En un sugestivo libro titulado El arte religioso de la Contrarreforma,
el historiador francés Emile Mâle explicó cómo a partir del siglo XVI se
desarrolló una singular devoción a los ángeles, a los que se les empezó a
dedicar capillas y altares. Entre todos ellos, hubo uno cuya devoción creció
rápidamente: el Ángel de la Guarda o Ángel Custodio. Parece que el culto a este
ángel se inició en Francia, por iniciativa del obispo François d’Estaing, quien
le construyó una capilla en la iglesia de Rodez, le compuso un oficio religioso
específico y consiguió que el Papa León X aprobara su festividad, a la que
acudían multitud de peregrinos. La veneración al Ángel de la Guarda se propagó de
manera intensa entre los católicos, en el contexto de las Guerras de Religión
contra los protestantes, lo que dio lugar a cofradías, sermones, libros de
oraciones y representaciones artísticas de todo tipo. Mâle justificaba semejante
fervor de la siguiente forma:
«Esos libros nos
cuentan que un ángel nos acoge al nacer y nos ama desde nuestra infancia;
camina a nuestro lado, vela por nosotros y cien veces, sin que lo sepamos,
aparta de nosotros la muerte. Cuando éramos niños, tranquilizaba a nuestras
madres, que sin él hubiesen vivido en inquietud perpetua. Ofrece a dios
nuestras oraciones, esas pobres oraciones que, abandonadas a sí mismas,
caerían, como dice Bossuet, por su propio peso. Nos defiende contra las
tentaciones y no nos deja jamás que nos abatamos por nuestros fracasos […] Los
encuentros decisivos de nuestra vida, los de un hombre, de un libro, de un gran
pensamiento, son ángeles de Dios. El ángel de la guarda no abandona al
cristiano después de su muerte; permanece cerca de él en el Purgatorio para
consolarle, esperando la hora en la que podrá llevar su alma purificada al
cielo; vela también por sus cenizas y las junta piadosamente en espera del gran
día de la resurrección.»
Tales ideas inspiraron candorosas obras de arte
que, inicialmente, se sirvieron de modelos anteriores como el del arcángel
Rafael acompañando al joven Tobías a Ragués, según está descrito en el Antiguo
Testamento. Las representaciones de Rafael como protector de los viajeros
fueron relativamente frecuentes en el siglo XV, así que es lógico que la
iconografía del Ángel de la Guarda repitiera algunos de esos elementos. En
general, podemos señalar una serie de rasgos habituales: el ángel suele
figurarse como un efebo rubio y alado, que lleva cogido de la mano a un niño
pequeño; ese gesto, unido a la candidez del niño, enfatiza la idea de que el
ángel le acompaña, le educa y le conduce moral y espiritualmente a lo largo de
toda la vida.
Una variante iconográfica, surgida precisamente
en el contexto de la Contrarreforma Católica, muestra al ángel en actitud de proteger
al infante del peligro o del mal, personificado como un demonio. Así aparece en
la imagen que reproducimos aquí, realizada por Domenichino. Fechada en 1615,
fue originalmente concebida para una iglesia de Palermo pero hoy se conserva en
el Museo de Capodimonte de Nápoles. El custodio coloca un gran escudo entre el
niño, entregado a la oración, y un demonio que le acecha desde el suelo. Su salvación
es corroborada mediante la presencia de la Trinidad, representada en el cielo,
a la que señala el ángel con el dedo y dirige la mirada el niño. El resultado es
bastante relamido pero se explica bien dentro del misticismo religioso de la
época. Además, supone un claro alegato a favor de los principios doctrinales
contrarreformistas, porque igual que el Ángel de la Guardia nos protege del
demonio, la verdadera fe católica se defiende de los ataques de la herejía.