miércoles, 27 de junio de 2012

TINTÍN LEYENDO

Para poder interpretar los temas que representan las obras de arte del pasado es necesario conocer las fuentes iconológicas que les sirven de inspiración, las cuales suelen ser de carácter histórico, político, religioso o mitológico. En cambio, las obras de arte contemporáneo beben de fuentes de inspiración muy diferentes, como la propia biografía de los artistas, los conflictos del mundo real, la crítica social, la cultura popular o los medios de comunicación de masas. La obra que nos ocupa hoy es un buen ejemplo de ello.
Se trata de una pintura de Roy Lichtenstein, del año 1993, perteneciente a la colección del magnate italiano Carlo Bilotti. La obra fue originalmente diseñada en pequeño formato para la cubierta de un libro del novelista Frederic Tuten, amigo personal de Lichtenstein. El libro en cuestión se llama Tintín en el nuevo mundo: un romance, y especula con que el joven protagonista de los cómics de Hergé se convierte en un personaje de carne y hueso; de esta forma se hace definitivamente adulto y madura enfrentándose a las complicaciones de la vida real como el amor, el sexo, el deshonor, la enfermedad y la muerte. Carlo Bilotti vio la portada del libro y quedó absolutamente fascinado. Como buen mecenas que era, encargó a Roy Lichtenstein que pasara el dibujo a una pintura de gran formato, dando como resultado la imagen publicada al final de esta entrada.
La obra es extremadamente compleja por la cantidad de interrelaciones que sugiere, no sólo entre cada uno de sus componentes sino también entre las diversas formas de expresión artística en el siglo XX. Tanto a nivel conceptual como estilístico se enmarca dentro del Pop Art, un movimiento iniciado en Inglaterra en la década de 1950, que pretendía crear un nuevo tipo de arte basado en los objetos cotidianos de la sociedad de consumo, la publicidad, la fotografía, los medios de comunicación, la tecnología, el entorno urbano y la cultura de masas. Para los artistas pop, los temas banales se convirtieron en asunto artístico, incluso las cosas que no tenían valor estético por sí mismas, al igual que habían hecho varias décadas atrás los dadaístas. El movimiento funcionó como un poderoso aglutinante capaz de crear obras de arte a partir de elementos preexistentes, que eran puestos en relación por medio de técnicas combinadas como el collage, el fotomontaje, la serigrafía, la aplicación de complicadas técnicas pictóricas o el diseño de instalaciones.
Roy Lichtenstein fue uno de los autores más destacados de este movimiento en los Estados Unidos. A principios de los 60 se especializó en la reproducción macroscópica de imágenes de cómics, desarrollando un estilo muy particular. Su método de trabajo consistía en localizar un motivo absolutamente trivial, normalmente sacado de tebeos como el de la izquierda, que le servía de modelo; a continuación hacía un dibujo que copiaba en un lienzo de gran formato, con la ayuda de un episcopio o proyector de opacos; finalmente, aplicaba colores planos y brillantes en determinadas zonas de la imagen, mientras que en otras estampaba una serie de rayas o puntos (Ben-Day dots) a gran escala, que imitaban las tramas características de las máquinas de impresión tipográfica.
El proceso daba a las obras de Lichtenstein un acabado industrial y su parecido con el modelo original le conferían un aspecto impersonal, en el que el artista jugaba conscientemente el papel de re-creador o imitador. Por otra parte, al extraer la imagen de la historieta perdía su lógica narrativa, y la escena quedaba descontextualizada, adquiriendo un significado nuevo e inusual, desprovisto de emotividad. El propio Lichtenstein lo explicaba así en una conversación mantenida con David Pascal en 1966:
«Soy propenso a elegir motivos de cómic muy típicos, aquellos que, en cierto sentido, no expresan ninguna idea única en su contexto. En otras palabras: normalmente no suelo escoger aquellos motivos que presentan un mensaje imponente, sino aquellos que no ostentan un mensaje de importancia o que tan sólo parecen arquetipos de su clase. Esto es lo que más me interesa: a partir de semejantes motivos alcanzar una forma casi clásica, si bien intento encontrar en el motivo algo que se encuentra fuera del tiempo, que parece impersonal y mecánico. Los cómics son campos experimentales que estimulan la fantasía.»
Las obras de Roy Lichtenstein proponen un diálogo muy sugestivo acerca de los límites y las coincidencias entre el arte y las «imágenes artísticas», planteando nuevos interrogantes sobre qué es el arte. Tintín leyendo no es ninguna excepción. Es una pintura inspirada en la portada de un libro, que a su vez reproduce la viñeta de un cómic, concretamente La oreja rota (1937), y que además incluye en el último plano la recreación de un fragmento del cuadro La danza (1909) de Henri Matisse.
En la imagen se ve a Tintín ojeando el periódico en un sillón mientras su fiel perro Milú descansa a sus pies. Por una puerta entreabierta a la izquierda sobresale un letrero que figura un crujido, al tiempo que una daga asesina atraviesa volando la habitación. La escena se completa con una mesilla en la esquina derecha, sobre la que descansa una gorra de marino, un hueso abandonado en el suelo, probablemente por Milú, y una lamparilla junto a la pared del fondo. El letrero con la onomatopeya y la daga asesina pueden estar relacionados con la historia contada en el cómic original de Hergé, en el que Tintín era repetidamente amenazado por dos malhechores, uno de los cuales era especialmente hábil lanzando cuchillos. Sin embargo, ¿deben ser interpretados así o, por el contrario, son una alusión a las dificultades del mundo adulto que Tintín se encuentra en la novela de Frederic Tuten, para la que esta imagen sirvió de portada?
Los elementos iconográficos son, por tanto, extraordinariamente ambiguos. Un ejemplo más lo encontramos en la gorra de marino que reposa sobre la mesilla de la derecha. Pertenece al Capitán Haddock, que es uno de los personajes protagonistas de las historietas de Tintín. Pero Haddock no está presente en el cómic La oreja rota; de hecho no aparece en el universo creado por Hergé hasta unos años después, en El cangrejo de las pinzas de oro (1941). Así que la gorra es un elemento totalmente descontextualizado, introducido de forma aséptica e individualizada por Lichtenstein como uno de esos iconos de la cultura de masas que tanto gustaban en el Pop Art.
Lo más interesante, no obstante, es la reproducción de La danza de Matisse en la pared del fondo. Podría ser de nuevo una referencia a la historia contada en La oreja rota, en la que Tintín investiga un caso de falsificación y comercio ilegal de antigüedades, que comienza con el robo de un fetiche amerindio en un museo. El estilo primitivista de la pintura de Matisse enlaza desde luego con la etnografía y, al igual que hicieron muchas vanguardias de principios del siglo XX, planteó la posibilidad de que el arte occidental se abriera a otras vías de expresión alternativas. Según este punto de vista, las expresiones indígenas, el folklore, la cultura popular y la artesanía podrían tener cabida en un museo. De nuevo la pregunta ¿qué es el arte? o ¿cuál es el verdadero arte?
Pero la intención de la cita a Matisse parece más relacionada con el juego del «cuadro dentro del cuadro» practicado por muchos autores a lo largo de la Historia del Arte (Van Eyck, Teniers, Vermeer, Velázquez, Manet, Gauguin, etc.). De esta forma, Roy Lichtenstein rinde homenaje a uno de los maestros que más influyeron en su trayectoria profesional. Pero lo hace mediante la simple yuxtaposición de una obra emblemática del arte del siglo XX y un icono de la cultura de masas. La confrontación de ambos elementos podría generar una tensión insostenible pero Lichtenstein la soluciona reinterpretando la obra de Matisse en clave pop. Para conseguirlo utiliza los mismos recursos que en el resto de la composición: bordes de trazo grueso, colores planos y una trama de rayas, que le dan un aspecto parecido al de una viñeta de cómic. Como consecuencia de ello, la obra de arte procedente del museo se vulgariza y se pone al mismo nivel que las manifestaciones de la cultura popular, que a su vez pueden considerarse dignas de ser admitidas en el museo.
Para darle una vuelta de tuerca más a este último razonamiento, La danza de Matisse se encuentra en el MOMA de Nueva York, donde curiosamente también se exhibe Artist's Studio. The Dance, una reinterpretación de la primera realizada por el propio Roy Lichtenstein en 1974. Más aún, La danza era una de las pinturas favoritas del mecenas Carlo Bilotti, que recordemos fue quien encargó a Lichtenstein la pintura de Tintín (con La danza de fondo). ¿Quién da más? 

martes, 19 de junio de 2012

HUGO BALL EN EL CABARET VOLTAIRE

El Cabaret Voltaire de Zurich fue inaugurado el 5 de febrero de 1916 por un grupo de escritores que deseaban romper con los convencionalismos sociales y con el tradicionalismo de la cultura occidental. Entre los fundadores se encontraban el poeta Hugo Ball y su compañera Emmy Hennings, a los que se unieron poco después el poeta y pintor Hans Arp, el artista Marcel Janco y el poeta Tristan Tzara. El Cabaret Voltaire se convirtió en el escenario perfecto donde desarrollar su exaltada creatividad, que pronto adquirió un carácter esencialmente provocador. El local se encontraba en la planta superior de un teatro, cuyas serias representaciones eran motivo frecuente de burla.
Las experiencias artísticas iniciadas en el Cabaret Voltaire y después secundadas por artistas de otros países, se agruparon bajo la etiqueta de Dadaísmo. El término proviene de «dadá», una palabra que no tiene significado alguno y que Tristan Tzara se encontró por casualidad al abrir un diccionario. Para aquellos creadores era tanto una forma de protesta como un símbolo del caos desatado en Europa a raíz de la Primera Guerra Mundial.
El Dadaísmo sobrevaloró el azar, el juego, la irracionalidad, el nihilismo y la subversión como procesos artísticos especialmente fecundos. Por el contrario, atacó ferozmente los valores establecidos tanto en los aspectos moral y social como en relación con la cultura. Todo ello se manifestó de manera elocuente en el Cabaret Voltaire, donde las veladas incluían frecuentes peleas, ruidos y algaradas, junto con mascaradas, bufonerías y otras expresiones artísticas que podríamos considerar alternativas.
Habitualmente, Hugo Ball tocaba el piano mientras Emmy Hennings cantaba y Tristan Tzara y Marcel Janco leían simultáneamente poemas absurdos. Algunos de estos poemas eran compuestos de forma espontánea, improvisando en el mismo momento o uniendo palabras al azar. El resultado era bastante chocante y, por supuesto, no tenía ningún sentido. Tal efecto era enfatizado por el contraste subyacente entre la figura menuda y reservada de Hugo Ball y la expansiva agresividad de Tristan Tzara, lo que por sí mismo constituía un verdadero espectáculo. Por si esto fuera poco, Tzara solía interrumpir sus declamaciones con gritos, sollozos, silbidos, golpes, ruidos de percusión y campanillas. En ocasiones también increpaba al público o le invitaba a participar. El propio Ball lo explicaba así en su diario Die Flutch aus deir Zeit:
«Lo que llamamos Dadá es una arlequinada compuesta de nada, en la que están involucradas todas las grandes cuestiones, un gesto de gladiador, un juego con ruinas viles, una ejecución de la moralidad y la plenitud como posturas.»
La fotografía con la que nos divertimos hoy para celebrar que este blog ha superado ya las 100.000 visitas, muestra una de las famosas actuaciones de Hugo Ball en el Cabaret Voltaire, en 1916. El poeta se disfrazó con un traje denominado «cubista», formado por varias estructuras cilíndricas que cubrían parte de su cuerpo. Según las descripciones conservadas, estaba realizado de cartón y coloreado de un azul brillante que contrastaba con la capa, de tono escarlata por dentro y dorado por fuera. Esta combinación tan estridente era rematada por una especie de sombrero de copa muy alto, decorado con rayas verticales en blanco y azul. Ataviado de esta guisa, Ball declamaba solemnemente su poema sonoro Karawane, del que se incluye al final de este post una interpretación moderna, disponible en YouTube.
Con este tipo de interpretaciones los dadaístas pretendían rescatar el sentido original de las palabras y de las frases, a pesar de lo absurdo que pudiera parecer el resultado. Querían restaurar la magia inherente al lenguaje como medio de expresión per se, valorando otras formas de creación artística no convencionales. Y al contrario que otras vanguardias, no buscaban soluciones definitivas ni perfeccionamientos técnicos. Dadá no seguía ningún programa establecido y su única ley fue la negación y la destrucción de todas las manifestaciones artísticas existentes.
La neutralidad suiza durante la guerra, una cierta sensación de aburrimiento ante un ambiente en el que apenas sucedía nada, y la fuerte oposición de la conservadora sociedad de Zurich, llevaron a que el Cabaret Voltaire fuese clausurado poco tiempo después de su inauguración. Con el paso de los años, el local fue abandonado y llegó a encontrarse en un pésimo estado de conservación. A principios de 2002 un grupo de artistas autodenominado Neo-Dadaístas, ocupó y redecoró el Cabaret Voltaire como símbolo para una nueva generación de artistas. Durante un período de tres meses se celebraron actuaciones, fiestas, veladas poéticas y proyecciones de cine en las que participaron miles de personas. Finalmente, el 2 de marzo de 2002 la policía expulsó a los okupas y el edificio fue transformado en un museo conmemorativo del Dadaísmo.

MÁS INFORMACIÓN:

miércoles, 6 de junio de 2012

EL RETRATO DE FRANCISCO DE QUEVEDO

Este famoso cuadro conservado en el Instituto Valencia de Don Juan, ha sido frecuentemente atribuido a Velázquez, aunque en realidad es una de las tres copias del original del maestro sevillano, que fueron realizadas por algunos de sus colaboradores. Este que exponemos aquí perteneció desde el siglo XVII a los Condes de Oñate hasta que en 1880 fue vendido en almoneda junto con otros veinte cuadros a los Condes de Valencia de Don Juan. Se conservan además otras dos versiones, una en el Wellington Museum de Londres y otra en Madrid, propiedad de la familia de Xabier de Salas. Las dos primeras incluyen la inscripción alusiva al nombre del retratado, mientras que la última no, pero sí una «J» en el campo de la derecha, resto de la firma del autor, que según las últimas investigaciones parece que pudo ser Juan van der Hamen.
El original de Velázquez, perdido, fue registrado por el biógrafo Antonio Palomino en 1724, aunque sin especificar cuándo pudo ser realizado. Probablemente antes de 1639, fecha en la que Quevedo fue confinado en el convento-prisión de San Marcos de León. Palomino comentaba lo siguiente sobre el proceso de creación del cuadro: 
«Otro retrato hizo Velázquez de Don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Señor de la villa de la Torre de Juan Abad, de cuyo raro ingenio dan testimonio sus obras impresas, siendo en la poesía española divino Marcial, y en la prosa segundo Luciano […] Pintóle con los anteojos puestos, como acostumbraba de ordinario traer; y así el Duque de Lerma en el romance que escribió, en respuesta de un soneto que le envió Don Francisco de Quevedo, en que le pedía las ferias de una esfera y de un estuche de instrumentos matemáticos, dijo:
Lisura en verso, y en prosa,
Don Francisco, conservad,
ya que vuestros ojos son
tan claros como un cristal.»

Quevedo era una de las personalidades cultas que frecuentaban la corte de Madrid y que apreciaban el arte de Velázquez. Hombre de inmensa erudición y de increíble facilidad para las lenguas, se graduó en Teología en  la Universidad de Alcalá. De aquellos años complutenses se cuenta una anécdota, algo inverosímil, de cuando se quedó encerrado en su residencia de estudiantes e intentó escapar por la noche, descolgándose en un cesto por el balcón principal; sus compañeros le ataron la cuerda dejándole suspendido, de forma que cuando pasó la ronda y fue interpelado, contestó: «Soy Francisco de Quevedo, que ni sube, ni baja, ni se está quedo». Una barroca sucesión de episodios y chascarrillos similares le sirvieron para componer la esperpéntica y despiadada Vida del Buscón llamado Pablos (1626), uno de los principales ejemplos de la literatura picaresca.
La obra frente a la que nos encontramos es un característico producto velazqueño: síntesis de la tradición del retrato flamenco y del conocimiento de modelos venecianos que dan lugar a una sobria interpretación por medio de tonalidades terrosas típicamente españolas. La pincelada es fluida hasta cubrir apenas la imprimación, sobre todo en algunas partes.
Presenta de medio cuerpo a un maduro Quevedo en severa apostura, vestido de negro resaltando la cruz roja de la Orden de Santiago al pecho, capa sobre el hombro izquierdo y cuello blanco estrecho de golilla. El rostro concentra el máximo de luz, ofreciéndonos una cuidada sensación de verismo hiperrealista, detenida en las sombras de los ojos, el cabello largo y canoso, las arrugas e hinchazones de la piel, los surcos del entrecejo, etc. La mirada muestra algo de amargura resentida o de menosprecio, lo que confiere al personaje una interesante dimensión psicológica. Representa al hombre inadaptado del siglo XVII, escéptico, terriblemente sarcástico con el mundo en crisis que le ha tocado vivir. Muy distinto del otro retrato conocido de Quevedo, realizado por Francisco Pacheco para su Libro de Descripción de Verdaderos Retratos de Ilustres y Memorables Varones (1599), en el que el poeta aparecía como un césar glorioso coronado de laurel.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.franciscodequevedo.org/ 

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.