La obra de Giorgio De Chirico es bastante
inclasificable. Nacido en Grecia en 1888, en el seno de una familia italiana,
se educó en Munich y entró en contacto con las vanguardias en París, entre 1911
y 1915. La mezcla de su cultura de origen y de las nuevas ideas artísticas de
principios del siglo XX eclosionó en una pintura figurativa, de inspiración
clasicista, en la que los ambientes arquitectónicos y la perspectiva
renacentista resultaron esenciales. Su estilo fue secundado por otros artistas
como Carlo Carrà, con quien fundó la llamada Escuela Metafísica en la ciudad de
Ferrara. Sus cuadros más famosos son aquellos que representan inmensas plazas
italianas, casi desérticas, pobladas por escasas figuras que proyectan sombras
alargadas. Muchas veces, estas figuras tienen la forma de un maniquí con la
cabeza reducida a un óvalo sin rostro, lo que las convierte en una auténtica
metáfora de la soledad y la melancolía.
Los
arqueólogos constituyen
un buen ejemplo de la peculiar evolución de este tipo de pintura. Es un óleo
sobre lienzo del año 1927, que se conserva en la Galeria Nazionale d’Arte
Moderna e Contemporanea de Roma, y que ha podido verse hace unos meses en una
interesante exposición en el CaixaForum de Madrid. El tema se presta a
profundas lecturas simbolistas, aunque en su momento fue criticado por los
surrealistas, que reprocharon a De Chirico haberse alejado de la pureza
metafísica de sus primeras composiciones.
El cuadro representa a dos maniquíes
hipertrofiados, con grandes cabezas con forma de óvalo, sin facciones que les
identifiquen. Están vestidos con togas clásicas y sentados en un interior,
sobre dos sillones extraordinariamente pequeños para su tamaño. En su regazo
acumulan edificios en miniatura, piezas arquitectónicas como arcos, partes de acueductos,
murallas, pedestales y columnas rotas, que se superponen entre sí. El tórax del
personaje de la izquierda se confunde con una pared rocosa sobre el que se
apoyan los restos arqueológicos. Por su parte, el personaje de la derecha
sostiene en sus manos una tablilla garabateada con signos, que trata de descifrar.
Las ruinas son un símbolo de la herencia
cultural de la humanidad, sobre la cual los personajes reflexionan con admiración.
Su toga les hace parecer sabios o filósofos del mundo clásico, y su actitud refleja
la preocupación por alcanzar un mejor conocimiento del pasado y por conservar su
patrimonio. La desproporción de los cuerpos de los dos «arqueólogos», en
comparación con sus raquíticas piernas y los pequeños sillones, enfatiza la
sensación de quedar desbordados ante la enorme cantidad de restos
histórico-artísticos. Algunos tópicos de la literatura renacentista como el del
ubi sunt o el de vanitas vanitatis podrían también aplicarse a la interpretación de la
escena. En cuanto al hecho de hallarse en un interior, De Chirico comentaba lo
siguiente:
«El maniquí sentado
está destinado a vivir en habitaciones, sobre todo en las esquinas de
habitaciones; el aire libre no le sienta bien. Aquí es donde se siente en casa,
donde prospera y generosamente muestra los regalos de su poesía inefable y
misteriosa.»
El artista metafísico continuó realizando
variantes del tema de los arqueólogos en las décadas siguientes. Una de las más
tardías es esta escultura de bronce del año 1968, procedente de la Fondazione
Giorgio e Isa de Chirico en Roma, que también ha podido admirarse en la citada
exposición del CaixaForum de Madrid. El recurso de los minúsculos sillones y
las ruinas acumuladas en el regazo se repite, aunque en esta ocasión uno de los
personajes pasa su brazo por encima del hombro del compañero, como diciéndole
algo. Algo como «esto es todo lo que nos queda, todo lo que hemos podido
rescatar de la destrucción y el paso inexorable del tiempo».