jueves, 30 de septiembre de 2010

ANÍBAL CONTEMPLA ITALIA DESDE LOS ALPES


Esta obra de tema histórico es una de las primeras pinturas importantes de Francisco de Goya. Su título completo es Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes y fue realizada por el pintor aragonés durante su viaje a Italia, con la intención de probar fortuna en un concurso convocado por la Academia de Bellas Artes de Parma, en 1771. Dicha academia había establecido claramente las condiciones en que debían presentarse las obras candidatas:

«Estará Aníbal de tal guisa, que alzándose la visera del casco y volviéndose hacia un genio que le toma de la mano, indicará de lejos las bellas campiñas de la Italia sometida, y de sus ojos y de todo su semblante se traslucirá la interna alegría y la noble confianza en las próximas victorias.»
Goya siguió efectivamente estas recomendaciones, como demuestran tanto los dibujos preparatorios de su Cuaderno italiano, como el boceto que se guarda hoy en el Museo de Zaragoza, y por supuesto el cuadro definitivo, conservado en la Fundación Selgas-Fagalde de Asturias. Así está representado el general cartaginés Aníbal en el centro de la composición, secundado por un genio alado y un jinete portador de un enorme estandarte. A la izquierda de este grupo, en la distancia, se intuye el fragor de una batalla de la que Aníbal ha salido victorioso, mientras que a la derecha se divisan otros soldados a caballo, en actitud de iniciar el descenso desde las montañas hasta las llanuras de Italia.
El artista añadió, no obstante, otros detalles de su cosecha que otorgan a la pintura un carácter más significativo e intelectual. En primer plano, en la esquina izquierda, una figura con cuerpo de hombre y cabeza de buey, reclinada sobre un ánfora de la que mana agua. Es una alegoría de Lombardía, la región italiana más próxima a los Alpes, o más concretamente una alegoría del río Po, según se representa en el tratado de Iconología de Cesare Ripa. Arriba, en la esquina opuesta, baja del cielo entre nubes la figura de la Victoria, que sostiene en una mano una corona de laurel y en la otra una rueda de la fortuna.
La historia de Aníbal constituye uno de los modelos más extraordinarios de la historia militar universal. Inspirado por su padre Amílcar Barca, desde niño juró odio eterno a los romanos. Convertido en general en jefe de los cartagineses, inició la Segunda Guerra Púnica en el 219 a. C., cuando atacó la ciudad Sagunto. Entonces organizó un fabuloso ejército de 70.000 soldados de infantería, 12.000 jinetes y varias docenas de elefantes, con los que se dirigió a Roma por Cataluña y el Mediodía francés, para atravesar después la cordillera de los Alpes y entrar en tromba en Italia. Durante los años siguientes derrotó sucesivamente a las legiones enemigas en las batallas de Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas, pero en el último momento no se decidió a atacar directamente a Roma. La duda fue aprovechada por el general romano Escipión, que trasladó la guerra a Hispania con el fin de cortar las vías de suministro de Aníbal y atacar su retaguardia. Aníbal no tuvo más remedio que retirarse a Cartago. Allí se enfrentó con Escipión, en la definitiva batalla de Zama, en el año 202 a. C. Pero la suerte de Aníbal ya estaba echada y Cartago salió finalmente derrotada, convirtiendo a Roma en la primera potencia del mundo y la única dominadora del Mediterráneo occidental.
El cuadro de Goya recoge aquel primer instante de gloria, en el que los ejércitos cartagineses habían superado el obstáculo natural de los Alpes y se disponían a invadir Italia, seguros de su victoria. El conjunto muestra un innegable conocimiento de la historia y la cultura clásica por parte del pintor, además de una apuesta firme por los planteamientos artísticos del neoclasicismo, característica en las primeras etapas de la obra de Goya. La calidad del dibujo, la creación de efectos atmosféricos de gran riqueza y la acertada solución compositiva son algunos de los aciertos más notables del cuadro. No en vano, el jurado del concurso otorgó a Goya una mención especial, aunque también criticó la falta de realismo del colorido, que en este caso se justificaba por el hecho de representar una historia heroica, situada fuera del tiempo y en un espacio que no es del todo exacto respecto de la realidad geográfica.


martes, 7 de septiembre de 2010

EL LABERINTO DE LA CATEDRAL DE CHARTRES

Un laberinto es una construcción arquitectónica o un jardín, caracterizado por tener una estructura tan complicada que, una vez que se ha accedido a su interior, resulta imposible o muy difícil salir. Las fuentes históricas nos revelan la existencia de laberintos desde muy antiguo, en Egipto, en Grecia, en Etruria y en otras partes de Europa y Asia, siendo el más conocido de todos el del Minotauro, en Creta. Su finalidad es un misterio, aunque normalmente se asocian a ceremonias de iniciación y a mitos relacionados con la necesidad de atraer y encerrar a las fuerzas del mal, para evitar su influencia negativa sobre la población. Otros autores consideran que el laberinto es un símbolo de confusión, caos y alejamiento de la verdad. Por último, en el diseño de los laberintos también se han querido ver representaciones del movimiento de los astros. Existen ciertas imágenes de los siglos XVI y XVII, en las que la órbita de cada planeta está dibujada como un muro que hay que circundar para llegar al centro del universo. Hay que tener en cuenta que hasta esas fechas se pensaba que el cielo tenía forma circular.
El símbolo del laberinto ha sido utilizado con relativa frecuencia en el arte antiguo y medieval. Su intención en muchos casos es meramente decorativa, pero como tiene carácter geométrico y no representa ninguna cosa tomada de la naturaleza, en ocasiones ha sido interpretado de manera esotérica. Su iconografía, no obstante, suele estar relacionada con la historia mitológica de Teseo, Ariadna y el Minotauro, cuyas figuras ocupan habitualmente el centro de la composición, sobre todo en mosaicos romanos. Durante la Edad Media, el motivo del laberinto fue cristianizado y la figura del centro fue sustituida por la palabra «Ecclesia» o por el emblema de la cruz, como sucede en la iglesia de San Vital de Ravena. En este caso, la función del laberinto era defender el centro, entendido éste como espacio sagrado, realidad absoluta o verdad revelada. El acceso al centro era reservado exclusivamente a los iniciados en la fe; los neófitos debían superar alguna prueba para poder acercarse.
Este último es el sentido que tienen los laberintos que se realizaron en el pavimento de algunas catedrales góticas, como las de Reims, Amiens, Saint-Martin de Saint-Omer y Chartres, en Francia. El de Chartres es el único que se conserva in situ, ocupando todo el ancho de la nave central, sobre el eje que separa la tercera y la cuarta bóveda, contando desde los pies. Sus dimensiones son las siguientes: 16 m de diámetro y 264 m de recorrido a través de 11 círculos concéntricos. Como curiosidad matemática, su diámetro es exactamente el mismo que el que tiene el rosetón de la fachada principal. De esta forma se muestra, a través de la propia arquitectura, todo el sistema de proporciones con que fue construida la catedral.
En las fuentes históricas, al laberinto de la catedral de Chartres se le denomina «El Camino de Jerusalén» porque el acto de recorrer el laberinto de rodillas, recitando el Miserere, se consideraba una penitencia que otorgaba tantas indulgencias como la peregrinación a Tierra Santa. El tiempo invertido en esta penitencia era aproximadamente de una hora, justo lo que se tarda en caminar una legua (unos 5 km), que fue la distancia que recorrió Jesucristo con la cruz a cuestas hasta el Monte Calvario, por lo que el laberinto de Chartres también fue conocido popularmente como «La Legua». El laberinto era así una especie de camino de fe, lleno de obstáculos y sufrimiento, desde la condición de mortal hasta la llegada a la Jerusalén Celeste, el Paraíso descrito en el Apocalipsis. Lo cierto es que, en muchos aspectos el hombre medieval entendía su vida como una larga peregrinación.
La idea del camino vital también es acertada para interpretar el laberinto que había en la catedral de Reims, que conocemos a través de grabados del siglo XVIII. Su forma era la de un octógono con otros cuatro octógonos más pequeños situados en las esquinas. En el interior de cada uno había figuras humanas: las de las esquinas correspondían a Jean D’Orbais, Jean Le Loup, Gauchier de Reims y Bernard de Soissons, los cuatro artistas más importantes de la catedral, mientras que en el centro estaba el Obispo Humbert, que puso la primera piedra del edificio. Otra interpretación está relacionada con la organización de los gremios de constructores: en el centro se dejaba la capa del Maestro Mayor de las obras, mientras que en las esquinas se encontraban los principales oficios por los que tenía que pasar el aprendiz hasta llegar al grado de Maestro. El recorrido simbólico era un ejercicio de igualdad social y de fe, ya que todos los artistas tenían que hacerlo por igual, y todos, aprendices, oficiales y maestros, tenían cabida en el seno de la Iglesia.

sábado, 4 de septiembre de 2010

EL JUICIO DE OSIRIS


La vida de ultratumba es una de las grandes preocupaciones de la condición humana. Todas las culturas han reflexionado de una u otra forma sobre lo que pueda ocurrir después de la muerte. Los mitos sobre la muerte y el sentido último de la existencia se encuentran en el origen de todas las religiones y en cierto modo han condicionado las estructuras sociales y económicas de las grandes civilizaciones históricas.
En el Antiguo Egipto se dedicaron ingentes recursos económicos y materiales al cuidado de los difuntos, y se desarrolló uno de los complejos culturales más sofisticados que han existido en torno al tema de la muerte. Fue transmitido a través de un texto denominado Libro de los Muertos, del que se conservan numerosas copias manuscritas sobre rollos de papiro, que fueron depositados en el interior de las tumbas, normalmente en los sarcófagos funerarios, junto a la cabeza de las momias. Algunos de estos papiros llegan a medir desenrollados más de 25 m. y todos suelen estar profusamente ilustrados con elementos y personajes extraídos de la mitología egipcia y de sus creencias sobre la vida después de la muerte.
El contenido del Libro de los Muertos es un amplio conjunto de oraciones, himnos, fórmulas mágicas e instrucciones para que el alma de la persona fallecida sepa cómo orientarse en el mundo de las tinieblas, enfrentarse al juicio final y llegar con éxito al Más Allá. El texto comienza con este título: «Comienzo de las sentencias a la salida del día, de la adquisición de un estado superior y luminoso, de la entrada y salida en el reino de los muertos, que han de decirse en el día del enterramiento de (y aquí figura el nombre particular del difunto)». A continuación se suceden 175 pasajes o sentencias que previenen al difunto sobre los diversos peligros a los que tendrá que enfrentarse en su viaje. Por ejemplo, la «Sentencia para no pudrirse en el reino de los muertos» (pasaje 45), la «Sentencia para respirar aire y disponer de agua en el reino de los muertos» (pasaje 59), o la «Sentencia para no morir nuevamente en el reino de los muertos» (pasaje 175). Al final del texto se aclara la finalidad del mismo:
«El espíritu del que haga esto
no perecerá eternamente.
Él existirá con la magnificencia de un dios.
No le podrá afectar ninguna cosa mala.
Él existirá como espíritu de muerto activo en el Oeste.
Él no volverá a morir una segunda vez.
Él comerá y beberá junto a Osiris cada día.
Será llevado junto a los reyes del Alto y Bajo Egipto.
Él beberá agua del bebedero del río.
Él podrá tener relaciones sexuales, y podrá salir
y descender cada día como Horus.
El estará vivo y existirá como un dios.
Él será honrado por los vivos como Re.»
Uno de los ejemplares más interesantes del Libro de los Muertos es el Papiro de Hunefer, realizado hacia el 1275 a. C. Fue hallado en el interior de una estatua del dios Ptah, en Tebas, y hoy se conserva en el British Museum de Londres. Hunefer era un importante escriba que trabajó en la corte de Tebas al servicio del faraón Seti I, padre del glorioso Ramsés II. Ostentó, entre otros, los cargos de Escriba de las Ofrendas Divinas y Supervisor del Ganado Real, tal como son enunciados en los jeroglíficos del papiro, lo que nos permite hacernos una idea muy clara de su notoriedad. Los escribas eran un grupo social poderoso en el Antiguo Egipto, donde pocas personas recibían la educación suficiente para aprender a leer y escribir. Formaban parte de la burocracia del Estado, ya que sobre ellos recaía la responsabilidad de registrar y administrar las riquezas del faraón y de los templos. Por ello es comprensible que muchos escribas, al igual que los sacerdotes, los nobles y los grandes guerreros, pudieran procurarse un enterramiento digno para asegurarse la entrada en el Más Allá.
La imagen que vemos aquí ilustra mediante varias escenas consecutivas el pasaje 125 del Libro de los Muertos, el más importante de todos porque es el que se refiere al juicio final del difunto ante el tribunal que permite el acceso a la vida de ultratumba. Su lectura comienza por la izquierda, donde aparece en primer lugar el escriba Hunefer, acompañado por Anubis, el dios de los muertos y de la momificación. Anubis es representado con cabeza de chacal y porta en su mano izquierda un símbolo de regeneración, que se denomina «llave de la vida» o ankh. En la escena siguiente, el dios de los muertos pesa el corazón de Hunefer en una balanza equilibrada por una pluma de la cabeza de Maat, diosa de la verdad, la justicia y el orden universal. Esta ceremonia se denomina psicostasis. Si la pluma tiene el mismo peso que el corazón del difunto, como en este caso, es prueba de que ha llevado una vida honesta, acorde con las leyes y los valores morales de Egipto. Si, por el contrario, el corazón pesa más que la pluma de la verdad, significa que está cargado de culpas y remordimientos por las malas acciones cometidas. En el centro de la balanza se encuentra Ammit, una diosa con cabeza de cocodrilo, los cuartos delanteros de león y los cuartos traseros de hipopótamo; este ser monstruoso se encargaba de devorar a los muertos que no superaban la prueba del pesaje. A la derecha está Thot, dios de la sabiduría representado con cabeza de ibis, que certifica en una tablilla el resultado arrojado por la balanza; los jeroglíficos titulan a Thot como «señor de las palabras divinas» y la banda sobre su pecho le identifica como sumo sacerdote.
Una vez que el difunto ha superado el pesaje, el dios halcón Horus le conduce hasta su padre Osiris, juez supremo de los muertos y señor del Más Allá. El ojo de Horus está representado de forma esquemática entre estos dos dioses, como símbolo de vigilancia y clarividencia. Por su parte, Osiris está sentado en un trono elevado, viste un sudario blanco, lleva la corona real y su piel es de un intenso color verde, el color de la regeneración y la renovación. Osiris sostiene en una mano un bastón curvado, símbolo del Bajo Egipto, y en la otra mano un flagelo, símbolo del Alto Egipto; con ello demuestra su dominio sobre todo el mundo y su papel predominante en el panteón egipcio. Detrás aparecen dos mujeres a las que el texto llama «las divinas Ururty». Son las hermanas de Osiris: su esposa Isis, la «gran maga», y su hermana Neftis, diosa de la oscuridad y madre de Anubis. En la parte superior de toda la composición Hunefer reverencia en la Sala de las Dos Verdades a otros catorce jueces divinos del Tribunal de los Muertos, para que intercedan por él ante Osiris y se le conceda un veredicto favorable. Por lo que parece, el bueno de Hunefer salió airoso de la prueba y accedió finalmente a la vida eterna.
 
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viernes, 3 de septiembre de 2010

LAOCOONTE Y SUS HIJOS

El Laocoonte es uno de los conjuntos escultóricos más impresionantes de toda la Historia del Arte universal. A pesar de las diferentes hipótesis que se han barajado, lo más probable es que fuera realizado en el siglo I d. C. para un mecenas romano, por los artistas Agesandro, Polidoro y Atanadoro, de la Escuela de Rodas. Pertenece, por tanto, a la última etapa de la escultura clásica griega, el llamado período helenístico. Se sabía de su existencia gracias a una antigua descripción de Plinio el Viejo, pero estuvo oculta bajo tierra hasta que fue descubierto en el año 1506, en la ciudad de Roma. El Papa Julio II envió a Giuliano da Sangallo y a Miguel Ángel para que identificaran la estatua, y desde entonces se conserva en los Museos Vaticanos.
El grupo representa a Laocoonte, sacerdote troyano de Apolo, en el momento de ser devorado por dos grandes serpientes marinas. Laocoonte había prevenido en vano a sus compatriotas contra el caballo de madera que los griegos les habían regalado, haciéndolo pasar como una ofrenda votiva a la diosa Atenea, cuando en realidad era un ardid para ocultar a los soldados que luego abrirían las puertas de la ciudad. Mientras los troyanos decidían si debían arriesgarse a introducir el caballo en la ciudad, Poseidón, enemigo de Troya, envió a las serpientes para que castigasen a los hijos de Laocoonte. Las serpientes se enroscaron en el cuerpo de los niños y Laocoonte luchó por soltarlas, pero ellas le estrangularon a él y a los niños. Los troyanos se convencieron de que aquello era una señal de los dioses para ignorar las advertencias del sacerdote y finalmente llevaron el caballo dentro de las murallas de la ciudad. De esta forma provocaron inconscientemente su propia destrucción.
El mito está recogido en la Eneida de Virgilio y ha sido un tema de inspiración muy repetido para artistas y escritores de todas las épocas. En la segunda mitad del siglo XVIII, en plena efervescencia neoclásica, se generó en Alemania un interesante debate sobre las cualidades estéticas de este grupo escultórico. Los principales protagonistas de este debate fueron Johann Winckelmann y Gotthold E. Lessing. Otros intelectuales de Alemania como Goethe, Herder, Novalis y Schopenhauer también escribieron sobre el Laocoonte, apreciando cada uno de ellos matices ligeramente diferentes en la expresividad de las figuras. Por su interés para la crítica de arte, reproducimos aquí los comentarios de Winckelmann, publicados en 1764 en su renombrada Historia del Arte de la Antigüedad:

«Laocoonte nos ofrece el espectáculo de una naturaleza sumergida en el más vivo dolor bajo la imagen de un hombre que reúne contra sus ataques toda la fuerza de su alma. Mientras sus sufrimientos hinchan sus músculos y contraen sus nervios, veis su espíritu armado de fuerza resplandecer sobre su frente surcada y su pecho, oprimido por la violenta respiración y la contracción cruel, elevarse con esfuerzo para contener y concentrar el dolor que lo agita. Los gemidos ahogados y el aliento retenido extenúan la parte inferior de su cuerpo, hunden sus flancos, lo cual nos deja ver, por así decir, sus vísceras. Sin embargo, sus propios sufrimientos parecen afectarle menos que los de sus hijos, que elevan los ojos hacia él implorando su ayuda. La ternura paternal de Laocoonte se manifiesta en sus miradas lánguidas: la compasión parece flotar sobre sus pupilas como un sombrío vapor. Su fisonomía expresa las quejas y no los gritos, sus ojos dirigidos hacia el cielo imploran la ayuda suprema. Su boca respira la postración y el labio inferior que desciende está agobiado por ella; pero en el labio superior levantado su postración está unida a una sensación dolorosa. El sufrimiento, mezclado de indignación por el injusto castigo, sube hasta la nariz, la hincha y estalla en las aletas dilatadas y levantadas. Bajo la frente se representa con la mayor sagacidad el combate entre el dolor y la resistencia que están como reunidos en un punto pues, mientras que aquél le hace levantar las cejas, ésta comprime la carne sobre el ojo y la hace descender sobre el párpado superior, casi, enteramente cubierto por ella. El artista, al no poder embellecer la naturaleza, se ha aplicado a darle más contención, más vigor: allí mismo donde ha puesto el mayor dolor se encuentra también la belleza más alta. El costado izquierdo, en el cual la furiosa serpiente arroja por la mordedura su veneno mortal, es la parte que parece sufrir más debido a la proximidad del corazón, y esta parte del cuerpo puede decirse que es un prodigio del arte. Quiere levantar las piernas para sustraerse a sus mandíbulas. No hay parte alguna en reposo. El mismo toque del maestro contribuye a la expresión de una piel entumecida.
El carácter general en que reside la superioridad de las obras de arte griegas es el de una noble sencillez y una serena grandeza, tanto en la actitud como en la expresión. Así como las profundidades del mar permanecen siempre en calma por muy furiosa que la superficie pueda estar, también la expresión en las figuras de los griegos revela, en el seno de todas las pasiones, un alma grande y equilibrada.
Tal es el alma que se revela en el rostro de Laocoonte (y no sólo en el rostro) dentro de los más violentos sufrimientos. El dolor, que se manifiesta en cada uno de los músculos y los tendones del cuerpo y que, aún sin considerar el rostro y las restantes partes, se cree casi sentir en uno mismo a la sola vista del bajo vientre dolorosamente replegado; este dolor, decía, no se exterioriza, sin embargo, en el menor rasgo de violencia en el rostro ni en el conjunto de su actitud. Laocoonte no profiere los horrísonos gritos de aquel sacerdote al que cantó Virgilio: la abertura de la boca no lo permite; se trata más bien de un gemido angustioso y acongojado como el que describe Sadoleto en De Laocoontis Statua. El dolor del cuerpo y la grandeza del alma están repartidos, y en cierto modo compensados, con el mismo vigor por la entera estructura de la figura. Laocoonte sufre, pero sufre como el Filoctetes de Sófocles: su miseria nos alcanza hasta el alma, pero desearíamos poder soportar la miseria como este gran hombre.
Ante el espectáculo de este prodigio del arte, olvido todo el universo; yo mismo tomo una posición más noble para contemplarlo con dignidad. De la admiración paso al éxtasis. Embargado de respeto, siento mi pecho que se dilata y se eleva, sensación que experimentan los poseídos por el espíritu de las profecías. ¡Cómo poder describirte, oh inimitable obra de arte! Haría falta que el Arte mismo se dignara inspirarme para conducir mi pluma.»


MÁS INFORMACIÓN:
http://www.joanmaragall.com/fronesis/17/eb/winckel.htm


Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.