La ciudad de Nimrud, situada junto al río
Tigris a unos 30 km al sudeste de Mosul, en el actual Irak, fue una de las
principales capitales de la antigua Asiria. Su importancia se mantuvo incluso
después de que el rey Sargón II y sus descendientes trasladasen el centro de
poder del imperio a otros enclaves como Khorsabad o Nínive. A pesar de ello, a
principios del siglo VII a.C. fue casi totalmente destruida por los medos y los
babilonios.
Olvidados durante siglos y sepultados por las
arenas del desierto, los restos arqueológicos de Nimrud fueron excavados por el
arqueólogo británico Henry Layard a partir de 1845, llevándose gran parte de las
piezas descubiertas a Inglaterra. Las prospecciones se centraron sobre todo en
el área de la ciudadela, una extensión de veinte hectáreas en el interior de la
ciudad, rodeada de un muro de unos ocho metros de altura, dentro de la cual se
localizaba el Palacio Real de Asurnasirpal II. Entre los monumentos más
emblemáticos que se encontraron allí, había dos toros androcéfalos alados, esculpidos
en piedra entre los años 883 y 859 a.C., que estaban colocados como guardianes a
la entrada de la sala del trono. Esta escenografía es la que se ha reproducido
acertadamente en la sala 6 del British Museum. La visión resulta impresionante,
entre otras razones por el tamaño de las estatuas (3,5 m de altura por 3,7 de
anchura), y por su peso, cercano a las 10 toneladas.
Los toros alados o lammasu formaban parte del grupo de criaturas híbridas características
de la mitología mesopotámica. Se trataba efectivamente de animales colosales con
cuerpo de toro, alas de águila y cabeza de hombre; las patas suelen terminar en
cascos, como las de los toros o los caballos, pero a veces tienen garras de
león. Layard sugirió que el cuerpo representaba la fuerza del animal, las alas
la velocidad de las aves, y la cabeza la inteligencia humana. Los lammasu eran considerados divinidades
protectoras frente a las fuerzas del mal, y su función era tanto la de proteger
espacios de representación emblemática, como infundir respeto y temor a los embajadores
extranjeros, mostrando el poder de la monarquía Asiria. Con ese fin se
disponían, normalmente en parejas, a la entrada de los recintos reales o de los
templos, acompañados de inscripciones relativas a los logros de los reyes, sus
ascendientes y títulos.
Los elementos iconográficos enfatizan esta
imagen de poder. La cabeza va rematada con una corona del tipo tiara, que identifica
a los seres divinizados; esta tiara puede ser redondeada y con cuernos, como la
que llevan los toros de Nimrud, o cuadrada, como la de los toros de Khorsabad,
que se conservan en el Louvre. Además, el rostro presenta una abundante barba,
símbolo de fuerza y masculinidad, y la representación de la anatomía es
especialmente potente. Como nota curiosa, estas figuras estaban pensadas para
verse tanto de frente como de perfil, razón por la cual suelen tener cinco patas
en vez de cuatro. De esta forma, cuando se ven desde el punto de vista frontal
parecen mantenerse firmemente en guardia, sobre sus patas delanteras, mientras
que al verse desde el lateral dan la sensación de que caminan en dirección al
combate.
Más allá de su valor artístico y de su antigüedad, los toros androcéfalos asirios condensan una gran cantidad de significados culturales y religiosos de una de las primeras grandes civilizaciones de la historia de la humanidad. Y desde luego no pudo ser más afortunado su hallazgo y su traslado a varios museos occidentales para asegurar su oportuna conservación. Hace un par de días hemos conocido la destrucción intencionada de los pocos ejemplares que quedaban de estas obras de arte en Mosul, por parte de los fundamentalistas del Estado Islámico. Un acto de salvajismo como éste constituye una tragedia de incalculable valor no sólo contra la historia y la cultura ancestrales de Oriente Medio, sino contra el patrimonio mundial. Las autoridades internacionales deben intervenir de inmediato para evitar que continúe esta barbarie cuyo único objetivo es resetear nuestra memoria, cercenar nuestra libertad e imponer el totalitarismo.
Más allá de su valor artístico y de su antigüedad, los toros androcéfalos asirios condensan una gran cantidad de significados culturales y religiosos de una de las primeras grandes civilizaciones de la historia de la humanidad. Y desde luego no pudo ser más afortunado su hallazgo y su traslado a varios museos occidentales para asegurar su oportuna conservación. Hace un par de días hemos conocido la destrucción intencionada de los pocos ejemplares que quedaban de estas obras de arte en Mosul, por parte de los fundamentalistas del Estado Islámico. Un acto de salvajismo como éste constituye una tragedia de incalculable valor no sólo contra la historia y la cultura ancestrales de Oriente Medio, sino contra el patrimonio mundial. Las autoridades internacionales deben intervenir de inmediato para evitar que continúe esta barbarie cuyo único objetivo es resetear nuestra memoria, cercenar nuestra libertad e imponer el totalitarismo.