Marc Chagall es uno de los artistas más
inclasificables del panorama de las vanguardias de principios del siglo XX, porque
en su trayectoria son tan importantes las influencias recibidas como las
experiencias vitales. Nacido en Vitebsk (Bielorrusia) en 1887, su ambiente
rural, sus costumbres tradicionales y la felicidad del núcleo familiar le
marcaron profundamente, así como su matrimonio con la encantadora Bella.
Tras una etapa de titubeos adolescentes,
inició su formación artística en Vitebsk, pasando luego por San Petersburgo,
París y Berlín. En estas dos últimas ciudades se entusiasmó con el Fauvismo de
Matisse, el Surrealismo de Breton y el Expresionismo del primer Kandinsky. De
vuelta a Rusia, en 1918 desempeñó varios cargos de dirección para el nuevo
régimen bolchevique pero pronto dimitió de ellos debido a su desencuentro con
otros artistas como Malevich y El Lissitzky, que pretendían imponer el
Suprematismo como el nuevo arte oficial. Viajero incansable, desde 1923 vive
temporadas en Francia, Alemania y Polonia, viaja a España y a Italia para
estudiar a los grandes maestros, y se reencuentra con sus orígenes judíos en
Tierra Santa, mientras prepara una serie de ilustraciones de la Biblia bajo la supervisión
de Ambroise Vollard. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial se
exilió en Estados Unidos, regresando varios años después a Francia, donde
continuó trabajando hasta el final de sus días.
Su condición de judío es uno de los aspectos
que más influyó en la obra de Marc Chagall. Durante la década de 1930, el
artista fue testigo del ascenso imparable del totalitarismo y de repetidos
atentados antisemitas en Polonia y Alemania. El terror suscitado por los nazis,
la angustia de la guerra y el miedo a la muerte se convirtieron en el tema
central de buena parte de su producción artística y literaria.
El cuadro que tratamos aquí, por ejemplo, está directamente emparentado con otra obra
suya un poco posterior, titulada El alma
de la ciudad (1945). En ambos casos se mezcla la narración de hechos reales
con la expresión de emociones personales, la referencia a aspectos espirituales
y la introducción de elementos fantásticos u oníricos. El resultado ha sido catalogado
por algunos críticos como No Realismo Espontáneo y por otros como Surrealismo
Trascendente; los nazis lo clasificaron como ejemplo de «arte degenerado». Más allá de etiquetas, las obras de Marc Chagall suelen presentar
una apariencia un tanto caótica, una factura ingenua y colorista, en ocasiones similar
a la de los Nabis, y un profundo simbolismo místico, en donde los detalles son
tan importantes como el conjunto.
La Crucifixión
blanca (1938) es un óleo sobre lienzo de 155 x 140 cm que se conserva en The Art Institute of Chicago. Su composición gira
en torno a un gran Cristo crucificado que se yergue en mitad del cuadro,
destacado por un potente haz de luz diagonal. Alrededor de esta imagen central se
diseminan varios grupos de personas dibujadas a menor escala, que protagonizan de
manera individualizada escenas de saqueo, violencia y huida, todas ellas relacionadas
entre sí. Los grupos de la izquierda parecen dirigirse hacia el Cristo pero los
de la izquierda y los de la zona inferior escapan de él, lo cual, unido a la
representación de casas destruidas, confiere al conjunto un efecto desasosegante
de caos y dispersión.
El tema del cuadro es el sufrimiento del
pueblo judío como consecuencia de la persecución provocada por los bolcheviques
y los nazis. Coetánea a la fecha de ejecución del cuadro fue la terrible Kristallnacht (Noche de los
Cristales Rotos), que tuvo lugar durante la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, y
consistió en una serie de pogromos y ataques dirigidos por las tropas de las
SA, las SS y las Juventudes Hitlerianas contra la población y las propiedades judías
de Alemania y Austria. El nombre viene de la cantidad de escaparates de tiendas
que fueron destruidos y que dejaron las calles de las ciudades cubiertas de vidrios
rotos.
Así pues, el gran Crucifijo iluminado por el haz de luz blanca en el centro de la composición no representa la imagen del Salvador de los cristianos, sino del hombre hebreo martirizado, pues Cristo mismo también era judío. El significado, por tanto, es distinto y se relaciona con la intención de denunciar el sufrimiento causado por los hechos históricos señalados. Prueba de ello es que el faldón que envuelve a Cristo es en realidad un talit (un chal ceremonial con ribetes negros) utilizado por los hebreos en las plegarias. Esta iconografía, por cierto, se repite en la ya citada obra El alma de la ciudad. En la misma línea debe entenderse el letrero colocado sobre la cabeza de Cristo («Iéshu Hanotzrí Mélej Haiehudim»), inscrito en caracteres hebreos. Jesús fue increpado por los romanos como rey de los judíos de la misma forma que los judíos de Centroeuropa fueron señalados por los nazis en la década de 1930, con la estrella de David y el rótulo «Ich bin Jude». Las dos marcas fueron concebidas con el propósito de humillar a las víctimas inocentes de la intolerancia.
Así pues, el gran Crucifijo iluminado por el haz de luz blanca en el centro de la composición no representa la imagen del Salvador de los cristianos, sino del hombre hebreo martirizado, pues Cristo mismo también era judío. El significado, por tanto, es distinto y se relaciona con la intención de denunciar el sufrimiento causado por los hechos históricos señalados. Prueba de ello es que el faldón que envuelve a Cristo es en realidad un talit (un chal ceremonial con ribetes negros) utilizado por los hebreos en las plegarias. Esta iconografía, por cierto, se repite en la ya citada obra El alma de la ciudad. En la misma línea debe entenderse el letrero colocado sobre la cabeza de Cristo («Iéshu Hanotzrí Mélej Haiehudim»), inscrito en caracteres hebreos. Jesús fue increpado por los romanos como rey de los judíos de la misma forma que los judíos de Centroeuropa fueron señalados por los nazis en la década de 1930, con la estrella de David y el rótulo «Ich bin Jude». Las dos marcas fueron concebidas con el propósito de humillar a las víctimas inocentes de la intolerancia.
A la izquierda del Crucificado un desordenado
pelotón de milicianos comunistas, identificados con banderas rojas, avanza sobre
una aldea para incendiarla y destruirla. Las casas están desmembradas y una de
ellas puesta bocabajo, enfatizando el dramatismo de la escena. Debajo de la
aldea un grupo de personas se hacina en una patera intentando huir del
desastre. En el extremo superior del cuadro aparecen flotando en el aire cuatro
personas, horrorizadas ante la violencia y la muerte. La figura vestida de negro
es un rabino que se tapa los ojos y el que aparece a la derecha un
profeta que proclama la destrucción. A la derecha un asaltante hitleriano,
identificado por su brazalete, incendia una sinagoga y profana el tabernáculo
de la Torá. Y en la parte inferior, la diáspora de los judíos errantes, que lloran y huyen
despavoridos, uno de ellos con el rollo de la Torá entre sus brazos.
Por último, como símbolo de la pervivencia
espiritual del Pueblo Elegido aparece a los pies del Crucificado la Menohra, el
candelabro de los siete brazos con las velas encendidas que iluminan las tinieblas. Su luz se corresponde
con la que baña la figura de Cristo, en el centro, y es la única esperanza que
queda, según palabras del propio Chagall: «la fe en Dios mueve las montañas de
la desesperanza».
MÁS INFORMACIÓN:
http://www.eitb.com/es/audios/detalle/955073/analizamos-la-crucifixion-blanca-marc-chagall--seccion-arte/
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