Hablábamos ayer de los terribles efectos de la Peste Negra en Europa durante los años centrales del siglo XIV. Aunque hoy nos sigue pareciendo una de las epidemias más virulentas de toda la historia, la verdad es que solo fue uno de los muchos episodios de esta enfermedad, que se mantuvo de forma endémica a lo largo de varios siglos. Además de la plaga explicada por Tucídides y la catástrofe de 1348, volvieron a producirse nuevos brotes de peste a lo largo de los siglos XV, XVI y XVII. Una oración que se hizo muy frecuente rogaba a Dios poder escapar de la enfermedad, además del hambre y de la guerra: «A peste, fame et bello, libera nos Domine». Pero la plaga continuó su expansión de forma inmisericorde, como prueba un texto histórico del jesuita Pere Gil, que cifró en más de 10.000 las bajas causadas por la epidemia ocurrida en Barcelona en apenas ocho meses del año 1590.
Otra enfermedad especialmente letal en el mundo antiguo y medieval fue la lepra, provocada por un bacilo infeccioso que afecta sobre todo a la piel. Sus complicaciones más severas son la desfiguración del rostro, el desarrollo de deformidades y mutilaciones, cierto grado de ceguera y la discapacidad neurológica. La lepra fue históricamente incurable y generaba una fuerte estigmatización en quien la padecía, lo que le obligaba a vivir marginado y despreciado por la sociedad. Según el libro bíblico del Levítico 13, 45: «Y el leproso en quien hubiera llaga llevará vestidos rasgados y la cabeza descubierta, y embozado deberá pregonar: ¡Soy inmundo! ¡Soy inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada».
Sin vacunas ni tratamientos médicos bien definidos, las formas de enfrentarse a la enfermedad se basaron muchas veces en el voluntarismo de unos pocos abnegados. La imagen de hoy es una miniatura realizada hacia 1474, que está tomada de un códice titulado La Franceschina. Este libro es una crónica de la orden franciscana realizada por el religioso italiano Jacopo Oddi y se conserva en la Biblioteca Augusta de Perugia. En repetidas ocasiones, este dibujo ha sido utilizado para ilustrar la Peste Negra, por la presencia de puntos rojos en el cuerpo de los enfermos, pero recientes investigaciones han señalado que en verdad representa una leprosería atendida por varios monjes franciscanos con San Francisco de Asís a la cabeza, al que podemos identificar por un nimbo y las llagas de la crucifixión en sus manos. Es posible distinguir la enfermedad como lepra porque dos de los personajes llevan matracas o sonajeros. Estos instrumentos servían para avisar de su propia presencia en las calles y hacer que la gente se alejara de ellos para que no se contagiase. Así que las manchas rojas de su piel no son bubones de peste sino lepromas.
El tratamiento dispensado para la lepra, como para la peste, era de carácter más bien paliativo y conseguía pocos resultados porque en realidad no existía curación: aumentar las medidas de higiene, aislar a los enfermos, limpiarles con hisopos las heridas infecciosas, aplicar sobre ellos algún tipo de emplaste o aceite medicamentoso y protegerse del contagio en la medida de lo posible. Se trataba de un proceso continuo de ensayo y error, en el que los franciscanos se distinguieron por su extraordinario sacrificio. Las órdenes mendicantes, que vivían de la limosna, y otras congregaciones como los hospitalarios de San Juan de Dios o los ministros enfermeros de San Carlos Borromeo desarrollaban habitualmente labores de atención social y cuidados sanitarios. Por eso la relación de la lepra con el cristianismo ha sido siempre muy importante, como prueba la creación de lazaretos u hospitales especializados en el tratamiento de esta enfermedad, por ejemplo el que se ve en la imagen adjunta. A pesar de ello, la batalla contra cualquier epidemia fue extremadamente difícil y las muertes muy numerosas, por desgracia.
Me gustaría que este post sirviera de homenaje a todos los médicos, enfermeros y personal sanitario que están combatiendo con todas sus fuerzas la epidemia de coronavirus. Con medios muy limitados, falta de protección adecuada, una carga de trabajo agotadora y el apoyo de la administración siempre con retraso, están realizando una labor encomiable que va más allá de sus obligaciones profesionales. Al igual que los franciscanos de Perugia, se hallan permanentemente expuestos a la posibilidad de contagio y, sin embargo, no desfallecen en su intento por aplacar la enfermedad y atender sin ningún tipo de reservas a los infectados. Os transmito todo mi agradecimiento y admiración desde estas líneas.
El tratamiento dispensado para la lepra, como para la peste, era de carácter más bien paliativo y conseguía pocos resultados porque en realidad no existía curación: aumentar las medidas de higiene, aislar a los enfermos, limpiarles con hisopos las heridas infecciosas, aplicar sobre ellos algún tipo de emplaste o aceite medicamentoso y protegerse del contagio en la medida de lo posible. Se trataba de un proceso continuo de ensayo y error, en el que los franciscanos se distinguieron por su extraordinario sacrificio. Las órdenes mendicantes, que vivían de la limosna, y otras congregaciones como los hospitalarios de San Juan de Dios o los ministros enfermeros de San Carlos Borromeo desarrollaban habitualmente labores de atención social y cuidados sanitarios. Por eso la relación de la lepra con el cristianismo ha sido siempre muy importante, como prueba la creación de lazaretos u hospitales especializados en el tratamiento de esta enfermedad, por ejemplo el que se ve en la imagen adjunta. A pesar de ello, la batalla contra cualquier epidemia fue extremadamente difícil y las muertes muy numerosas, por desgracia.
Me gustaría que este post sirviera de homenaje a todos los médicos, enfermeros y personal sanitario que están combatiendo con todas sus fuerzas la epidemia de coronavirus. Con medios muy limitados, falta de protección adecuada, una carga de trabajo agotadora y el apoyo de la administración siempre con retraso, están realizando una labor encomiable que va más allá de sus obligaciones profesionales. Al igual que los franciscanos de Perugia, se hallan permanentemente expuestos a la posibilidad de contagio y, sin embargo, no desfallecen en su intento por aplacar la enfermedad y atender sin ningún tipo de reservas a los infectados. Os transmito todo mi agradecimiento y admiración desde estas líneas.