El humanista inglés Tomás Moro escribió en 1516
Utopía, un tratado filosófico que
describía un país imaginario en el que todo era perfecto. El término original
significa «no lugar» aunque algunos prefieren utilizar la U inicial como una
abreviatura del griego eu y así lo
traducen como «buen lugar». La consecuencia de ello es que el título del libro
ha pasado a identificar un modelo de sociedad ideal en la mayoría de las
lenguas. Aunque Platón ya se había aproximado a este concepto, Moro fue el
primero que lo explicó con detalle; después seguirían su ejemplo otros teóricos
como Tomasso Campanella con su Ciudad del
sol (1602), y Francis Bacon con su Nueva
Atlántida (1627). En la Edad Contemporánea, tanto la literatura política
como la de ciencia-ficción han contribuido a generar en el imaginario colectivo
la aceptación de modelos positivos para el desarrollo de la civilización, y
también negativos, lo que se denomina distopía.
Esta imagen, publicada en la contraportada de
la primera edición de Utopía, es una
de las primeras representaciones gráficas de este ideal. Para una mejor
comprensión, conviene analizarla siguiendo la descripción contenida en el libro,
que dice así:
«La isla de los utopianos
tiene en su parte central, que es la más ancha, una extensión de doscientas millas. Esta anchura se mantiene casi a lo largo de toda
ella, y se va estrechando poco a poco hacia sus extremos. Estos se cierran
formando un arco de quinientas millas, dando a toda la isla el aspecto de luna
creciente. El mar se adentra por entre los cuernos de ésta, separados por unas
once millas, hasta formar una inmensa bahía, rodeada por todas partes de
colinas que le ponen al resguardo de los vientos. Diríase un inmenso y
tranquilo lago, nunca alterado por la tempestad. Casi todo su litoral es como
un solo y ancho puerto accesible a los navíos en todas las direcciones.
La entrada a la bahía
es peligrosa, tanto por los bajíos como por los arrecifes. Una gran roca emerge
en el centro de la bocana, que por su visibilidad no la hace peligrosa. Sobre ella
se levanta una fortaleza defendida por una guarnición. Los otros arrecifes son peligrosos,
pues se ocultan bajos las aguas. Sólo los utopianos conocen los pasos navegables.
Por eso ningún extranjero se atreve a entrar en la ensenada sin un práctico utopiano.
Para los mismos habitantes de la isla, la entrada sería peligrosa, si su
entrada no fuera dirigida desde la costa con señales. El simple desplazamiento
de estas señales bastaría para echar a pique una flota enemiga, por numerosa
que fuera.
Tampoco son raros los
puertos en la costa exterior de la isla. Pero, cualquier desembarco está tan
impedido por defensas tanto naturales como artificiales, que un puñado de combatientes
podría rechazar fácilmente a un numeroso ejército.
Se dice, y así lo
demuestra la configuración del terreno, que en otro tiempo aquella tierra no
estaba completamente rodeada por el mar. Fue Utopo quien se apoderó de la isla
y le dio su nombre, pues anteriormente se llamaba Abraxa. Llevó a este pueblo
tan inculto y salvaje a ese grado de civilización y cultura que le pone por
encima de casi todos los demás pueblos. Conseguida la victoria, hizo cortar un
istmo de quince millas que unía la isla al continente. Con ello logró que el
mar rodease totalmente la tierra. Para la realización de esta obra gigantesca
no sólo echó mano de los habitantes de la isla —se lo hubieran tomado como una
humillación— sino de todos sus soldados. La tarea, compartida entre tantos
brazos, fue rematada con inusitada celeridad. Tanta que los pueblos vecinos
—que en principio se habían reído de la vanidad del empeño quedaron admirados y
aterrorizados por el éxito.
La isla cuenta con
cincuenta y cuatro grandes y magníficas ciudades. Todas ellas tienen la misma
lengua, idénticas costumbres, instituciones y leyes. Todas están construidas sobre
un mismo plano, y todas tienen un mismo aspecto, salvo las particularidades del
terreno. La distancia que separa a las ciudades vecinas es de veinticuatro millas.
Ninguna, sin embargo, está tan lejana que no se pueda llegar a ella desde otra
ciudad
en un día de camino.
Todos los años se reúnen
en la capital Amaurota tres ciudadanos de cada ciudad, ancianos y experimentados,
para tratar los problemas de la isla. Esta ciudad, asentada, por así decirlo, en
el ombligo del país, es la más accesible a los delegados de todas las regiones.
Por eso mismo se la considera como la primera y principal.
Cada ciudad tiene
asignados terrenos cultivables en una superficie no menor a doce millas por
cada uno de los lados; si la distancia entre ciudades es mayor, entonces la superficie
puede aumentarse. Ninguna ciudad tiene ansias de extender sus territorios. Los
habitantes se consideran más agricultores que propietarios.
En medio de los campos
hay casas muy cómodas y perfectamente equipadas de aperos de labranza. Son
habitadas por ciudadanos que vienen en turnos a residir en ellas. Cada familia
rural consta de cuarenta miembros, hombres y mujeres, a los que hay que añadir dos
siervos de la gleba. Están presididas por un padre y una madre de familia,
graves y maduros. Al frente de cada grupo de treinta familias está un filarca.
Todos los años veinte
agricultores de cada familia vuelven a la ciudad, después de haber residido dos
arios en el campo. Son remplazados por otros veinte individuos. Estos son
instruidos juntamente con los que llevan todavía un año, y que, como es lógico,
tienen una mayor experiencia en las faenas del campo. A su vez, serán los instructores
del próximo año. Con ello, se evita que se junten en el mismo turno ignorantes y
novicios, ya que la falta de experiencia perjudicaría a la producción. La renovación
del personal agrícola es algo perfectamente reglamentado. Así se evita que nadie
tenga que soportar durante mucho tiempo y de mala gana, un género de vida duro y
penoso. No obstante, son muchos los ciudadanos que piden pasar en el campo varios
años, sin duda porque encuentran placer en las faenas del campo.»
Las características maravillosas de esta isla serían
extrapoladas por muchos autores a la descripción de otros países utópicos, tanto
en la literatura como en otras artes (el cine, el cómic, etc.). Por resumir,
una geografía utópica debe tener una topografía suave y sin relieves abruptos, aunque
también ha de ser un tanto inaccesible para los extranjeros, con el fin de
salvaguardar su integridad. La distribución del campo y las poblaciones es
equilibrada para garantizar una actividad económica sostenible y unas comunicaciones
adecuadas. El clima es siempre favorable, con temperaturas templadas, lo que favorece
la vida al aire libre y un cierto placer en el trabajo. No hay conflictos
derivados de la distribución de la riqueza o la propiedad, porque ambas se disfrutan
de manera solidaria, en régimen comunal. Y existe un elevado grado de respeto a
las leyes y de corresponsabilidad en las tareas políticas, estas últimas
asumidas de manera temporal como un acto servicio a la sociedad.
La importancia del concepto de utopía estriba
en su capacidad de crítica a la sociedad establecida, fundamentada en el diagnóstico
de sus principales problemas y necesidades. Además, permite generar
alternativas positivas para la prosperidad de toda la raza humana. Normalmente,
estas alternativas se basan en una organización diferente de la propiedad, el
trabajo y el ocio, así como en una fórmula de participación política más justa
y democrática. Por último, el desarrollo social va indisolublemente unido al
desarrollo personal, gracias al establecimiento de medidas concretas para
mejorar la educación, la cultura, la convivencia y la solidaridad. Ciertamente,
en este mundo de hoy, harían falta más utópicos para cambiar las cosas.