lunes, 17 de diciembre de 2012

LA TUMBA DE NEBAMUN

En las desiertas colinas del lado Oeste del Nilo, cerca del Valle de los Reyes y a cuatro km de distancia del Templo de Amón en Tebas, había un nutrido complejo de tumbas pertenecientes a dignatarios y altos funcionarios de la corte faraónica. Entre todas ellas destacaba la tumba de Nebamun por la exquisitez y suntuosidad con que fueron pintados todos sus muros. La tumba hoy está desaparecida pero los frescos fueron adquiridos por los ingleses en la década de 1820 y hoy se conservan fragmentados en la sala 61 del British Museum.
Datada hacia el 1350 a. C., la tumba no sólo cumplía la función de enterramiento de Nebamun y su esposa, sino que servía también como capilla funeraria, que permanecía abierta para que familiares y amigos pudieran entrar a celebrar las fiestas y ceremonias conmemorativas establecidas en su honor. Nebamun era un contable del Templo de Amón en Tebas, que alcanzó cierta notoriedad en vida, lo que le permitió procurarse un sepulcro suficientemente digno para disfrutar de su vida en el Más Allá. Los maravillosos frescos de su tumba muestran una visión idealizada del paraíso egipcio, y de cómo Nebamun quería que se le recordase, rico, sano y poderoso.
La cámara principal estaba presidida por una pequeña estatua sedente del difunto y de su esposa, colocada en una hornacina de la pared del fondo. Las pinturas que había en esta cámara representan por un lado a Nebamun cazando sobre una barca en el Nilo, y por otro un jardín paradisiaco. La escena de caza es extraordinariamente rica en matices compositivos y colorísticos. La abigarrada multitud de aves que alza el vuelo entre las flores de loto supone una metáfora de la abundancia con que el protagonista fue favorecido en vida. Pero esta caza no está relacionada con la provisión de alimentos para la supervivencia; por el contrario, es de carácter deportivo y está cargada de connotaciones más sutiles. Al fin y al cabo, la cinegética es una lucha simbólica del hombre por dominar los elementos salvajes de la naturaleza y demostrar su supremacía. Entre la realeza y las clases nobles de Egipto y Mesopotamia se convirtió en una especie de simulación a través de la cual se hacía ostentación del poder que permitía someter a los enemigos. Y Nebamun, como miembro del estamento privilegiado de su época, debía parecer buen cazador, o lo que es lo mismo, un estratega inteligente y un ejecutor implacable al que no le temblaba el pulso en caso de confrontación.
En cuanto al jardín paradisiaco es igual que los jardines de los palacios nobles de la Dinastía XVIII, correspondiente a la época histórica en la que vivió Nebamun. En el centro hay un estanque plagado de peces y pájaros (de nuevo símbolo de abundancia), y alrededor del mismo una gran cantidad de flores, arbustos e hileras de árboles frutales, como palmeras y sicomoros. En la esquina superior derecha, la diosa Nut ofrece higos de sicomoro y jarras de vino o cerveza a Nebamun, cuya figura falta en ese fragmento por haber sido destruida. A la izquierda, unos jeroglíficos le nombran como dueño del jardín.
Las escenas que decoraban los muros de la antecámara trataban temas más prosaicos. Subsisten fragmentos con grupos de animales ordenados para el recuento y otras actividades administrativas relacionadas con la profesión de Nebamun. Aunque las partes más bellas son las que representan diversos momentos de un fastuoso banquete en honor del difunto, y que ocupaban una pared entera de la antecámara. Allí se ven a familiares y amigos de Nebamun, servidos por criadas desnudas y camareros. Los matrimonios se sientan en parejas en el friso superior, y las muchachas solteras se giran para hablar unas con otras en el friso inferior. Todos están ricamente vestidos y son agasajados por músicos y danzantes durante la comida.
De entre todas las figuras merece destacar a las bailarinas desnudas y las instrumentistas. Las bailarinas constituyen un tema erótico incluido para disfrute de Nebamun en el más allá. Las instrumentistas se sientan en el suelo, dan palmas y tocan una flauta doble para amenizar el banquete. Este grupo forma una de las pinturas más conocidas de la Historia del Arte universal. Sobresalen sin duda las dos muchachas sentadas en el centro por estar representadas de frente, y no de perfil, como era lo habitual en la pintura egipcia. La canción que cantan en honor de Nebamun está escrita en jeroglífico encima de las figuras, y dice así:
«La diosa Tierra ha creado su belleza
Para que crezca en cada uno de nosotros.
Los canales están llenos de agua otra vez
Y la tierra está inundada de su amor por él.»

La decoración de la tumba de Nebamun es un claro ejemplo de la importancia que los antiguos egipcios concedían al tema de la muerte y a la vida de ultratumba, de acuerdo con sus creencias religiosas. Ambos eran motivo de preocupación durante toda la vida terrena, hasta el punto de considerar esta última como un simple tránsito hacia la eternidad. Entre las clases privilegiadas, esto se traducía en la meditada voluntad de construir y preparar adecuadamente un sepulcro que resultase espléndido para disfrutar adecuadamente del Más Allá. Como consecuencia de ello, el arte fue utilizado como una poderosa herramienta de representación de tales deseos. Por medio de pinturas y jeroglíficos bellamente trabajados, se describían las mejores virtudes del difunto y se rendía culto a los dioses, justificando el derecho a la eternidad y procurando el favor necesario para ingresar en el paraíso. Eso pretendió Nebamun al sufragar la rica ornamentación de su sepulcro.

jueves, 13 de diciembre de 2012

EL CONTRASTE

El estudio de la historia del Arte puede abordarse desde cuatro enfoques principales: biográfico, sociocultural, formal e iconológico. El enfoque biográfico se centra en la trayectoria vital y profesional de los artistas, considerando que las obras de arte son un reflejo de su personalidad y de sus capacidades. Por su parte, el enfoque sociocultural tiene en cuenta el contexto histórico y los diversos factores que condicionan las creaciones artísticas, con el fin de entender por qué y cómo son representadas así. El análisis formal, en tercer lugar, plantea que los aspectos materiales, compositivos y estilísticos son suficientemente valiosos por sí mismos, y que lo más interesante es reconocer las peculiaridades técnicas de la obra de arte. Finalmente, la iconología pretende comprender el significado de los símbolos y de los mensajes que transmite la obra de arte, mediante el estudio de las fuentes históricas, literarias, mitológicas o religiosas que le sirvieron de inspiración.


La imagen que reproducimos aquí puede analizarse desde varios puntos de vista aunque seguramente como mejor se explique es desde el enfoque sociocultural. Es un grabado de Thomas Rowlandson, de 27,3 x 37,2 cm, realizado con aguafuerte y coloreado a mano con acuarela a partir de un diseño original de George Murray, político y oficial de la Royal Navy. La obra fue publicada en Inglaterra en 1792, por la Association for the Preservation of Liberty and Property against Republicans and Levellers, y alcanzó tal notoriedad que se conservan numerosas copias de la misma en museos, bibliotecas y colecciones de todo el mundo.
Representa dos círculos con reborde dorado y varias figuras alegóricas en su interior, que hacen alusión a situaciones políticas opuestas. El de la izquierda viene titulado como la «Libertad Británica» y el de la derecha como la «Libertad Francesa». Debajo de cada círculo hay una inscripción con una lista de palabras referidas a cada una de las dos situaciones. El contraste entre ambas es enfatizado no sólo por esas palabras sino también por las figuras incluidas en el interior de los círculos. En la base de toda la composición hay una leyenda que interpela al espectador preguntando «Which is the best» (¿cuál es mejor?).
La figura de la izquierda es una personificación de las Islas Británicas llamada Britania, fácilmente reconocible porque sigue un arquetipo que fue representado por primera vez en monedas romanas de bronce del siglo I d.C., bajo el gobierno del emperador Adriano. Según este arquetipo, Britania aparece como una matrona romana sentada, vestida de púrpura y blanco, tocada por un casco corintio similar al de la diosa Minerva, armada con una lanza o un tridente y apoyada sobre un escudo con la bandera del Reino Unido. Un elemento habitual es el león dormido a sus pies porque se trata de un animal presente tanto en la heráldica de Inglaterra como de Escocia y del Principado de Gales. Los autores del grabado introdujeron, además, varios detalles particulares que enriquecieron el sentido político de la alegoría. Uno es el gorro frigio que remata la lanza como símbolo de la libertad; otro es la balanza de la justicia que Britania sostiene en la mano izquierda; y el último es un pliego de papel que muestra en su mano derecha y en el que se lee «Magna Carta», el documento del año 1215 que constituye el origen de los derechos y libertades del pueblo de Inglaterra frente a la tiranía. La imagen condensa una gran cantidad de significados, a los que se añade la prosperidad general de la nación, representada en el árbol del fondo y en el barco que se aleja hacia el horizonte; éste último es especialmente emblemático por el poderío de la flota naval británica en aquellas fechas.
La inscripción debajo de Britania recoge las siguientes palabras, que identifican el verdadero sentido de su libertad: religión, moralidad, lealtad, obediencia a las leyes, independencia personal, seguridad, justicia, heredad, protección, propiedad, industria, prosperidad nacional y felicidad (esta última subrayada).
La figura de la derecha ofrece el oportuno contraste a todo lo anterior. Personifica a Francia como una mujer cubierta de harapos, con las serpientes de la gorgona Medusa en vez de cabellos, y una espada corta cubierta de sangre en la mano siniestra. Está pisoteando un cadáver decapitado y con la otra mano enarbola un tridente en el que se ve la cabeza de aquel y dos corazones ensartados. La espantosa imagen se complementa con un hombre ahorcado de una farola en el fondo de la composición. La visión de esta Francia no se inspira en la cultura romana ni sigue los patrones clásicos de representación de alegorías. Por el contrario, pretende transmitir un mensaje inequívoco de los defectos del país vecino, utilizando un lenguaje visual directo y vulgar.
La inscripción debajo de Francia recoge las siguientes palabras, que identifican el verdadero sentido de su libertad: ateísmo, perjurio, rebelión, felonía, anarquía, asesinato, igualdad, locura, crueldad, injusticia, traición, ingratitud, ociosidad, hambruna nacional, ruina privada y miseria (esta última subrayada).
Siguiendo una explicación sociocultural, el contraste representado se entiende mejor si lo ponemos en relación con los hechos históricos contemporáneos a la fecha de realización del grabado, concretamente con los que acontecieron durante Revolución Francesa. En agosto de 1792, los desarrapados asaltaron el Palacio de las Tullerías y la Convención abolió la monarquía, instaurando la Primera República Francesa. En enero de 1793, el rey Luis XVI fue guillotinado y pocos meses después comenzaría el periodo del Terror, liderado por los jacobinos. En la mayoría de los países de Europa se percibió la revuelta en Francia como un proceso radical y sangriento que sólo conducía a la destrucción de todo lo establecido y al caos político. Como contrapartida, Gran Bretaña vivía entonces una época de prosperidad extraordinaria, sustentada en el mantenimiento de sus instituciones y en su poderosa expansión marítima y comercial. Este estado de cosas se había conseguido más de un siglo atrás, gracias a la Revolución Gloriosa de 1688. Durante la misma, y sin derramamiento de sangre, se había asentado el parlamentarismo liberal como sistema político gracias a la acertada confluencia de intereses de la monarquía, la nobleza, la clase media y la Iglesia anglicana. De modo que la pregunta resulta obvia: ¿cuál es mejor?

viernes, 23 de noviembre de 2012

LA VENUS DE LA CONCHA


Una de las construcciones más interesantes de la ciudad romana de Pompeya es la Casa della Venere in Conchiglia, llamada así por el fastuoso mural pintado al fresco en la pared sur de su jardín. Se trata de una pequeña domus o casa señorial, situada en la Via dell’Abbondanza, cerca del Anfiteatro y la Palestra Grande. La datación de sus fases constructivas es compleja porque fue erigida sobre otra construcción anterior y en el momento de la erupción del Vesubio estaba siendo restaurada. Sobre la primera edificación fue ampliado el triclinio (comedor principal) y el peristilo (jardín rodeado de columnas), en torno al cual fueron redistribuidas la mayoría de las habitaciones. Como resultado de ello la casa posee una planta irregular, con el vestíbulo desplazado hacia la derecha del eje principal, un sencillo atrio con impluvium (estanque para recoger el agua de lluvia) y un peristilo con columnas sólo en dos de sus cuatro lados.
Una de las bombas que cayó sobre Pompeya durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, provocó desperfectos en la casa, que afortunadamente pudo ser consolidada en 1952. Entonces fue completamernte desenterrada y restaurada. Gracias a ello, hoy es posible admirar tanto su arquitectura como la decoración del jardín, que se dispone en tres grandes recuadros consecutivos, unidos en la parte inferior por una valla pintada y otros elementos decorativos. En el panel central se sitúa la escena principal, cuyos personajes se muestran flotando en un paisaje fantástico, mientras que en los dos laterales se han figurado una estatua de Marte y una fuente de mármol colocados delante de la valla.
Esta manera de jugar con la superficie del muro creando un espacio ilusorio, mediante la introducción de paisajes o arquitecturas en perspectiva, tiene como objetivo ofrecer una falsa sensación de profundidad que lleva a confundir lo real con lo imaginario. En este caso, la pericia del pintor se explayó precisamente en el efecto de las sombras que dan volumen a la estatua de Marte y a la fuente, así como en la representación de las flores y plantas del fondo. En cuanto a los pájaros (garzas, grullas, faisanes, palomas, etc.) que se posan en la valla, revolotean por todo el espacio y beben agua de la fuente, recuerdan la famosa anécdota atribuida al maestro griego Zeuxis, de quien se decía que pintó un racimo de uvas tan bien imitado de la realidad, que los pájaros venían confundidos a picotearlo y se daban de bruces con él. A este respecto, no es casual la presencia de máscaras de teatro en el remate de ambos laterales; de hecho, la farsa teatral fue un motivo habitual en la pintura pompeyana.
La figura central, sin embargo, está menos lograda, sobre todo en el punto en el que cruza las piernas. Representa a la diosa griega Venus (Afrodita) en el momento de su nacimiento, según un modelo iconográfico que sería repetidamente imitado en siglos posteriores, en especial durante el Renacimiento italiano. Según la mitología clásica, Saturno castró a su padre Urano y arrojó sus testículos al mar. Al contacto con el agua, Venus fue engendrada espontáneamente y nació de la espuma del mar. Entonces fue recogida por una concha y empujada por un viento que la llevó a las orillas de Citera, primero, y Chipre, después, donde la recibieron las Estaciones, quienes la vistieron y la condujeron al Olimpo.
Para los romanos, Venus era una importante divinidad relacionada con el amor, la belleza y la fertilidad, además de la vegetación y los jardines. Más aún, era la diosa protectora de la ciudad de Pompeya, lo cual explica su protagonismo en la decoración de esta casa, a la que parece ser empujada por las olas del mar. La presencia de Marte en el panel lateral se explica porque éste fue amante de Venus, de cuya unión algunos mitos latinos refieren que había nacido Cupido. Y así se explica también la inclusión de los dos amorcillos, uno a cada lado de la concha.

domingo, 18 de noviembre de 2012

IFIGENIA Y PERSEO

Entre los formidables restos arqueológicos que subsisten en el área circundante a la ciudad romana de Pompeya, destaca especialmente la Villa San Marco, en la vecina localidad de Stabia. La erupción del Vesubio, en el año 79 de nuestra era, hizo que la mayoría de estos restos se conservasen prácticamente intactos, sepultados durante siglos bajo la tierra y las cenizas generadas por el volcán.
La Villa San Marco, denominada así por existencia en sus proximidades de una capilla del siglo XVIII dedicada a este evangelista, es un vasto complejo residencial situado en un alto a las afueras del núcleo urbano de Stabia. Al igual que la mayoría de los vestigios arqueológicos del área pompeyana, fue descubierta y documentada por primera vez en la década de 1750, aunque su excavación sistemática no tuvo lugar hasta mediados del siglo XX. Se trata de una villa aristocrática fechada entre los gobiernos de los emperadores Augusto y Nerón, que comprende una superficie aproximada de 6.000 metros cuadrados e incluye dos atrios, unas termas privadas, numerosas salas y estancias, varias terrazas con vistas al exterior, un jardín rematado por una exedra, una fuente o ninfeo con un gran estanque, y un gran peristilo cuadrangular.
Los muros de esta villa están completamente decorados con pinturas al fresco del llamado IV Estilo Pompeyano. Una de las características identificativas de este estilo es la organización de los ciclos decorativos en paneles delimitados por un zócalo inferior y una cornisa superior. En la Villa San Marco los paneles, que ocupan la parte central de los muros, están pintados de un color rojo intenso y albergan figuras o paisajes orlados por un reborde, a la manera de un tapiz. Tanto las figuras como los paisajes tienen una calidad técnica y artística verdaderamente excepcional, como suele ser habitual en la pintura stabiana de aquella época. La decoración se completa en el zócalo inferior con fondos de color azul o negro, y en la cornisa superior mediante la introducción de diversos tipos de remates. Además, son frecuentes los motivos de candelabros dorados, bien como elementos divisorios entre unos paneles y otros, bien como cierre para las esquinas.
Las imágenes que reproducimos aquí son un buen ejemplo de este tipo de pintura. Pertenecen a una de las salas de descanso (dietae) situadas a un lado del ninfeo, cuya función era proporcionar un espacio para el ocio directamente conectado con el disfrute del jardín y el agua del estanque. La sala en cuestión está abierta por uno de sus lados mediante una ventana que da al jardín, así que la decoración se sitúa en las otras tres paredes. En cada una de éstas aparece una figura aislada, colocada justo en el centro de la composición, que representan respectivamente a Ifigenia (en la pared sur), a Perseo (en la pared este) y a una doncella con una vasija y un anillo (en la pared norte). Por la cornisa superior se asoman otras figuras femeninas tocando la lira y un amorcillo con una vasija, que confieren a la estancia un ambiente absolutamente encantador.
Vamos a interpretar sólo las dos figuras principales, las de Ifigenia y Perseo. La primera era hija de Agamenón y Clitemnestra. Su padre había encolerizado a la diosa Diana por haber matado una cierva en uno de sus bosques sagrados, con la única intención de presumir de su talento como cazador. Como consecuencia de ello, Diana impidió que el viento soplara durante mucho tiempo, evitando el avance de los barcos de Agamenón en su camino a la Guerra de Troya. Un adivino llamado Calcante reveló un oráculo según el cual la ira de la diosa sólo quedaría aplacada con el sacrificio de Ifigenia. Así lo aceptó el rey, pero cuando iba a comenzar el sacrificio, Diana se apiadó y sustituyó a la joven por una cervatilla. Entonces la condujo a Taúride (Crimea) y la designó sacerdotisa de su templo, con la misión de sacrificar en su honor a cualquier extranjero que pisase aquellas tierras. Su padre Agamenón, por otra parte, sería asesinado a la vuelta de la Guerra de Troya por Clitemnestra, como venganza por haber intentado matar a Ifigenia. En la pintura de la Villa San Marco Ifigenia aparece representada según su condición de sacerdotisa, vestida con una túnica verde y una capa dorada, mientras porta en una mano una antorcha y en la otra una estatuilla de la diosa Diana.
Por su parte, Perseo se muestra conforme a su iconografía tradicional, como un héroe clásico desnudo que porta un gladius (espada) en una mano y eleva con la otra la cabeza de Medusa. Esta representación sintetiza eficazmente el mito que protagonizó. Perseo era hijo de Júpiter y Dánae, a quien el rey de los dioses fecundó transformándose en lluvia de oro. El padre de Dánae, el rey de Argos Acrisio, ordenó encerrar a su hija y a Perseo en un arca y arrojarlos al mar, porque un oráculo le había predicho que moriría a manos de su nieto. El arca condujo a los dos a la isla de Séfiros, donde fueron recogidos por un pescador y llevados a presencia del rey Polidetes. Polidetes se enamoró de Dánae y, para librarse de Perseo, le encargó que le trajera la cabeza de una horrible gorgona llamada Medusa, un ser monstruoso con cabellos en forma de serpientes y una mirada capaz de petrificar a los hombres. Perseo, ayudado por los dioses Mercurio y Minerva, logró vencer a la gorgona y cortarle la cabeza. De vuelta a casa, Perseo encontró a la princesa etíope Andrómeda encadenada a una roca, dispuesta a ser sacrificada a un monstruo marino enviado por Neptuno. Enamorado de ella, Perseo la liberó y se casó con ella, después de derrotar al monstruo y vencer a los otros pretendientes petrificándoles con la mirada de Medusa. La cabeza de la gorgona fue luego entregada a la diosa Minerva, quien desde entonces la colocó en su escudo. En el camino de regreso a Argos, Perseo participó en unos juegos en la ciudad tesalia de Lárisa. Casualmente, su abuelo el rey Acrisio se encontraba presenciando dichos juegos. El héroe lanzó el disco con tan mala fortuna que golpeó a Acrisio en la cabeza y lo mató, cumpliéndose así la profecía. Avergonzado por esta muerte Perseo no quiso reinar en Argos, a pesar de ser el legítimo heredero, así que pactó un intercambio con su tío Megapentes, rey de Tirinto. Megapentes se convirtió en el nuevo rey de Argos y Perseo de Tirinto, siendo por esto considerado el fundador de la civilización micénica.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.stabiae.com/fountation_site/usa/Stabiae_Master_Plan_INGLESElr.pdf

jueves, 25 de octubre de 2012

LA COPA DE LOS MONOS

La llamada Copa de los Monos es un lujoso vaso esmaltado con numerosas figuras de simios, que se conserva en The Cloisters, una de las secciones del Metropolitan Museum de Nueva York. Su llegada a esta colección neoyorquina es bastante azarosa. Fabricada con toda seguridad en la corte borgoñona de Felipe el Bueno, hacia 1425, pasó a Florencia, a manos de Piero de Medici hacia 1464. Algo más tarde, en torno a 1585, la copa fue adquirida por el Conde de Arundel y permaneció en Inglaterra hasta finales del XIX. Durante la primera mitad del siglo XX experimentó repetidas compraventas que la hicieron viajar por diversas colecciones privadas de Europa hasta que finalmente llegó al Metropolitan en 1952.
El vaso mide 20 cm de alto, es de forma cilíndrica obtusa, con la boca más ancha que la base, y no lleva tapa aunque originalmente debió tenerla. Está apoyado sobre una peana cuatrilobulada, decorada con un friso de hojas y flores, sobre la que se dispone una serie de vanos trebolados, todo de plata. El fuste queda dividido en tres cuerpos por medio de dos molduras de plata dorada que la circundan: la inferior más sencilla, con forma de anilla, y la superior más elaborada, con forma de tronco del que sobresalen motivos vegetales y hojas. La boca queda destacada por otra moldura de plata con forma de anilla, similar a la primera. La superficie está completamente pintada con esmalte, mediante una técnica poco común. El fondo es de color negro y las figuras están trabajadas a grisalla aunque también se distinguen otras tonalidades. Destacan especialmente las figuras de los monos y los motivos vegetales con los que se entremezclan, ambos en blanco grisáceo. Otros detalles aparecen retocados con turquesa, ocre y amarillo.
La Copa de los Monos es uno de los más ricos testimonios de la orfebrería esmaltada de la Baja Edad Media. Además de por su valor artístico y material es especialmente interesante por su iconografía. La figura del mono suele utilizarse como una alegoría de la locura, las pasiones incontroladas o la pereza pero en este caso los dibujos representan una historia en particular, inspirada en la mitología griega. Sus protagonistas son dos hermanos que vivían en los bosques de las Termópilas, y que eran conocidos como los Cércopes. Luciano los describe como traviesos incorregibles, mentirosos y tramposos. Los Cércopes intentaron robar sus armas a Hércules mientras estaba dormido y el héroe los castigó colgándoles cabeza abajo de una viga. Pero le hicieron tanta gracia sus muecas y sus chanzas que al poco tiempo los soltó. Como ellos continuaron con sus fechorías, finalmente Zeus los transformó en monos y los confinó a las islas Pitecusas; de esta última parte de la historia ha quedado como legado el género biológico «cercopithecus».
La historia fue reinterpretada en la copa de forma popular, y Hércules parece un viajero incauto al que una banda entera de monos le roba la ropa sin que se despierte. Así, los ladrones constituyen un divertido símbolo del atrevimiento y la sinrazón y ya están retratados con forma simiesca. Mientras tanto, en el resto del vaso, otros monos aparecen dispersados por las ramas de los árboles realizando múltiples travesuras con su parte del botín: se visten con la ropa del viajero de manera estrafalaria, se juegan a los dados quién se queda con qué, tocan varios instrumentos musicales, se cuelgan bocabajo de las ramas, etc.
La comicidad del tema, en fin, está en consonancia con el gusto estético del llamado Gótico Internacional, que se desarrolló en las cortes europeas más suntuosas entre finales del siglo XIV y la primera mitad del XV. Pero también entronca con esa visión simpática que el Renacimiento prodigó hacia el mundo clásico y que sirvió de inspiración a humanistas como Erasmo de Rotterdam, quien años más tarde escribiría precisamente un libro titulado Elogio de la Locura (1511).


MÁS INFORMACIÓN:
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/52.50 

viernes, 12 de octubre de 2012

EL TESORO DEL SEÑOR DE SIPÁN

Aprovechando la festividad del Día de la Hispanidad, inauguramos hoy una nueva sección de nuestro blog dedicada al arte de América, con la intención de tender puentes y vías de interrelación con los amigos que nos siguen al otro lado del Atlántico.
Entre las numerosas civilizaciones que se desarrollaron en aquel continente antes de la llegada de los españoles, destaca por su riqueza y elevado nivel de sofisticación la cultura Moche o Mochica. Los mochicas se extendieron por una amplia franja desértica entre los Andes y la costa norte del Perú, durante los siglos I y VIII de nuestra era, es decir, más de diez siglos antes de que los poderosos incas conquistasen esta región. Las condiciones del medio físico eran poco favorables pero los mochica las transformaron mediante la explotación de los recursos marinos y la creación de un complejo sistema de canales que aprovechaba el agua de los ríos para la irrigación de sus cultivos, concentrados a la manera de pequeños oasis. De esta forma desarrollaron una agricultura fértil, establecieron redes comerciales con Chile y Ecuador, construyeron ciudades de adobe de más de 10.000 habitantes, levantaron grandes monumentos con forma de pirámide escalonada («huacas») y se organizaron siguiendo una creciente complejidad social. Entre sus aportaciones más significativas destacan su cerámica, de extraordinaria belleza, y sus avanzadas técnicas metalúrgicas y orfebres, en particular la capacidad para dorar el cobre utilizando un procedimiento desconocido, que no pudo ser imitado en Europa hasta la invención de la electrólisis a finales del siglo XIX.
Uno de los testimonios más completos del universo cultural mochica es la tumba-santuario del Señor de Sipán, descubierta en 1987 por el arqueólogo peruano Walter Alva. Lo fabuloso del hallazgo no fue únicamente que la tumba perteneciera a un personaje de gran relevancia sino que la tumba se encontró intacta, razón por la cual conservaba un abundante y valioso ajuar funerario. La tumba se localiza en uno de los antiguos centros urbanos del valle de Sipán, en la parte central de una plataforma de unos 12 m de altura, construida con adobe. Detrás de esta plataforma se levantan dos grandes pirámides de casi 40 m de altura y 100 m de base, que en conjunto formaban el centro religioso y político más importante de la región. La representatividad arquitectónica está relacionada con la importancia de la religión y la creencia en la vida eterna, pero también con la intención de justificar el sistema social mochica, que estaba fuertemente jerarquizado.
El Señor de Sipán era un poderoso guerrero moche que murió en el año 200 d. C. Mediante un sofisticado ritual funerario, su cuerpo fue embalsamado, adornado con joyas preciosas y enterrado en el centro del santuario, rodeado por otras ocho personas que fueron sacrificadas a propósito para que le acompañasen en su viaje al Más Allá. Los sacrificios humanos fueron relativamente frecuentes en la América Precolombina, y también entre los mochica, ya que solían realizarse como una forma de aplacar la ira de los dioses. La disposición de los acompañantes en la tumba siguió un patrón simbólico relacionado con el ritual funerario. En torno al Señor se encontraron ataúdes con los restos de dos hombres y dos mujeres, que los arqueólogos han interpretado como un jefe militar, un portaestandarte, la esposa principal del Señor y una dama de la corte. En un nivel inferior se hallaba otra mujer joven, un niño de unos diez años con un perro, y varias llamas sacrificadas.
En cuanto al tesoro o ajuar, hay que diferenciar entre los numerosos objetos colocados en diversas partes del santuario y los ornamentos personales del Señor, que fueron incorporados a su sarcófago. Los primeros son principalmente vasijas de cerámica para guardar ofrendas alimenticias. Los segundos son diversos tipos de emblemas y atuendos usados en vida por el Señor para diversas ceremonias políticas o religiosas: un par de coronas de cobre dorado, diademas de oro, un casco de cobre y fibras, varios pectorales de concha, un collar de discos de oro, otro representando cabezas humanas de plata, un cuchillo de oro y otro de plata, tres narigueras de oro y una de plata, varios tejidos de algodón, tocados de pluma, puntas de lanza, dardos, estandartes, sonajeros, conchas y caracoles, un brazalete de turquesa, orejeras de oro y turquesa, un cetro de oro, etc. Las piezas más significativas son las de orfebrería, realizadas con piedras preciosas y metales como oro, plata y cobre dorado. A la hora de ser depositados en la tumba se siguió de nuevo una ordenación simbólica: los objetos de oro a la derecha del Señor, y los de plata a la izquierda.
Entre las obras maestras incluidas en este ajuar funerario se encuentra la orejera circular que reproducimos aquí. Se trata de un ornamento de iconografía política, que representa al propio Señor de Sipán flanqueado por dos guerreros. La figura central ostenta en oro sus atributos de poder, que son una especie de corona, una máscara o protector facial, un escudo y un cetro rematado por una pirámide invertida, mientras que el tocado de la cabeza, las orejeras y el vestido son de turquesa. Por su parte, los guerreros de los lados están trabajados en turquesa con incrustaciones de oro.
Otra pieza digna de mención es un ornamento de oro, en realidad un protector coxal, con la imagen de la divinidad principal de la religión mochica, Ai Apaec. Este protector tiene aproximadamente un kilo de peso y el Señor de Sipán debió lucirlo al final de su espalda con motivo de las ceremonias religiosas celebradas en lo alto de las pirámides. Ai Apaec era un dios castigador, adorado como el supremo justiciero o «decapitador», pero también como «hacedor» y protector, pues era quien proveía de agua, alimentos y victorias militares al pueblo moche. En este caso la representación sigue una iconografía característica, que presenta al dios como un ser antropomorfo de mirada terrible y colmillos felinos, con serpientes en las manos.



En resumen, la tumba del Señor de Sipán supone uno de los hallazgos arqueológicos más significativos de la historia de América porque fue la primera que se encontró de un gobernante moche y una de las más ricas de todo el continente. Hoy puede admirarse en el Museo de las Tumbas Reales de Sipán, en Lambayeque, y en una excelente exposición itinerante que pudo visitarse hasta el mes pasado en la ciudad de Cádiz, nombrada Capital Iberoamericana de la Cultura durante el año 2012.


MÁS INFORMACIÓN:
http://www.naylamp.gob.pe/mtrsPage.html
 

viernes, 28 de septiembre de 2012

LA REINA HATSHEPSUT ENTRE HORUS Y THOT


La reina Hatshepsut es uno de los personajes más controvertidos del Antiguo Egipto. Hija del gran conquistador Tutmosis I, se convirtió en la Gran Esposa Real de su hermanastro Tutmosis II pero no llegó a concebir un heredero varón, lo que la colocó en una difícil posición. A la muerte de su esposo, las intrigas de palacio pretendieron legitimar como heredero al futuro Tutmosis IIII, hijo del faraón y de una de sus concubinas. Sin embargo Hatshepsut tomó la iniciativa y, con el pretexto de la minoría de edad del heredero, orquestó un hábil golpe de estado que le aupó a una regencia con el beneplácito del clero y de una parte de la élite política.
Para justificar la situación, Hatshepsut se valió de una consulta al oráculo de Amón y además pospuso indefinidamente el matrimonio entre su hija, la princesa real Neferura, y Tutmosis III. Si Tutmosis III no entroncaba con el núcleo familiar de la XVIII dinastía jamás podría legitimar su ascenso al trono, y por eso Hatshepsut hizo todo lo posible por alejarle de la princesa. De esta forma se autoproclamó faraón del Alto y Bajo Egipto, y se intituló hija primogénita del dios Amón, asumiendo entre otros los nombres Hatshepsut Jenemetamón («La primera de las nobles damas unida a Amón»). Más aún, asumió los atributos masculinos de su cargo y se hizo representar con una barba postiza, como si fuera un hombre.
La regencia-reinado de Hatshepsut duró más de veinte años, entre 1479 y 1458 a.C., y fue un período especialmente floreciente en la historia de Egipto, caracterizado por una intensa labor artística y constructiva. Además del Templo de Satet en la Isla Elefantina, y la Capilla Roja del Templo de Karnak, destaca sobre todo su templo funerario en Deir al Bahari, obra del arquitecto real Senenmut. Este templo, semi-excavado en las montañas cercanas a Tebas, es seguramente uno de los más espectaculares y originales de la arquitectura egipcia del Imperio Nuevo.
Recientemente, en el año 2007, ha sido correctamente identificada la momia de Hatshepsut. Ésta había sido descubierta en 1903 en una pequeña tumba del Valle de los Reyes denominada KV60, adonde probablemente se había trasladado desde su sepultura original. La momia fue entonces almacenada en el tercer sótano del Museo Egipcio de El Cairo, y aunque había claras sospechas sobre su identidad, los arqueólogos no se habían pronunciado de manera rotunda. La aparición de un molar en un vaso funerario que llevaba el nombre de la reina, y que se encontró en el templo de Deir el-Bahari, dio la pista definitiva, porque a la momia del Museo de El Cairo le faltaba precisamente un molar. Comprobado que la muela encajaba a la perfección en la mandíbula, posteriores análisis de ADN y varios escáneres confirmaron la hipótesis. Según el secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades Egipcias, el doctor Zahi Hawass, el descubrimiento de la momia de Hatshepsut es «el más importante en la egiptología desde 1922, fecha del hallazgo de la tumba del faraón Tutankhamon por el británico Howard Carter».
La imagen que comentamos hoy es un relieve del Templo de Karnak que mostraba a la reina Hatshepsut secundada por los dioses Horus y Thot. Las representaciones de Hatshepsut en Karnak utilizan una elocuente iconografía política que pretende legitimar su posición en el trono, subrayando su linaje real (como heredera de sangre de Tutmosis I) y su condición divina (como hija del dios Amón). En esta escena los dioses están derramando un líquido vital sobre la reina, formado por ankh o llaves de la vida, en lo que constituye un positivo augurio de felicidad para la vida eterna y, también, una forma de propaganda política. El ritual de vivificación al que es sometida Hatshepsut refuerza la noción de teogamia o generación divina, pero a la vez parece indicar que son los dos dioses los que agasajan a la reina. La elección de los mismos tampoco es casual: Horus es el protector de la monarquía y Thot el dios de la escritura que certifica todo lo que acontece.
Pues bien, el retrato de la reina ya no se aprecia en el relieve. A la muerte de Hatshepsut, fue minuciosamente picado por orden de su sucesor, Tutmosis III. Esta acción no fue la única de estas características. Tutmosis suprimió los cultos en el templo funerario de Hatshepsut, mandó derribar todas sus estatuas, borró otros muchos relieves en los que aparecía representada la reina y ordenó desmontar su santuario de la barca en el Templo de Karnak. Todo ello con la finalidad de hacer olvidar la regencia de Hatshepsut. Esta conducta se denomina damnatio memoriae (en latín, «condena de la memoria»), y fue una práctica habitual no sólo en Egipto sino también en la Antigua Roma. Consiste en suprimir el recuerdo de un enemigo del Estado tras su muerte, eliminando todo cuanto recordara al condenado. La desaparición de las imágenes de Hatshepsut demostraba tanto un deseo de hacer borrón y cuenta nueva como la aplicación de un severo castigo contra la reina, por considerarla una usurpadora del poder real.
El resultado de la damnatio memoriae es la destrucción intencionada de monumentos y obras artísticas, y puede estar motivado por razones políticas, pero también ideológicas o religiosas. En el mismo Templo de Karnak subsiste un conjunto escultórico en uno de los patios laterales del templo, que fue mutilado por sacerdotes coptos en los primeros siglos de nuestra era, con la intención de representar una crucifixión. De esta forma se pensaba eliminar el politeísmo del Antiguo Egipto e instaurar en su lugar la verdadera fe cristiana, convirtiendo lo que era un templo pagano en una iglesia. Ambos son ejemplos que atestiguan el deseo de borrar de la memoria sucesos precedentes, al igual que se pretende seguir haciendo en la actualidad. Pero la consecuencia última de todo esto es la pérdida irreparable del patrimonio histórico-artístico.

domingo, 16 de septiembre de 2012

LOS GRABADOS DEL CASTILLO DE CARLISLE

El castillo de Carlisle es una gran fortaleza normanda, mandada construir por Guillermo II en 1093 sobre un antiguo fuerte romano junto al Muro de Adriano. La finalidad de esta construcción fue asegurar el dominio inglés sobre la región de Cumbria y expulsar a los escoceses al otro lado del Muro. Las alternativas de la guerra entre Escocia e Inglaterra durante la Edad Media, provocaron que el castillo fuera sucesivamente ocupado por unos y por otros, que se encargaron de reforzarlo y ampliarlo en varias ocasiones. Las obras más importantes tuvieron lugar en 1122, por orden de Enrique I de Inglaterra, y en 1135, a cargo de David I de Escocia.
El conjunto consta de extensas murallas que albergan varios patios, barbacanas y torreones. La torre central del castillo dispone de tres pisos en los que se distribuían las salas nobles y otras dependencias para el aposento de los señores feudales. En las paredes y en la puerta de una de las saletas del último piso hay grabadas una serie de figuras esquemáticas, fechadas en el siglo XV. No son obras de arte extraordinarias por su calidad, ya que se trata más bien de garabatos esgrafiados de forma muy tosca, pero entrañan una enorme curiosidad por la forma en que se realizaron. Al parecer, fueron tallados por los soldados que custodiaban la torre mientras estaban de guardia. Se conservan grabados similares en otros castillos de Inglaterra, como los de Dover y la Torre de Londres, pero aquéllos son más tardíos y fueron realizados por prisioneros.
La temática de los grabados de Carlisle es diversa y puede dividirse en dos grandes grupos. Los más burdos representan cuadrúpedos y otros animales representados de forma dispersa, y probablemente son los más antiguos. En cambio otras figuras, más finamente talladas, incluyen un amplio repertorio de elementos heráldicos como el león del escudo de armas de Inglaterra y otros emblemas pertenecientes a los alcaides del castillo y otros señores de Carlisle. Se ha reconocido, por ejemplo, la rosa blanca de la Casa de York, un salmón coronado alusivo a la noble familia de los Dacre, y un jabalí blanco, que era el símbolo personal del Duque de Gloucester, el futuro rey Ricardo III. La explicación más plausible es que todas estas figuras se realizaran como testimonio de la lealtad de los guardias a sus señores feudales. Por consiguiente, hay que entenderlas dentro del contexto sociocultural del vasallaje medieval.
Además de las mencionadas, hay otras representaciones de tema religioso, como una crucifixión, y otras cuya iconografía resulta más difícil de interpretar, como la de una misteriosa figura que viste un extraño yelmo. Otras parecen conectadas entre sí con la intención de narrar historias de carácter satírico o moralista, como una en la que se ve un zorro predicando a unas gallinas y otra de una sirena con un espejo. Los hombres que tallaron estas figuras manifestaron grandes dosis de creatividad, en un ambiente en el que las artes y las letras eran poco valoradas.
Los grabados de Carlisle son una muestra singular de arte popular, en la que podemos apreciar la importancia de los símbolos y los pictogramas en una época en la que la mayoría de la gente corriente era analfabeta. Su interés estriba más en este último aspecto que en su valor artístico real y desde luego forman un conjunto de lo más pintoresco.

martes, 10 de julio de 2012

EL RETRATO DEL REY ENRIQUE VIII

Este famoso retrato del rey Enrique VIII de Inglaterra es sin duda una de las obras más emblemáticas de la propaganda política de la dinastía Tudor. Es un gran cuadro de 2,3 x 1,3 m copia de un original perdido de Hans Holbein el Joven, que se conserva en la Walker Art Gallery de Liverpool. El original de Holbein fue destruido por un incendio en 1698 pero es bien conocido a través de las numerosas versiones y copias realizadas por el propio taller del maestro y por otros artistas de menor calidad, que fueron distribuidas como regalos entre los nobles y diplomáticos de la corte. Entre las más conocidas se encuentran las de Parham House, Petworth House, Chatsworth House, el Trinity College de Cambridge, Belvoir Castle, la Weiss Gallery de Londres y la Colección Real del Castillo de Windsor, además de un boceto preparatorio dibujado a grisalla por Holbein, que se guarda en la National Portrait Gallery de Londres. Todas estas representan a Enrique VIII de cuerpo entero, igual que en el cuadro de Liverpool que reproducimos aquí, y que seguramente es el mejor de todos. Existen además otras versiones en las que el rey aparece con la misma pose pero sólo de cintura para arriba.
La fecha de realización del cuadro es posterior a 1537 porque se basa en el modelo que hizo Holbein para decorar con un gran mural la cámara privada del rey, en el Palacio de Whitehall. Esta obra, conocida precisamente como el Mural de Whitehall, fue encargada a Holbein durante el breve matrimonio de Enrique VIII con su tercera esposa, Jane Seymour. Su objetivo fue reforzar la continuidad política de la dinastía Tudor mediante la representación de sus dos iniciadores, Enrique VII e Isabel de York, junto con su hijo el propio rey Enrique VIII y su tercera esposa, que daría a luz al ansiado heredero varón, el futuro Eduardo VI. El mural, del que incluimos abajo una copia realizada por Remigius van Leemput para el palacio de Hampton Court, en 1667, mostraba una iconografía muy efectiva que fue sucesivamente imitada en los siglos XVI y XVII, siendo el retrato de Enrique VIII su elemento más difundido.
El monarca está representado con una indumentaria y unas joyas extraordinariamente opulentas pero no se acompaña de ninguno de los atributos reales característicos (la corona, la espada, el cetro o el orbe). Su condición de majestad se muestra en cambio por su apostura, soberbia y agresiva, con las piernas abiertas firmemente apoyadas y la mirada desafiante dirigida al espectador. Los brazos se disponen en jarras, como los de un guerrero o un luchador, pero una mano sostiene un guante mientras que la otra se acerca a una suntuosa daga. El retrato combina, pues, una elocuente demostración de poder y de masculinidad con el lujo y la sensibilidad artística de un príncipe del Renacimiento. A este respecto, resulta interesante compararlo con la descripción que hizo del rey un embajador de la corte de Venecia apenas una década antes.
«Su Majestad tiene veinte y nueve años y un aspecto muy hermoso. La naturaleza hubiese podido a duras penas favorecerle más. Es más bello que ningún otro soberano de la Cristiandad, aún más que el rey de Francia; muy rubio y, en conjunto, lo mejor proporcionado que pueda haber. Cuando supo que el rey Francisco tenía la barba rubia, quiso que la suya fuese igual, y como era en realidad de color rojo, ha acabado por tener una barba que se parece al color del oro. Es un príncipe muy cumplido; buen músico, buen compositor, un caballero de los mejores, magnífico justador; sabe hablar bien el francés, el latín y el español; es muy religioso, oye tres misas por día y algunos hasta cinco; oye también el oficio divino, habitualmente en la habitación de la reina, es decir, vísperas y completas. Es gran aficionado a la caza y no vuelve jamás de ella sin haber cansado ocho o diez caballos [...] Es afable, gracioso y cortés como nadie; no ambiciona conquistas y reduce su ambición a la conservación de sus propios dominios […] A esto conviene añadir que es el soberano mejor vestido que haya en el mundo; sus vestidos son tan ricos y soberbios como se puedan imaginar, y no hay día de fiesta que no se los ponga nuevos.»
Ciertamente, Enrique VIII representaba a la perfección el ideal de príncipe humanista, tal como lo habían descrito Castiglione o Maquiavelo, entre otros. Era muy culto y versado en Teología, inteligente, de carácter extrovertido, diplomático, orgulloso, promiscuo, amante de las diversiones, gran atleta, cazador, músico y, en su juventud, extraordinariamente apuesto. Promovió todas las formas del arte y, a pesar de su tendencia al autoritarismo, gobernó de acuerdo con el parlamento velando por los intereses de Inglaterra. Sin embargo, más allá de sus virtudes, en la memoria colectiva permanece su carácter irascible y la extrema crueldad con que trató a la mayoría de sus seis esposas.
Obviamente, la pintura analizada pretendió resaltar los aspectos más positivos del monarca y en aras de la propaganda política escondió varios de sus defectos. Por ejemplo, en comparación con las armaduras que se conservan de Enrique VIII, sus piernas eran mucho más cortas que como se ven en la imagen. El rey aparece además joven y saludable, cuando en realidad ya sobrepasaba la cuarentena y sufría terribles dolores a consecuencia de una grave herida que se produjo años atrás en un torneo. Holbein alteró estos aspectos y enfatizó la majestad del personaje, creando un retrato idealizado con un potente valor icónico que aún perdura en la actualidad. La cantidad de versiones y copias realizadas posteriormente a partir del original se justifica precisamente en el valor emblemático de la obra, convertida en una de las imágenes prototípicas de los Tudor y quizás el retrato más célebre de todos los monarcas británicos.

miércoles, 27 de junio de 2012

TINTÍN LEYENDO

Para poder interpretar los temas que representan las obras de arte del pasado es necesario conocer las fuentes iconológicas que les sirven de inspiración, las cuales suelen ser de carácter histórico, político, religioso o mitológico. En cambio, las obras de arte contemporáneo beben de fuentes de inspiración muy diferentes, como la propia biografía de los artistas, los conflictos del mundo real, la crítica social, la cultura popular o los medios de comunicación de masas. La obra que nos ocupa hoy es un buen ejemplo de ello.
Se trata de una pintura de Roy Lichtenstein, del año 1993, perteneciente a la colección del magnate italiano Carlo Bilotti. La obra fue originalmente diseñada en pequeño formato para la cubierta de un libro del novelista Frederic Tuten, amigo personal de Lichtenstein. El libro en cuestión se llama Tintín en el nuevo mundo: un romance, y especula con que el joven protagonista de los cómics de Hergé se convierte en un personaje de carne y hueso; de esta forma se hace definitivamente adulto y madura enfrentándose a las complicaciones de la vida real como el amor, el sexo, el deshonor, la enfermedad y la muerte. Carlo Bilotti vio la portada del libro y quedó absolutamente fascinado. Como buen mecenas que era, encargó a Roy Lichtenstein que pasara el dibujo a una pintura de gran formato, dando como resultado la imagen publicada al final de esta entrada.
La obra es extremadamente compleja por la cantidad de interrelaciones que sugiere, no sólo entre cada uno de sus componentes sino también entre las diversas formas de expresión artística en el siglo XX. Tanto a nivel conceptual como estilístico se enmarca dentro del Pop Art, un movimiento iniciado en Inglaterra en la década de 1950, que pretendía crear un nuevo tipo de arte basado en los objetos cotidianos de la sociedad de consumo, la publicidad, la fotografía, los medios de comunicación, la tecnología, el entorno urbano y la cultura de masas. Para los artistas pop, los temas banales se convirtieron en asunto artístico, incluso las cosas que no tenían valor estético por sí mismas, al igual que habían hecho varias décadas atrás los dadaístas. El movimiento funcionó como un poderoso aglutinante capaz de crear obras de arte a partir de elementos preexistentes, que eran puestos en relación por medio de técnicas combinadas como el collage, el fotomontaje, la serigrafía, la aplicación de complicadas técnicas pictóricas o el diseño de instalaciones.
Roy Lichtenstein fue uno de los autores más destacados de este movimiento en los Estados Unidos. A principios de los 60 se especializó en la reproducción macroscópica de imágenes de cómics, desarrollando un estilo muy particular. Su método de trabajo consistía en localizar un motivo absolutamente trivial, normalmente sacado de tebeos como el de la izquierda, que le servía de modelo; a continuación hacía un dibujo que copiaba en un lienzo de gran formato, con la ayuda de un episcopio o proyector de opacos; finalmente, aplicaba colores planos y brillantes en determinadas zonas de la imagen, mientras que en otras estampaba una serie de rayas o puntos (Ben-Day dots) a gran escala, que imitaban las tramas características de las máquinas de impresión tipográfica.
El proceso daba a las obras de Lichtenstein un acabado industrial y su parecido con el modelo original le conferían un aspecto impersonal, en el que el artista jugaba conscientemente el papel de re-creador o imitador. Por otra parte, al extraer la imagen de la historieta perdía su lógica narrativa, y la escena quedaba descontextualizada, adquiriendo un significado nuevo e inusual, desprovisto de emotividad. El propio Lichtenstein lo explicaba así en una conversación mantenida con David Pascal en 1966:
«Soy propenso a elegir motivos de cómic muy típicos, aquellos que, en cierto sentido, no expresan ninguna idea única en su contexto. En otras palabras: normalmente no suelo escoger aquellos motivos que presentan un mensaje imponente, sino aquellos que no ostentan un mensaje de importancia o que tan sólo parecen arquetipos de su clase. Esto es lo que más me interesa: a partir de semejantes motivos alcanzar una forma casi clásica, si bien intento encontrar en el motivo algo que se encuentra fuera del tiempo, que parece impersonal y mecánico. Los cómics son campos experimentales que estimulan la fantasía.»
Las obras de Roy Lichtenstein proponen un diálogo muy sugestivo acerca de los límites y las coincidencias entre el arte y las «imágenes artísticas», planteando nuevos interrogantes sobre qué es el arte. Tintín leyendo no es ninguna excepción. Es una pintura inspirada en la portada de un libro, que a su vez reproduce la viñeta de un cómic, concretamente La oreja rota (1937), y que además incluye en el último plano la recreación de un fragmento del cuadro La danza (1909) de Henri Matisse.
En la imagen se ve a Tintín ojeando el periódico en un sillón mientras su fiel perro Milú descansa a sus pies. Por una puerta entreabierta a la izquierda sobresale un letrero que figura un crujido, al tiempo que una daga asesina atraviesa volando la habitación. La escena se completa con una mesilla en la esquina derecha, sobre la que descansa una gorra de marino, un hueso abandonado en el suelo, probablemente por Milú, y una lamparilla junto a la pared del fondo. El letrero con la onomatopeya y la daga asesina pueden estar relacionados con la historia contada en el cómic original de Hergé, en el que Tintín era repetidamente amenazado por dos malhechores, uno de los cuales era especialmente hábil lanzando cuchillos. Sin embargo, ¿deben ser interpretados así o, por el contrario, son una alusión a las dificultades del mundo adulto que Tintín se encuentra en la novela de Frederic Tuten, para la que esta imagen sirvió de portada?
Los elementos iconográficos son, por tanto, extraordinariamente ambiguos. Un ejemplo más lo encontramos en la gorra de marino que reposa sobre la mesilla de la derecha. Pertenece al Capitán Haddock, que es uno de los personajes protagonistas de las historietas de Tintín. Pero Haddock no está presente en el cómic La oreja rota; de hecho no aparece en el universo creado por Hergé hasta unos años después, en El cangrejo de las pinzas de oro (1941). Así que la gorra es un elemento totalmente descontextualizado, introducido de forma aséptica e individualizada por Lichtenstein como uno de esos iconos de la cultura de masas que tanto gustaban en el Pop Art.
Lo más interesante, no obstante, es la reproducción de La danza de Matisse en la pared del fondo. Podría ser de nuevo una referencia a la historia contada en La oreja rota, en la que Tintín investiga un caso de falsificación y comercio ilegal de antigüedades, que comienza con el robo de un fetiche amerindio en un museo. El estilo primitivista de la pintura de Matisse enlaza desde luego con la etnografía y, al igual que hicieron muchas vanguardias de principios del siglo XX, planteó la posibilidad de que el arte occidental se abriera a otras vías de expresión alternativas. Según este punto de vista, las expresiones indígenas, el folklore, la cultura popular y la artesanía podrían tener cabida en un museo. De nuevo la pregunta ¿qué es el arte? o ¿cuál es el verdadero arte?
Pero la intención de la cita a Matisse parece más relacionada con el juego del «cuadro dentro del cuadro» practicado por muchos autores a lo largo de la Historia del Arte (Van Eyck, Teniers, Vermeer, Velázquez, Manet, Gauguin, etc.). De esta forma, Roy Lichtenstein rinde homenaje a uno de los maestros que más influyeron en su trayectoria profesional. Pero lo hace mediante la simple yuxtaposición de una obra emblemática del arte del siglo XX y un icono de la cultura de masas. La confrontación de ambos elementos podría generar una tensión insostenible pero Lichtenstein la soluciona reinterpretando la obra de Matisse en clave pop. Para conseguirlo utiliza los mismos recursos que en el resto de la composición: bordes de trazo grueso, colores planos y una trama de rayas, que le dan un aspecto parecido al de una viñeta de cómic. Como consecuencia de ello, la obra de arte procedente del museo se vulgariza y se pone al mismo nivel que las manifestaciones de la cultura popular, que a su vez pueden considerarse dignas de ser admitidas en el museo.
Para darle una vuelta de tuerca más a este último razonamiento, La danza de Matisse se encuentra en el MOMA de Nueva York, donde curiosamente también se exhibe Artist's Studio. The Dance, una reinterpretación de la primera realizada por el propio Roy Lichtenstein en 1974. Más aún, La danza era una de las pinturas favoritas del mecenas Carlo Bilotti, que recordemos fue quien encargó a Lichtenstein la pintura de Tintín (con La danza de fondo). ¿Quién da más? 

martes, 19 de junio de 2012

HUGO BALL EN EL CABARET VOLTAIRE

El Cabaret Voltaire de Zurich fue inaugurado el 5 de febrero de 1916 por un grupo de escritores que deseaban romper con los convencionalismos sociales y con el tradicionalismo de la cultura occidental. Entre los fundadores se encontraban el poeta Hugo Ball y su compañera Emmy Hennings, a los que se unieron poco después el poeta y pintor Hans Arp, el artista Marcel Janco y el poeta Tristan Tzara. El Cabaret Voltaire se convirtió en el escenario perfecto donde desarrollar su exaltada creatividad, que pronto adquirió un carácter esencialmente provocador. El local se encontraba en la planta superior de un teatro, cuyas serias representaciones eran motivo frecuente de burla.
Las experiencias artísticas iniciadas en el Cabaret Voltaire y después secundadas por artistas de otros países, se agruparon bajo la etiqueta de Dadaísmo. El término proviene de «dadá», una palabra que no tiene significado alguno y que Tristan Tzara se encontró por casualidad al abrir un diccionario. Para aquellos creadores era tanto una forma de protesta como un símbolo del caos desatado en Europa a raíz de la Primera Guerra Mundial.
El Dadaísmo sobrevaloró el azar, el juego, la irracionalidad, el nihilismo y la subversión como procesos artísticos especialmente fecundos. Por el contrario, atacó ferozmente los valores establecidos tanto en los aspectos moral y social como en relación con la cultura. Todo ello se manifestó de manera elocuente en el Cabaret Voltaire, donde las veladas incluían frecuentes peleas, ruidos y algaradas, junto con mascaradas, bufonerías y otras expresiones artísticas que podríamos considerar alternativas.
Habitualmente, Hugo Ball tocaba el piano mientras Emmy Hennings cantaba y Tristan Tzara y Marcel Janco leían simultáneamente poemas absurdos. Algunos de estos poemas eran compuestos de forma espontánea, improvisando en el mismo momento o uniendo palabras al azar. El resultado era bastante chocante y, por supuesto, no tenía ningún sentido. Tal efecto era enfatizado por el contraste subyacente entre la figura menuda y reservada de Hugo Ball y la expansiva agresividad de Tristan Tzara, lo que por sí mismo constituía un verdadero espectáculo. Por si esto fuera poco, Tzara solía interrumpir sus declamaciones con gritos, sollozos, silbidos, golpes, ruidos de percusión y campanillas. En ocasiones también increpaba al público o le invitaba a participar. El propio Ball lo explicaba así en su diario Die Flutch aus deir Zeit:
«Lo que llamamos Dadá es una arlequinada compuesta de nada, en la que están involucradas todas las grandes cuestiones, un gesto de gladiador, un juego con ruinas viles, una ejecución de la moralidad y la plenitud como posturas.»
La fotografía con la que nos divertimos hoy para celebrar que este blog ha superado ya las 100.000 visitas, muestra una de las famosas actuaciones de Hugo Ball en el Cabaret Voltaire, en 1916. El poeta se disfrazó con un traje denominado «cubista», formado por varias estructuras cilíndricas que cubrían parte de su cuerpo. Según las descripciones conservadas, estaba realizado de cartón y coloreado de un azul brillante que contrastaba con la capa, de tono escarlata por dentro y dorado por fuera. Esta combinación tan estridente era rematada por una especie de sombrero de copa muy alto, decorado con rayas verticales en blanco y azul. Ataviado de esta guisa, Ball declamaba solemnemente su poema sonoro Karawane, del que se incluye al final de este post una interpretación moderna, disponible en YouTube.
Con este tipo de interpretaciones los dadaístas pretendían rescatar el sentido original de las palabras y de las frases, a pesar de lo absurdo que pudiera parecer el resultado. Querían restaurar la magia inherente al lenguaje como medio de expresión per se, valorando otras formas de creación artística no convencionales. Y al contrario que otras vanguardias, no buscaban soluciones definitivas ni perfeccionamientos técnicos. Dadá no seguía ningún programa establecido y su única ley fue la negación y la destrucción de todas las manifestaciones artísticas existentes.
La neutralidad suiza durante la guerra, una cierta sensación de aburrimiento ante un ambiente en el que apenas sucedía nada, y la fuerte oposición de la conservadora sociedad de Zurich, llevaron a que el Cabaret Voltaire fuese clausurado poco tiempo después de su inauguración. Con el paso de los años, el local fue abandonado y llegó a encontrarse en un pésimo estado de conservación. A principios de 2002 un grupo de artistas autodenominado Neo-Dadaístas, ocupó y redecoró el Cabaret Voltaire como símbolo para una nueva generación de artistas. Durante un período de tres meses se celebraron actuaciones, fiestas, veladas poéticas y proyecciones de cine en las que participaron miles de personas. Finalmente, el 2 de marzo de 2002 la policía expulsó a los okupas y el edificio fue transformado en un museo conmemorativo del Dadaísmo.

MÁS INFORMACIÓN:

miércoles, 6 de junio de 2012

EL RETRATO DE FRANCISCO DE QUEVEDO

Este famoso cuadro conservado en el Instituto Valencia de Don Juan, ha sido frecuentemente atribuido a Velázquez, aunque en realidad es una de las tres copias del original del maestro sevillano, que fueron realizadas por algunos de sus colaboradores. Este que exponemos aquí perteneció desde el siglo XVII a los Condes de Oñate hasta que en 1880 fue vendido en almoneda junto con otros veinte cuadros a los Condes de Valencia de Don Juan. Se conservan además otras dos versiones, una en el Wellington Museum de Londres y otra en Madrid, propiedad de la familia de Xabier de Salas. Las dos primeras incluyen la inscripción alusiva al nombre del retratado, mientras que la última no, pero sí una «J» en el campo de la derecha, resto de la firma del autor, que según las últimas investigaciones parece que pudo ser Juan van der Hamen.
El original de Velázquez, perdido, fue registrado por el biógrafo Antonio Palomino en 1724, aunque sin especificar cuándo pudo ser realizado. Probablemente antes de 1639, fecha en la que Quevedo fue confinado en el convento-prisión de San Marcos de León. Palomino comentaba lo siguiente sobre el proceso de creación del cuadro: 
«Otro retrato hizo Velázquez de Don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Señor de la villa de la Torre de Juan Abad, de cuyo raro ingenio dan testimonio sus obras impresas, siendo en la poesía española divino Marcial, y en la prosa segundo Luciano […] Pintóle con los anteojos puestos, como acostumbraba de ordinario traer; y así el Duque de Lerma en el romance que escribió, en respuesta de un soneto que le envió Don Francisco de Quevedo, en que le pedía las ferias de una esfera y de un estuche de instrumentos matemáticos, dijo:
Lisura en verso, y en prosa,
Don Francisco, conservad,
ya que vuestros ojos son
tan claros como un cristal.»

Quevedo era una de las personalidades cultas que frecuentaban la corte de Madrid y que apreciaban el arte de Velázquez. Hombre de inmensa erudición y de increíble facilidad para las lenguas, se graduó en Teología en  la Universidad de Alcalá. De aquellos años complutenses se cuenta una anécdota, algo inverosímil, de cuando se quedó encerrado en su residencia de estudiantes e intentó escapar por la noche, descolgándose en un cesto por el balcón principal; sus compañeros le ataron la cuerda dejándole suspendido, de forma que cuando pasó la ronda y fue interpelado, contestó: «Soy Francisco de Quevedo, que ni sube, ni baja, ni se está quedo». Una barroca sucesión de episodios y chascarrillos similares le sirvieron para componer la esperpéntica y despiadada Vida del Buscón llamado Pablos (1626), uno de los principales ejemplos de la literatura picaresca.
La obra frente a la que nos encontramos es un característico producto velazqueño: síntesis de la tradición del retrato flamenco y del conocimiento de modelos venecianos que dan lugar a una sobria interpretación por medio de tonalidades terrosas típicamente españolas. La pincelada es fluida hasta cubrir apenas la imprimación, sobre todo en algunas partes.
Presenta de medio cuerpo a un maduro Quevedo en severa apostura, vestido de negro resaltando la cruz roja de la Orden de Santiago al pecho, capa sobre el hombro izquierdo y cuello blanco estrecho de golilla. El rostro concentra el máximo de luz, ofreciéndonos una cuidada sensación de verismo hiperrealista, detenida en las sombras de los ojos, el cabello largo y canoso, las arrugas e hinchazones de la piel, los surcos del entrecejo, etc. La mirada muestra algo de amargura resentida o de menosprecio, lo que confiere al personaje una interesante dimensión psicológica. Representa al hombre inadaptado del siglo XVII, escéptico, terriblemente sarcástico con el mundo en crisis que le ha tocado vivir. Muy distinto del otro retrato conocido de Quevedo, realizado por Francisco Pacheco para su Libro de Descripción de Verdaderos Retratos de Ilustres y Memorables Varones (1599), en el que el poeta aparecía como un césar glorioso coronado de laurel.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.franciscodequevedo.org/ 

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.