convulsa situación política y social de la Segunda República Española: la proclamación unilateral de la República de Catalana por Lluís Companys en 1934, la revolución de octubre del mismo año en Asturias, y su violenta represión dirigida por el general Franco, los traumáticos cambios de gobierno producidos en mayo de 1935, con mayoría de la CEDA, y enero de 1936, con el advenimiento del Frente Popular, y los fanáticos sucesos de la primavera de 1936, que dieron lugar a un status quo inevitablemente prebélico, con constantes algaradas callejeras, atentados terroristas, purgas políticas en todos los partidos, quema de conventos y una creciente polarización ideológica que hizo imposible la convivencia entre los españoles.
Dalí no manifestó un compromiso político explícito por ninguna de las partes enfrentadas durante la Segunda República, pero sí expresó en su pintura toda la tensión del drama que se avecinaba y el horror ante una inminente confrontación entre hermanos. La mano podrida que estruja enérgicamente un pecho, a la izquierda de la composición, es un buen ejemplo de ello, al igual que el pie pisoteando el trasero a la derecha. Frente a esta violencia, un hombre minúsculo contempla la muerte de la otra mano, tendida en el suelo, mientras la cabeza del remate se ríe terroríficamente de esta tragedia al tiempo que es cegada por el sol. El tema de la pintura y su tono desasosegante nos recuerda a los grabados de Goya sobre los Desastres de la Guerra. La cabeza del remate, que parece un autorretrato de Dalí, recuerda también a la del Saturno devorando a sus hijos. La inspiración de Goya está igualmente presente en la mesilla de noche del primer plano, puesto que alude, en clave surrealista, a los «caprichos» del pintor aragonés, y en concreto, al grabado titulado El sueño de la razón produce monstruos. El propio Dalí explicó la relación entre los sueños y los terrores humanos en su libro La vida secreta
 

«A menudo he imaginado y representado el monstruo del sueño como una oprimente y gigantesca cabeza con un cuerpo filiforme, que se mantiene en equilibrio con las muletas de la realidad. Cuando estas muletas se rompen, tenemos la sensación de caer…»

En cuanto a las judías hervidas que dan título al cuadro, constituyen un elemento muy habitual en el imaginario surrealista de Dalí. Según sus propias palabras son una delirante «metáfora intestinal» de las relaciones humanas, entendidas como una forma de antropofagia recíproca. El profesor Juan A. Ramírez interpretó que lo sexual, lo podrido, lo violento y lo escatológico aparecen en la obra de Dalí mezclados con el pavor que produce su transformación en alimento, muchas veces desparramado sobre el suelo. Esta visión autodestructiva y comestible de las relaciones humanas fue expresada por el artista en otra obra posterior, también ambientada en el drama la Guerra Civil: Canibalismo de otoño (1937), que se encuentra en la Tate Gallery de Londres.


 
MÁS INFORMACIÓN:
http://www.philamuseum.org/collections/permanent/51315.html

viernes, 14 de octubre de 2011

TRES HOMBRES CAMINANDO

Las figuras alargadas de Alberto Giacometti constituyen uno de los principales iconos del arte del siglo XX. El estilo característico de este artista suizo quedó plenamente definido justo después de la Segunda Guerra Mundial pero es consecuencia de una diversa e interesante trayectoria artística que abarcó toda su vida. Tras una primera etapa de formación y experimentación en Ginebra, Italia y París, Giacometti asimiló las vanguardias artísticas de la década de 1920 ejecutando varias esculturas geométricas, que flirteaban con el cubismo, el primitivismo y la abstracción. En el período de 1930-1935 se unió al grupo de los surrealistas y realizó una curiosa serie de «jaulas», composiciones imaginativas en las que un espacio artificial, vacío y aislado, era llenado con objetos absurdos e incongruentes. Posteriormente rompió con el surrealismo y exploró nuevas formas de expresión, dedicándose al dibujo y a la pintura. El constructivismo de Cezanne le inspiró para estudiar concienzudamente la naturaleza y su estilo se volvió más clasicista.
En 1938 Giacometti fue atropellado por un automóvil, lo que le obligó a pasar una larga convalecencia, postrado en la cama. El artista tuvo que interrumpir su estudio del natural, lo que le ocasionó un enorme vacío creativo. Su estado de depresión conectó con la filosofía existencialista de Jean Paul Sartre, a quien conoció en 1939, y su expresividad se proyectó hacia una desesperada lucha por la supervivencia. Según él lo entendió, la materia plástica se reducía a un minúsculo grumo de vida que debía hacerse un hueco y regenerarse en mitad del espacio vacío. A partir de esa sensación, Giacometti pudo volver a crear, según sus propias palabras «para morder la realidad, para defenderme del frío y de la muerte, para sentirme lo más libre posible».
Al principio, sus figuras parecían diminutas, y tan livianas que un simple golpecito podría hacerlas desaparecer. Según el propio artista, podían transportarse en una simple caja de cerillas. Esta afirmación es toda una metáfora de la fragilidad humana y de su propio vacío existencial que intenta superarse y sobrevivir. Después, el tamaño de las figuras fue agrandándose mediante una técnica consistente en la adición de materia a una especie de punto germinal. Igual que si fuera una larva que renace, crece y se va modelando a partir de su propia esencia, las esculturas de Giacometti adquirieron su característico aspecto filiforme. Finalmente, el artista concedió movimiento a las figuras y las representó gesticulando, señalando con el dedo, cayendo al vacío o caminando a grandes zancadas con el fin de atravesar el obstáculo existencial de la nada. En todos los casos se trata de una forma de dignificar la condición humana, expresando mediante la acción las ansias de vivir, el deseo de escapar del vacío y la angustia de cuestionarse sobre la propia existencia. Sartre decía que «la escultura de Giacometti es la expresión hecha imagen de la condición del hombre moderno, en la frontera entre el ser y la nada».
La obra que reproducimos hoy pertenece a esta etapa existencialista de Giacometti. Se llama Tres hombres caminando, fue esculpida en bronce en el año 1948 y se conserva en el Museo de Arte de Dallas. Al contrario que otras esculturas de Giacometti, que representan figuras aisladas y exentas, ésta muestra un grupo de personajes contextualizados en un espacio. Están caminando para demostrar su capacidad de supervivencia mediante la metáfora del movimiento. Pero estos hombres no interactúan entre ellos sino que caminan en direcciones opuestas, lo que confiere a esta obra un pesimismo terrible. El propio Giacometti lo describió así:

«Ese sentido de turbación de los personajes, hombres en sus últimas consecuencias que gesticulan en un desierto incomprensible para ellos tanto como para nosotros, escogiendo al azar un motivo y en seguida abandonándolo por otro, contradiciéndose, titubeando, repitiendo lo ya dicho, examinando lo ya visto, dudando de todo, en primer lugar de la propia identidad.»

La escultura es, pues, un reflejo de la incomunicación, de la soledad radical, de la existencia absurda y desesperada que motiva a los hombres a agruparse. Sin embargo, este anhelo es representado como una quimera imposible porque cada uno sigue su destino, trazado de antemano. Al intentar encontrarse consigo mismo y con la vida, cada personaje se ensimisma y queda aislado de los otros. El autor enfatizó este aislamiento existencial por medio de una compleja trama de relaciones entre las figuras, el espacio imaginado alrededor y el propio pedestal, al igual que hizo en otras obras similares del mismo período, como La plaza (Nueva York, MOMA, 1948), la Figura en una caja entre dos cajas que son casas (colección privada, 1950), y el Hombre que camina bajo la lluvia (Zurich, Kunsthaus, 1948), que reproducimos al final. En todas ellas, se muestra una clara oposición entre la horizontalidad del pedestal y la verticalidad de las figuras que simbolizan, por un lado, el estado permanente de la naturaleza, y por otro, el desarrollo dinámico de la existencia humana que mediante el movimiento hace visible su propia identidad.

domingo, 18 de septiembre de 2011

COMPETICIÓN DE SSIREUM

El Ssireum es un tipo de lucha tradicional que se practica en la península de Corea desde la Antigüedad. En su origen era sólo una técnica de defensa personal pero luego fue incorporado a los ritos y fiestas de las sociedades antiguas, y finalmente se convirtió en una de las artes marciales más populares no sólo en Corea sino también en China, Manchuria y otras zonas del Lejano Oriente.
En el Ssireum combaten dos luchadores que se agarran y empujan con el objetivo de derribar al otro. Gana el que consigue forzar al oponente a tocar el suelo con cualquier parte de su cuerpo situada por encima de la rodilla. Antiguamente los jugadores luchaban vestidos y podían aferrarse por la ropa, sobre todo por un cinturón atado alrededor de la cintura y del muslo. Hoy visten únicamente un calzón anudado con el mencionado cinturón. El Ssireum es esencialmente una competición de fuerza bruta, en la que es necesaria una considerable habilidad física y elevadas dosis de resistencia muscular, pero también requiere un adecuado entrenamiento mental para diseñar estrategias de combate, superar los conflictos psicológicos y aplicar ciertos aspectos técnicos como la capacidad para anticiparse a los movimientos del contrario.
Las referencias artísticas y literarias sobre el Ssireum son numerosas a lo largo de la Historia. Una de las más antiguas corresponde a una pintura mural existente en una tumba real de Manchuria, datada en el siglo IV de nuestra era. Posteriormente, una crónica de 1330 narraba cómo el rey Chunghe, de la dinastía Koryo, dejaba los asuntos de Estado en manos de sus consejeros para poder practicar el Ssireum con un muchacho en los jardines de su palacio. El pueblo llano también realizaba con frecuencia competiciones de Ssireum, especialmente durante las fiestas, en las cuales el ganador podía conseguir como premio una vaca.
La imagen que reproducimos aquí fue dibujada en torno a 1780 por el artista Kim Hong-Do, famoso por representar las costumbres sociales del período Joseon, uno de los más florecientes de la historia de Corea. Es un dibujo de 27 x 22 cm realizado con tinta y lápiz sobre papel, que se conserva en el Museo Nacional de Corea, en Seúl. Muestra un combate de Ssireum presenciado por un corro de espectadores, que se distribuye en cuatro grupos sentados en el suelo, uno en cada esquina de la composición. Los personajes tienen expresiones muy variadas, animan a los luchadores y comentan sus evoluciones sin desviar en ningún momento la mirada del centro de la escena, donde tiene lugar el combate. Como elemento contrapuesto se mantiene de pie a la izquierda la figura de un vendedor ambulante, que mira hacia otro lado mientras sostiene una caja de golosinas. No hay ninguna mujer representada porque su posición en la sociedad de aquella época se limitaba exclusivamente al ámbito doméstico y no se consideraba adecuada su presencia en actos públicos, además de que el Ssireum era un deporte estrictamente masculino.
Otro detalle costumbrista que merece la pena destacar es la vestimenta (hanbok). Los coreanos marcaban las diferencias de rango social mediante el colorido de sus ropas, el uso de sombreros y zapatos, y la inclusión de ricos bordados a la altura del pecho. La nobleza además usaba joyas, como una forma evidente de diferenciarse de los plebeyos. En esta escena llama la atención la cantidad de personajes que llevan sombrero, lo que les identifica como funcionarios del Estado. La mayoría lleva un samo, una especie de gorro semicircular rematado por un saliente en su parte más alta, que formaba parte de su vestimenta diaria. Pero algunos llevan otro tipo de sombrero de ala ancha que se denomina gat, y que era utilizado por los aristócratas y por los funcionarios más importantes cuando salían a la calle. También pueden distinguirse diversos tipos de calzado; además de los que llevan los asistentes, en el lado derecho se ven las zapatillas de los dos luchadores, que son de formas y materiales distintos.
Al margen de estos aspectos, muy interesantes desde el punto de vista sociológico, la imagen es un extraordinario ejemplo de la pintura oriental, que tanto influyó en el arte europeo desde mediados del siglo XIX. La minimización del color, la importancia de la línea, que sirve para crear la sensación de volúmenes sin utilizar el claroscuro, la ausencia de perspectiva y de paisaje con los que articular el espacio, así como el gusto por los detalles de carácter anecdótico, son algunos elementos que fueron primero valorados por los pintores impresionistas, después utilizados por las vanguardias de principios del siglo XX y finalmente incorporados por dibujantes de cómic como Hergé.


lunes, 25 de julio de 2011

EL BAUTISMO DE CRISTO


Este cuadro de Piero della Francesca es una de las obras maestras de la pintura italiana del Quattrocento. En él se condensan algunas de sus características más significativas, como la perfección del dibujo, el equilibrio de la composición, el tratamiento de la anatomía humana, el estudio de las proporciones, la representación del paisaje natural, el empleo de la perspectiva, la relación armónica entre las figuras y el ambiente, y esa suavidad cromática característica de la Escuela Florentina. Los personajes se muestran serenos, como suspendidos en el tiempo, y el movimiento se restringe a poses contenidas y miradas sutiles. Como consecuencia de ello, la obra produce una sensación general de distanciamiento que se explica por la importancia religiosa del tema representado: el bautismo de Jesucristo por San Juan el Bautista en el río Jordán.
No hay datos precisos sobre el proceso de creación de este cuadro pero todos los historiadores del arte coinciden en afirmar que se trata del panel central de un tríptico de madera, encargado por la familia de mercaderes Graziani para el priorato de San Juan Bautista en la ciudad de Sansepolcro. Su cronología suscita más discusiones, aunque se admite como la fecha de ejecución más probable los años comprendidos entre 1448 y 1450. La obra fue trasladada a la catedral de Sansepolcro en 1807, como consecuencia de la supresión de las órdenes religiosas, y allí fue adquirida en 1857 por un marchante de arte inglés, por sólo 23.000 liras. Una subasta posterior, celebrada en 1861, permitió que fuese adquirida por la National Gallery de Londres, donde se exhibe hoy.
El cuadro representa la figura de Cristo en el centro geométrico de la composición. San Juan Bautista vierte el agua del Jordán sobre su cabeza, ante la presencia del Espíritu Santo, simbolizado por una paloma blanca. Detrás aparece un catecúmeno en actitud de desvestirse para ser bautizado a continuación, y al fondo varios personajes vestidos con ropas bizantinas. Hay un paralelismo cromático entre las figuras de Cristo, el catecúmeno y el tronco del árbol situado a la izquierda del río Jordán, todos de un blanco marfileño que recuerda al de las estatuas. La propia figura de Cristo inclina la cadera en un suave contraposto típico de la escultura clásica. El árbol, por su parte, divide verticalmente el cuadro siguiendo la proporción áurea, y separa la escena principal del grupo de tres ángeles situado a la izquierda.
Este grupo de ángeles, de aspecto andrógino, es el que mayores problemas de interpretación ha planteado a los especialistas. Los ángeles no siguen la iconografía tradicional, según la cual deberían estar vestidos de la misma forma y en actitud de sostener las ropas de Cristo. Por el contrario, parecen ajenos al motivo principal del cuadro y dos de ellos se toman de la mano. Entre las teorías que se han propuesto para explicarlo resumiremos aquí dos. La primera, enunciada por Battisti, apunta a que el grupo de los tres ángeles puede inspirarse en el tema de las Tres Gracias vestidas, que son una alegoría de la entrega, obtención y devolución de un beneficio. En este sentido, el cuadro sería una obra de expiación del pecado de usura cometido por un comerciante. Esta hipótesis vendría corroborada por el hecho de que en los paneles laterales del tríptico, del que formaba parte este Bautismo, aparecen los escudos de la familia Graziani. La segunda teoría, defendida por Tanner y Ginzburg, relaciona el grupo de los ángeles con los personajes bizantinos del fondo, de tal forma que la pintura puede ser una alegoría de la concordia entre las iglesias cristianas de Oriente y Occidente. Esta explicación se sustenta en un hecho histórico próximo a la fecha de creación de la obra. La amenaza de los turcos motivó a Constantinopla a solicitar al Papa Eugenio IV el auxilio de los cruzados. El Papa se mostró dispuesto a ello si antes se solucionaban las diferencias doctrinales que separaban durante siglos a la Iglesia Católica de Roma y a la Iglesia Griega Ortodoxa. A tal efecto se reunió un concilio ecuménico en Florencia en el año 1439, en el que, después de muchas reticencias, la Iglesia Griega Ortodoxa aceptó incluir en el Credo la llamada «cláusula filioque».
En todo caso, la excepcional obra de Piero della Francesca no se agota en el tema representado, cualquiera que sea. Sus cualidades formales son suficientes para considerarla uno de los hitos fundamentales del arte del Renacimiento. A este respecto destaca la capacidad para integrar las figuras en el paisaje, enfatizando sus características volumétricas mediante el empleo de una luz cenital, blanca y uniformemente distribuida, que anula las sombras, atenúa los colores y da homogeneidad a toda la composición. Junto a ello se aprecia un profundo interés por representar con inusitado detallismo algunos elementos secundarios, como las plantas, las hojas de los árboles, los tonos de las montañas y los reflejos del agua, producto de una concienzuda observación de la naturaleza. Finalmente sobresale el empleo de la perspectiva y la capacidad de ordenar geométricamente las figuras, que Piero della Francesca supo aplicar gracias al estudio de las matemáticas de Euclides durante toda su vida.

MÁS INFORMACIÓN:

http://www.nationalgallery.org.uk/paintings/piero-della-francesca-the-baptism-of-christ

viernes, 22 de julio de 2011

EDIPO Y LA ESFINGE

La imagen que reproducimos aquí pertenece a un kílix o cáliz de cerámica, datado en el Período Griego Clásico, que se conserva en los Museos Vaticanos. En Grecia, la elaboración y decoración de cerámica se consideraba un arte mayor y muchos artistas alcanzaron el reconocimiento social a través de ella, como el famoso Exequias. Esta escena fue realizada siguiendo la técnica eritográfica, es decir, pintando las figuras en color rojo sobre fondo negro. La técnica de la pintura roja apareció en torno al 530 a.C. en Atenas y en Corinto, popularizándose a lo largo del siglo V a.C. Consistía en cubrir toda la superficie con negro, dejando la silueta de las figuras del color rojo original de la cerámica; luego se pintaban los detalles con líneas negras, lo cual permitía al artista una mayor capacidad expresiva. Después del 480 a.C., la anatomía y los gestos de los personajes fueron aumentando en realismo, y las composiciones se hicieron cada vez más complejas. A pesar de que la técnica eritográfica se extendió por toda Grecia, sustituyendo a la vieja cerámica melanográfica o de pinturas negras, la calidad de sus piezas empezó a decaer en el período helenístico.
La escena representada aquí es un famoso pasaje de la historia de Edipo, concretamente el momento en que el héroe debe enfrentarse a la esfinge en una especie de duelo intelectual. La esfinge era un horrible monstruo con forma de mujer alada y el cuerpo y las patas de león. Deambulaba por los caminos que conducían a Tebas, matando y devorando a todos los viajeros que no acertaban a resolver un complicado enigma. El enigma en cuestión era el siguiente: «qué animal tiene cuatro patas por la mañana, dos a mediodía y tres al caer la noche?» Edipo averiguó la respuesta: ese animal es el hombre, que en el amanecer de su vida camina gateando a cuatro patas, en la edad adulta anda derecho sobre las dos piernas, y al llegar al ocaso de la vejez se ayuda con un bastón. Entonces la esfinge se suicidó arrojándose desde un peñasco.
Por qué Edipo tuvo que enfrentarse con la esfinge es un asunto bastante rocambolesco, propio de la mitología griega. Edipo era hijo de Layo y de Yocasta, rey y reina de Tebas respectivamente. El oráculo de Apolo advirtió a Layo que sería asesinado por su hijo para hacerse con el poder. Decidido a rehuir su destino, Layo ató los pies de su hijo recién nacido y lo abandonó en una montaña solitaria para que muriera. Pero un pastor recogió al niño y se lo entregó a Pólibo, rey de Corinto, quien lo adoptó como su propio hijo y le puso el nombre de Edipo, que significa «pie hinchado». Sin saber que era adoptado, Edipo creció despreocupado en Corinto hasta que consultó el oráculo de Apolo, quien confirmó la primera profecía diciéndole que mataría a su padre. Con el afán de evitar la muerte del que creía que era su padre, Edipo abandonó Corinto y se dirigió hacia Tebas. Pero en un cruce de caminos discutió con un hombre disfrazado al que acabó matando sin saber que era Layo, rey de Tebas y su verdadero padre. De esta forma cumplió inesperadamente la profecía de Apolo.
Después tuvo lugar el episodio de la esfinge y Edipo fue recibido en Tebas como el héroe que había conseguido liberarlos del monstruo. Los tebanos no conocían las circunstancias de la muerte de Layo; pensaron que había sido asesinado por unos salteadores de caminos. Así que decidieron recompensar al heroico Edipo convirtiéndolo en su rey y entregándole como esposa a la reina Yocasta, recientemente enviudada. Durante muchos años la pareja vivió feliz, sin saber que eran en realidad madre e hijo. Entonces descendió una terrible peste sobre la tierra, y el oráculo proclamó que debía ser castigado el asesino de Layo. Involuntariamente, Edipo descubrió que era él quien había matado a Layo, su verdadero padre. Horrorizados por haber vivido de manera incestuosa, Yocasta se suicidó y Edipo se arrancó los ojos. Desterrado de Tebas, vagó durante años por los caminos de Grecia acompañado por su hija Antígona, hasta que finalmente llegó al santuario de Colono, cerca de Atenas, donde murió.
La historia de Edipo es sin duda una de las más inextricables y enigmáticas de toda la mitología clásica. Ilustra, según la peculiar visión del mundo de los antiguos griegos, la imposibilidad de evitar el destino del hombre, trazado de antemano por fuerzas superiores. Aunque por otra parte también intenta dar explicación a un asunto mucho más prosaico: la competencia entre padres e hijos por hacerse con el poder y la propiedad. En última instancia, el mito le sirvió a Sigmund Freud para explicar a la luz del psicoanálisis la posibilidad de enamoramiento entre madres e hijos.



martes, 19 de julio de 2011

HEBE

En la mitología griega Hebe era la hija de Zeus y Hera. Se la consideraba la diosa de la juventud, hasta el punto de que los romanos la denominaron Iuventus y fomentaron la tradición de que los muchachos le ofrecieran una moneda en el templo cuando vestían por primera vez la toga de los adultos. Ciertamente se trataba de una joven bella y virtuosa, que personificaba la subordinación y la ayuda a los mayores en el hogar. Entre sus tareas estaba preparar el carro de Hera y danzar con las Horas y con las Musas al son de la lira de Apolo. Pero su principal función en el Olimpo era ejercer de copera de los dioses, sirviendo néctar y ambrosía durante los banquetes. En una ocasión fatal, Hebe tropezó accidentalmente y derramó el preciado contenido de su copa, por lo que fue castigada y apartada de su cargo. Para sustituirla, Zeus se convirtió en un águila y raptó al príncipe troyano Ganímedes, de quien estaba enamorado. A partir de entonces Ganímedes fue el nuevo copero de los dioses.
El tropiezo de Hebe simboliza la inconsciencia y el descuido propios de la juventud. Pero en clave mitológica significa algo mucho más profundo: el sentido de la falta o el pecado, que en lengua griega se explica con la palabra astoxía, cuyo significado literal es errar, fallar. Hebe no estuvo suficientemente acertada y erró en la tarea que le había ordenado Zeus. Derramar líquido no es una falta especialmente grave pero sí trastocar el orden establecido por los dioses y por eso Hebe fue castigada. En otras palabras, no estuvo a la altura. A pesar de todo, la historia no acaba en tragedia. Posteriormente Hebe se casó con Hércules, el gran héroe griego que fue deificado y juntos vivieron felices en el Olimpo. Este último episodio ejemplifica otro aspecto esencial en la mitología clásica: la necesidad de restablecer el orden de las cosas (cosmos en lengua griega). El pecado de Hebe había trastocado la armonía existente y como consecuencia de ello, la joven fue degradada. Pero en última instancia fue redimida mediante su matrimonio con Hércules, un semidios que ascendió a la inmortalidad por sus propios méritos. Al cruzarse sus destinos el orden cósmico es restablecido y las cosas vuelven a ser como deben.
El mito de Hebe posee implicaciones tan sugestivas que muchos artistas se han visto impulsados a representarlo, añadiendo nuevos matices. En la antigua Roma, por ejemplo, la diosa asumió una interesante connotación política al identificarse con la juventud del Estado, que siempre se renueva y vuelve a flnorecer. A finales del siglo XVIII se desarrolló una moda consistente en hacer los retratos femeninos como si fueran personificaciones de Hebe, con la expresa intención de alabar la juventud y la belleza de la dama retratada. Con el triunfo del Neoclasicismo, en el siglo XIX, las historias mitológicas relacionadas con esta diosa fueron muy representadas, especialmente aquéllas en las que se la muestra como copera de los dioses. Las dos esculturas que reproducimos aquí son seguramente las representaciones artísticas más famosas de Hebe.
La primera es obra de Antonio Canova y tuvo tal éxito en su momento que el artista italiano se vio obligado a hacer varias versiones de la misma: una se conserva en la Nationalgalerie de Berlín (1796), otra en el Hermitage de San Petersburgo (1800-1805), otra más en Chatsworth House, Inglaterra (1808-1814), y una última en la Pinacoteca Comunale de Forli (1817). En las distintas versiones cambia la nube de la base por un tronco de árbol, y un collar dorado que fue añadido en la estatua de Forli. Pero todas ellas tienen en común su estética neoclásica, que se manifiesta por medio de un acabado muy pulimentado de la superficie, un distanciamiento casi trascendente en el tratamiento del tema, y una intencionada frialdad en la representación. Algunos críticos censuraron la sonrisa de esta escultura de Canova porque decían que «hiela como el contacto con un muerto». Pero por otra parte, es un recurso eficaz para restarle dramatismo al accidente fatal, que sabemos está a punto de producirse. La postura de la figura sugiere a priori desequilibrio y movimiento, como si se hallara en mitad de una danza, pero está congelada en un instante preciso, justo antes de ese tropiezo de funestas consecuencias.
La segunda obra, realizada por el danés Bertel Thorvaldsen, también conoció dos versiones, una de 1806 y otra de 1816. Ambas se encuentran en el espléndido museo dedicado a este artista en Copenhague y muestran a una Hebe mucho más serena. En esta ocasión, la estética neoclásica se expresa no sólo en el aspecto formal sino sobre todo en la profundidad psicológica del personaje. Comparada con ésta, la figura de Canova parece la de una joven inconsciente y alocada. La Hebe de Thorvaldsen, sumisa y comedida, fija toda su atención en la copa para evitar el desastre, a pesar de lo cual no podrá hacer nada por impedirlo. Es el destino, la voluntad de los dioses o, de acuerdo con la mentalidad griega clásica, es sencillamente lo que tiene que ocurrir.


jueves, 14 de julio de 2011

FELIPE V MATANDO LA HEREJÍA ANTE EL ESCORIAL



Este curioso lienzo de 125 x 106 cm, que se encuentra en el Palacio Real de Aranjuez, es obra de un tal Felipe de Silva y está probablemente fechado hacia 1712. Su valor artístico es ciertamente escaso pero su análisis iconográfico resulta de lo más interesante. El título completo es El rey Felipe V de España, la reina María Luisa Gabriela de Saboya y el príncipe Luis niño matando al dragón de la herejía delante del monasterio de El Escorial.
La imagen está dividida en dos mitades por una especie de arco iris que lo atraviesa a una altura de tres cuartos. Debajo del arco, contando desde la izquierda, aparecen el rey Felipe V, una figura femenina portando un cáliz, un dragón envuelto en llamas, el pequeño príncipe y su madre la reina María Luisa. El rey va vestido según la moda de la realeza francesa, con casaca roja ribeteada de oro, banda azul, pañuelo anudado al cuello y amplia peluca, lo que hace referencia a su origen como Duque de Anjou antes de haber sido elegido heredero de la corona de España. Felipe está pinchando con una espada al dragón, mientras señala con una mano el cáliz que trae la mujer situada a su espalda. Esta figura es una alegoría de la Fe, que se muestra con sus atributos característicos: una venda en los ojos (la Fe es ciega) y un cáliz del que asoma una hostia consagrada, alusiva al misterio de la Eucaristía. En el centro se encuentra el dragón, que desde tiempos medievales se utiliza como una representación de lo demoniaco. En este caso su significado es aún más evidente porque está pisoteando cálices, crucifijos y otros elementos de la religión católica mientras se consume entre llamas. A continuación aparece el príncipe Luis I aproximadamente a la edad de cinco años; viene ataviado con un manto de armiño, un bastón de mando y la orden del Toison de Oro, en clara referencia a su papel como futuro sucesor del trono de España. El príncipe imita a su padre en la actitud de pinchar al dragón y aparece protegido por su madre la reina María Luisa, que apoya los brazos sobre sus hombros. El fondo de la escena es un paisaje montañoso en el que destaca, en mitad de toda la composición, el monasterio de El Escorial, por encima del cual asoma un sol naciente que parece coronar la cúpula principal.
La escena superior es una gloria celestial en la que se distinguen tres figuras. La figura de la izquierda es un anciano cardenal acompañado de un libro y un león, atributos iconográficos característicos de San Jerónimo, que es uno de los cuatro padres de la Iglesia Occidental. La figura de la derecha es un hombre tonsurado y vestido como diácono, que sujeta una palma en una mano y una parrilla en la otra. La palma es un objeto que llevan habitualmente los santos mártires y la parrilla es el símbolo particular de San Lorenzo, porque durante las persecuciones del emperador romano Valeriano fue condenado a morir asado sobre unas brasas. La inclusión de estas dos figuras en el cuadro tiene sentido porque El Escorial era un monasterio de la orden de los jerónimos y estaba consagrado a San Lorenzo. En el centro de la gloria celestial aparece, finalmente, una estatua vestida de la Virgen María coronada y rodeada de ángeles.
El mensaje del cuadro puede resumirse de la siguiente forma. La nueva dinastía Borbón, de origen francés, que heredó el trono de España tras la muerte del último rey Habsburgo, Carlos II, se presenta como defensora de la verdadera fe católica, dando muerte al dragón de la herejía. Esta responsabilidad, identificativa de los Habsburgo, es igualmente asumida por los dos primeros Borbones, Felipe V y Luis I, y es llevada a cabo delante del monasterio de El Escorial, que es por encima de todo el panteón real de la monarquía española. Se pretende así legitimar la transición de una dinastía a otra, tanto desde el punto de vista religioso como sucesorio y político.
Se trata, pues, de una obra de propaganda política, que sirve para justificar la idoneidad de la sucesión borbónica en el trono de España. Tiene lógica, además, que la fecha del cuadro se cifre en torno a 1712, cuando la última fase de la Guerra de Sucesión llegaba a su fin y Felipe de Anjou ganaba enteros para su definitiva coronación. El conflicto había enfrentado a los Borbones de España y Francia contra la Gran Alianza formada por Inglaterra, Holanda y Austria, que quisieron proponer un candidato alternativo al trono español para mantener el equilibrio de poder en Europa. El cuadro enfatiza el papel de Felipe de Anjou como defensor de la religión católica frente a la herejía protestante, encarnada aquí por el dragón, pero en última instancia alusiva a las potencias protestantes que lucharon contra España. Que Felipe V dé muerte al dragón en un escenario con semajante carga simbólica significa que ha vencido en la Guerra de Sucesión y está legitimado para gobernar.


lunes, 27 de junio de 2011

LA CRUZ DE CLONMACNOISE

El monasterio de Clonmacnoise (Cluain Mhic Nóis en gaélico) fue fundado en el año 548 por San Ciarán, en el centro geográfico de Irlanda. Es por tanto uno de los cenobios más antiguos y un testigo excepcional de los primeros tiempos del Cristianismo en la isla. Emplazado a orillas del río Shannon, su posición estratégica en mitad de las principales vías de comunicación del país contribuyó a que Clonmacnoise prosperase como un importante centro religioso, cultural, político y económico, que atrajo miles de peregrinos durante toda la Edad Media. No obstante, su desarrollo arquitectónico se parece más al de una pequeña ciudad que al de un monasterio al uso tradicional, porque fue habitado por un gran número de laicos que convivían con los monjes en el mismo recinto. Clonmacnoise estaba formado por un conjunto abigarrado de iglesias de modestas dimensiones, viviendas y otras dependencias, todas ellas construidas de madera y rodeadas por una sencilla cerca de barro. A partir del siglo X, las iglesias empezaron a construirse con piedra, lo mismo que algunos torreones de vigilancia y otros edificios que hoy constituyen los restos más importantes del conjunto. Desgraciadamente, su estado de conservación es muy precario porque fue repetidamente destruido por los vikingos, por los enemigos irlandeses y por los colonizadores ingleses.
Entre las construcciones más significativas que perviven de su época de mayor esplendor se encuentra la llamada «Cruz de las Escrituras», erigida alrededor del año 900. Se trata de una de las Cruces Celtas (High Crosses) mejor conservadas de Irlanda. Estas cruces fueron muy comunes durante la Alta Edad Media y constituyen uno de los emblemas característicos de Irlanda, porque aúnan el motivo celta del disco solar, en el centro, con el símbolo cristiano de la cruz latina. Su factura es en general tosca y simplificada, importando más la claridad del mensaje que su calidad artística, aunque desde luego se trate de obras excepcionales. La de Clonmacnoise es de piedra arenisca, mide casi cuatro metros de altura y está tallada en estilo prerrománico por todos sus lados, representando numerosas escenas bíblicas organizadas en paneles cuadrados. La forma, la simbología y la localización de estas cruces, distribuidas alrededor de los monasterios, han llevado a pensar que su función era la de proteger a los monjes frente a las tentaciones del demonio. Concretamente, la Cruz de las Escrituras se hallaba enfrente de la puerta occidental de la catedral o templo principal del monasterio. Las escenas representadas en esta cruz son las siguientes.
Empezamos primero por la cara principal, la que da al Este. En el crucero se encuentra Cristo en majestad presidiendo el Juicio Final. Está secundado a la izquierda por un ángel músico, detrás del cual vienen los justos, y a la derecha por una figura que da la espalda a Cristo y conduce a los pecadores hacia la condenación eterna. En el primer panel debajo del círculo central aparece un tema denominado «Traditio Clavium», que representa a Cristo en el acto de entregar las llaves a San Pedro y un libro a San Pablo, imponiéndoles así sus atributos característicos. Las dos últimas escenas del pilar son de tema secular y su interpretación es compleja. La más inferior muestra a un monje y a un guerrero sujetando un mástil, que según algunos historiadores puede representar al abad Colmán y al rey Flann, patrocinadores de esta cruz y de la catedral de Clonmacnoise. En la basa se muestra un cortejo formado por tres jinetes, probablemente los tres Reyes Magos, y dos carros cargados de pasajeros.

El ciclo de la cara Oeste está dedicado por entero a la Pasión de Cristo. En el crucero se muestra la Crucifixión, concretamente el momento en que Jesús es alanceado. A continuación aparecen, de arriba abajo, tres soldados repartiéndose las ropas de Cristo, la Flagelación y el Entierro de Cristo. En el panel inferior se distinguen restos muy borrados de la inscripción que citaba a los dos mecenas del monumento, y en la basa se piensa que puede estar la Resurrección, aunque su estado de conservación es muy precario para poder distinguirlo bien. Las caras Norte y Sur de la cruz también están labradas. La primera con escenas de la vida de San Pablo Ermitaño y San Antonio, además de algunos animales mitológicos que eran habituales en los bestiarios medievales, como grifos, leones y unicornios. La segunda con dos paneles de la historia de David y una escena de caza.
La iconografía de la Cruz, por tanto, resume la historia de la Salvación explicada en las Sagradas Escrituras, que comienza en el Antiguo Testamento, con la mención del reinado de David y se desarrolla con la Pasión de Cristo, para terminar con el Juicio Final, en el que la intercesión de los santos y la realización de obras de caridad como la construcción del monasterio de Clonmacnoise, son fundamentales para alcanzar la redención y la vida eterna.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.sacred-destinations.com/ireland/clonmacnoise

viernes, 3 de junio de 2011

EL NIÑO DE LA PEONZA


Esta encantadora obra de Jean Chardin es una de las mejores representaciones artísticas que se han hecho sobre el juego infantil. Se trata de un cuadro de medio tamaño pintado al óleo en 1738, que se encuentra en el Museo del Louvre de París y hasta hace pocos días hemos tenido la oportunidad de verlo aquí en Madrid, en una exposición en el Museo del Prado. Es el retrato de Auguste-Gabriel, el hijo menor de un importante joyero llamado Charles Godefroy. La posibilidad de que un miembro de la burguesía encargase una obra de arte a un pintor de renombre, así como el elegante vestuario del niño, compuesto de camisa, chaleco, casaca y peluca, son un claro indicativo de los cambios sociales que se estaban produciendo en Francia en la primera mitad del XVIII, y que concluirían a finales de siglo con la disolución del orden estamental.
El cuadro muestra al muchacho en un momento de relax, absorto en la contemplación de una peonza que gira encima de la mesa. En esta mesa se distingue, en segundo plano, un par de libros, un rollo de papel, una pluma y un tintero. En la parte delantera sobresale una tiza de un cajón entreabierto en el que seguramente se amontonan otros elementos de escritorio. El fondo del cuadro es neutro, aunque está ligeramente animado por una serie de líneas verticales que confieren quietud y estabilidad a la composición. Lo cierto es que la pintura guarda un perfecto equilibro: el elemento más destacado por la iluminación es el rostro del niño, a la derecha, sabiamente contrapesado por la pluma y el rollo de papel blancos, a la izquierda.
La interrelación entre el juguete y los libros encima de la mesa supone una referencia clara a la dualidad entre el ocio y el trabajo, o en este caso concreto, las obligaciones escolares. El acceso a la educación no era una posibilidad real para todas las capas sociales aunque fue uno de los grandes anhelos del Siglo de las Luces, como se manifiesta en la obra de Rousseau y otros filósofos ilustrados. Así que los libros y el material escolar muestran inequívocamente que Auguste-Gabriel podía estudiar y que su familia se preocupaba de ello, participando de las novedades intelectuales de la época. Pero, por otra parte, es sólo un niño y el juego es la actividad más característica de la infancia. Así que la imagen le representa en un momento de descanso, jugando con la peonza después de terminar sus deberes. Aún con todo, el muchacho está observando el movimiento de la peonza con una actitud profundamente analítica, como si se tratase de un pequeño científico que se encuentra estudiando las leyes de la dinámica. El juego y la educación quedan entonces profundamente interconectados.
Desde el punto de vista de la antropología, el juego está relacionado con las necesidades físicas, psíquicas y espirituales de cada sociedad y puede tener diversas funciones: entrenamiento de habilidades, expresión de aspectos de la cultura, representación simbólica, medio de relajación y evasión, o simple actividad de ocio para el tiempo libre. Las teorías culturalistas, postuladas por Huizinga y Caillois, remarcan la importancia del juego como transmisor de patrones culturales, tradiciones y costumbres, percepciones sociales, valores y hábitos de conducta. Otros autores como Vygotski y Elkonin, consideran que el juego es un recurso que facilita el conocimiento e inserción del niño en el medio sociocultural, facilitando su dominio progresivo de los objetos y espacios del entorno. Todo esto se muestra en la imagen de Chardin, en el que el niño está aprendiendo mediante una actividad lúdica que se desarrolla precisamente en un entorno educativo.
Volviendo a la peonza, que para mí es el elemento protagonista del cuadro, conviene destacar su presencia como una de las representaciones de juguetes más explícitas en toda la Historia del Arte. Pinon ha estudiado la evolución histórica del juguete y la ha clasificado en tres grandes etapas: una primera etapa en la que los juguetes eran elaborados manualmente por los propios niños o por sus padres, a partir de materiales sencillos; una segunda etapa, que coincide con la Edad Moderna, en la que los juguetes eran manufacturados y comercializados a pequeña escala por artesanos especializados; y una última etapa, a partir del siglo XX, en la que los juguetes son fabricados industrialmente y destinados al consumo de masas. La peonza de nuestro cuadro es un juguete típico de la segunda etapa, construido de forma más o menos rudimentaria pero con un valor de pieza única que favorece una conexión emotiva muy intensa entre el jugador y el juguete. Hay que pensar que este tipo de juguetes eran escasos y en ocasiones eran probablemente los únicos de que disponía un niño para toda su infancia.
La forma en que Auguste-Gabriel Godefroy está mirando a su juguete denota una maravillosa emotividad contenida. Es una preciosa mezcla de orgullo por la posesión de la peonza, como si fuera un pequeño tesoro, y también de autoestima por su propia destreza a la hora de hacerla girar. En definitiva, el artista ha logrado representar un instante congelado en el tiempo, en el que tanto el niño como nosotros, los espectadores, nos encontramos contemplando el sutil balanceo de la peonza. Una actividad, en apariencia, superflua y banal pero cargada de enorme significación para la mente y los sentimientos de un niño.


MÁS INFORMACIÓN:
http://cartelfr.louvre.fr/cartelfr/visite?srv=car_not_frame&idNotice=10854


lunes, 23 de mayo de 2011

LAS VIRTUDES TEOLOGALES



En la religión católica, las «Virtudes Teologales» son aquellos dones que Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad del hombre, con el fin de dirigir sus acciones hacia Dios mismo. Estas virtudes son frecuentemente citadas en el Nuevo Testamento, particularmente en la Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios, 13, 13. Son tres, la Fe, la Esperanza y la Caridad, y se supone que son recibidas por todos los cristianos en el momento del bautismo. Debido a su importancia, las Virtudes Teologales han sido profusamente representadas en las obras de arte religioso de todas las épocas y estilos. Como se trata de conceptos abstractos, la iconografía ha recurrido al uso de alegorías para poder hacerlos visibles.
Una alegoría es una representación simbólica de valores o virtudes por medio de metáforas, personificaciones, bestiarios, objetos y otras figuras. La alegoría funciona como condensación, explicación o prefiguración de determinados significados de carácter moral. Así, cada personaje representa una virtud, porque el imaginario colectivo y la tradición identifican alguna de sus características con esa virtud. Para interpretar adecuadamente el significado de una alegoría es necesario recurrir a ciertos tratados de iconografía que explican cómo y por qué se representa cada elemento de una manera determinada. El tratado más importante al respecto es la Iconología, de Cesare Ripa, que desde su publicación en 1593 conoció numerosas ediciones, y fue un libro de consulta habitual para todos los artistas plásticos, desde el Renacimiento hasta bien entrado el siglo XIX.
El conjunto escultórico que reproducimos aquí es una obra del artista inglés William Theed el Joven, que sigue a pies juntillas los patrones de representación fijados por Cesare Ripa, a pesar de haberse realizado en la tardía fecha de 1866. El conjunto forma parte de un memorial dedicado al canónigo David Williams y su esposa, que se encuentra en una de las naves laterales de la Catedral de Winchester (Inglaterra). Es de estilo neoclásico y muestra en una equilibrada composición las tres Virtudes Teologales.
La primera figura, a la izquierda, representa la Fe. Es una sacerdotisa virgen vestida con toga blanca, que sostiene una gran cruz con la mano izquierda mientras se lleva al pecho la derecha. Según Ripa, «la mano que mantiene sobre el pecho muestra cómo en el interior de su corazón se contiene la viva y verdadera Fe, haciéndonos acreedores a la gracia por el hecho de poseerla». Otros atributos característicos de la Fe pueden ser un cáliz y un libro abierto, que hacen referencia al sacramento de la Eucaristía y a las Sagradas Escrituras respectivamente. En este caso, no obstante, el escultor ha reducido los símbolos para simplificar la figura.
La segunda figura, en el centro, es la Caridad. Se la representa como una madre cuidando de tres niños pequeños, uno de los cuales amamanta en su regazo. Ripa describe que su vestido es rojo «por su semejanza con el color de la sangre, para mostrar cómo la verdadera caridad se extiende hasta el mismo hecho de verterla por los demás». El hecho de que aparezcan tres niños hace alusión al conjunto de las tres Virtudes Teologales, de las cuales la más importante es la Caridad, pues sin ella no valen nada la Fe ni la Esperanza. Otro atributo característico de la Caridad puede ser un corazón ardiente o una llama, como símbolos del amor y la pasión, aunque de nuevo han sido obviados por nuestro artista.
La última figura, situada en el extremo derecho, es la Esperanza. Aparece como una joven vestida de verde que tiene las manos juntas y dirige su mirada hacia lo alto. Ripa describe varias versiones de la misma alegoría, de forma que puede levantar las manos hacia el cielo, acompañarse de una planta florecida o un lirio, e incluso sembrar algunas semillas de trigo que lleva en el regazo. Pero en este caso se ha potenciado la pose misma de la figura, que «evita poner los ojos en las vanidades y falsas locuras del mundo, poniendo su mente y toda la nobleza de su intención en desear y esperar aquellas cosas incorruptibles, que no están sujetas a los cambios de los tiempos ni a los accidentes de la vida de los mortales», lo cual es bastante acertado para un monumento de carácter funerario como es éste.
Quiero citar, antes de terminar, otro conjunto escultórico que ofrece una enternecedora versión del mismo tema iconográfico. El autor es el alemán Christian Daniel Rauch, quien tuvo la ocurrencia de interpretar las Virtudes Teologales en clave infantil. La obra se encuentra en el Museo Thorvaldsen de Copenhague y fue realizada entre 1842 y 1852 en un estilo neoclásico bastante cursi, que en aquella época era de lo más aplaudido. La primera figura, a la izquierda, es la Caridad, representada como un niño pobre que recibe una escudilla de sopa. En el centro está la Esperanza, con la mirada y los brazos levantados hacia el cielo. Y la última, a la derecha, es la Fe, representada como un niño que lee atentamente un pasaje de la Biblia.

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.