domingo, 12 de diciembre de 2010

LA PAZ DE LOS PIRINEOS

Este cuadro del pintor francés Laumosnier, que se conserva en el Museo de Tesse, en Le Mans (Francia), es un documento gráfico excepcional, de valor casi periodístico, para conocer uno de los hechos más trascendentales de la historia de España. Representa el encuentro entre los reyes Felipe IV de España y Luis XIV de Francia en la Isla de los Faisanes, en mitad de la frontera natural que forma entre ambos países la desembocadura del río Bidasoa. La entrevista se produjo el día 7 de noviembre de 1659 y sirvió para certificar un importante tratado de paz, que ponía fin a más de veinte años de guerra.


Desde la Baja Edad Media, España y Francia habían estado violentamente enfrentadas por sus intereses políticos en Europa y por sus respectivas ambiciones imperialistas. El control de los territorios limítrofes de Navarra, Cataluña y el Rosellón habían sido motivo frecuente de disputa, pero también Borgoña y los Países Bajos, que pertenecían a la Corona de España desde que fueron heredados por el Emperador Carlos I. Esta herencia provocó que Francia se sintiera completamente rodeada y amenazada por los dominios los Habsburgo, y además originó una fuerte rivalidad en otras zonas de Europa, como Nápoles o el Milanesado, donde colisionaban los intereses estratégicos de ambas potencias. Las Guerras de Religión sostenidas por la monarquía española contra los protestantes alemanes y holandeses durante los siglos XVI y XVII, sirvieron de excusa a Francia para luchar en contra de España, con la intención de socavar su hegemonía en Europa. En el transcurso de la Guerra de los 30 Años, Francia se alió con Holanda y con Suecia, y aunque en un primer momento los resultados fueron desfavorables, finalmente logró derrotar a los tercios españoles en la batalla de Rocroi (1643), e imponerse al resto de las tropas de los Habsburgo en Baviera. Desde esta situación claramente ventajosa, el primer ministro francés, el Cardenal Mazarino, forzó la firma de la Paz de Westfalia, que cambió radicalmente el mapa de Europa: Francia logró importantes concesiones territoriales, como Alsacia y la frontera renana, Holanda y Suiza consiguieron su completa independencia, Suecia pudo expansionarse por el norte de Alemania, y el Sacro Imperio Romano-Germánico experimentó profundos cambios políticos. Los Habsburgo austriacos y españoles fueron los grandes perdedores. Consciente de la situación de debilidad de la monarquía hispánica, Francia continuó la guerra contra ella hasta el año 1659, con la intención de apropiarse de nuevos territorios.
La Paz los Pirineos, que ponía fin a esta última guerra, fue estipulada por los ministros Luis de Haro, por parte de España y el Cardenal Mazarino, por parte de Francia, los cuales aparecen representados en el cuadro de Laumosnier detrás de cada monarca. El nombre del tratado viene porque desde entonces los Montes Pirineos fueron establecidos como la frontera definitiva entre ambos reinos, de tal manera que el Rosellón, la Cerdaña y otras zonas situadas al norte de esa cordillera fueron traspasados a Francia. Además de eso, España también se vio obligada a ceder el Artois y algunas ciudades de Bélgica y Luxemburgo colindantes con Francia. En definitiva, la Paz de los Pirineos marcó el inicio de la decadencia española en Europa y el ascenso de Francia como la nueva potencia hegemónica.
Esto se expresa muy elocuentemente en la pintura que exponemos aquí, en la cual el rey español, Felipe IV, aparece viejo y cansado, mientras que el francés, Luis XIV, se muestra joven y lleno de energía. Esta comparación va más allá de la simple diferencia de edad entre ambos. La rivalidad entre ambas monarquías fue la nota dominante en sus relaciones diplomáticas durante más de dos siglos. Si el rey español era denominado en los documentos oficiales como Su Majestad Católica, el rey francés recibía el título de Cristianísimo. Si el propio Felipe IV fue apodado El Rey Planeta, Luis XIV sería conocido como El Rey Sol. Lo mismo sucedía con el protocolo, la moda y las costumbres en ambas cortes, que competían en magnificencia y en capacidad de influencia sobre el resto de Europa. En el cuadro, los españoles se sitúan a la derecha y visten según la moda austera característica de los Habsburgo (cuello sencillo o gola, colores sobrios y poses severas), mientras que los franceses se colocan a la izquierda, engalanados con el tipo de indumentaria que se puso de moda en Europa a partir de entonces (vestidos coloristas, emperifollados, con gorgueras, enaguas, brocados y poses más gráciles). Toda una metáfora de la tradición superada por la modernidad.
Pero el cuadro no representa únicamente el encuentro entre las dos monarquías ni la firma del tratado de paz entre ambas. El verdadero asunto es la ceremonia de entrega de la princesa María Teresa, hija de Felipe IV, para convertirla en la esposa del joven rey francés. La alianza matrimonial era el mejor medio para sellar una nueva era de cooperación y amistad entre los dos países, y las mujeres solían ser las primeras víctimas de la política, tal como se establecía en una de las cláusulas del tratado, donde decía:

«Y para que esta paz y unión, confederación y buena correspondencia sea, como se desea, tanto más firme e durable e indisoluble, los dichos dos principales ministros, Cardenal Duque y Marqués Conde Duque, en virtud del poder especial que han tenido para este efecto de los dos Señores Reyes, han acordado y asentado en su nombre el matrimonio del Rey Cristianísimo con la Serenísima Infanta Doña María Teresa, hija primogénita del Rey Católico, y este mismo día, fecha de las presentes, han hecho y firmado un Tratado particular, al cual se remiten todas las condiciones recíprocas del dicho matrimonio y el tiempo de su celebración. El cual Tratado separado y capitulación matrimonial tienen la misma fuerza y virtud que el presente Tratado, como que es la principal y más digna parte de él, como también la mayor y más preciosa prenda de la seguridad de su duración.»

A pesar de ello, este matrimonio sería causa de nuevos conflictos en el futuro. Primero, por las dificultades de la monarquía española para pagar la elevadísima dote de la novia, que ascendía a 500.000 escudos de oro. Y segundo, porque un nieto de Luis XIV y María Teresa, el Duque Felipe de Anjou, se vería legitimado para suceder al último de los Habsburgo españoles, Carlos II, muerto sin descendencia en 1700. Así pues, en este acto protocolario representado aquí se sitúa nada más y nada menos que el origen de la llegada de los Borbones al trono de España.


viernes, 3 de diciembre de 2010

ALEGORÍA DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

Este grabado alusivo a la Conquista y Evangelización de América por España es una de las imágenes más sugestivas que adornan el libro Rhetorica Christiana, publicado en la imprenta de Jacopo Pretruccio, en Perugia, en el año 1579. El autor del texto y de las imágenes fue Fray Diego Valadés, un erudito franciscano, hijo de una indígena tlaxcalteca y de un conquistador extremeño enrolado en las huestes de Hernán Cortés durante la invasión de México. Valadés se educó dentro de la tradición humanística importada por los franciscanos a través de las primeras instituciones pedagógicas fundadas en la ciudad de México, y luego como discípulo y secretario del misionero Pedro de Gante, de quien aprendió el arte del dibujo y del grabado. Consumado lingüista y políglota, hablaba perfectamente el castellano, el náhuatl y el tarasco, y llegó a ser el primer mexicano capaz de publicar un libro en Europa.
La Rhetorica Christiana es una obra enciclopédica escrita en latín, en la que Diego Valadés refirió diversos aspectos etnológicos sobre los indígenas mesoamericanos, y desarrolló una serie de argumentos teológicos sobre su naturaleza y su capacidad para abrazar la fe cristiana. Desde este punto de vista defendió los métodos evangelizadores de las órdenes mendicantes, en especial de los franciscanos, de manera que el libro es tanto un tratado teológico como un análisis de las prácticas misioneras realizadas en el área de México a mediados del siglo XVI. Por esta razón posee un extraordinario valor histórico, antropológico y pedagógico, y la imagen que aquí presentamos es un buen ejemplo de ello. Se trata de un grabado hecho en cobre, en el que se representa una carabela, la típica embarcación española del siglo XVI, surcando las olas del mar. Del navío destacan poderosamente los pabellones de proa y popa, profusamente armados con cañoneras, y sobre todo el palo mayor, convertido en un gigantesco crucifijo que otorga al dibujo una extraordinaria carga simbólica. La carabela es un claro exponente de los adelantos científicos y técnicos, que permitieron a los españoles atravesar el Océano Atlántico y arribar al Nuevo Mundo a principios de la Edad Moderna. Los cañones hacen referencia a la potencia militar de los conquistadores, que se impusieron con facilidad a los indígenas gracias a sus armas de fuego. Y el mástil con Jesucristo crucificado vincula la conquista a un influyente proceso de aculturación basado en la difusión del Cristianismo.
En antropología, se define aculturación como el proceso consistente en la modificación de los modelos culturales y de las pautas de comportamiento de dos grupos sociales o etnias distintas, que se produce por el contacto directo o la transmisión de información entre ambos. En ocasiones, el intercambio entre los dos grupos sociales es equitativo y da lugar al mestizaje, pero durante la conquista de América lo que se produjo mayormente fue el colonialismo o imposición de la cultura española dominante sobre las culturas indígenas, consideradas deleznables o inferiores. De esta forma, las costumbres y tradiciones de los pueblos precolombinos fueron progresivamente sustituidas y finalmente olvidadas.
La difusión del Cristianismo se convirtió sin ninguna duda en el medio de aculturación más importante desarrollado en América durante los siglos XVI y XVII. De hecho, las expediciones de conquista no se justificaban por los intereses políticos de la monarquía española, sino como auténticas cruzadas emprendidas para combatir el paganismo o la idolatría, y extender la verdadera fe cristiana. Por eso las tropas iban normalmente acompañadas de frailes franciscanos, dominicos, agustinos o jesuitas, que se establecieron rápidamente en los territorios conquistados para iniciar la predicación, fundar diócesis y conventos, y celebrar los primeros bautizos. Además, los misioneros se esforzaron en aprender las lenguas indígenas, a través de las cuales pudieron transmitir mejor sus sermones y catecismos. La creación de escuelas para los hijos de los caciques contribuyó eficazmente a la propagación de la doctrina, porque los que recibieron esta educación ejemplificaron su conversión al cristianismo o incluso se convirtieron en predicadores, influyendo sobre el resto de la población nativa.
Pero el ideal de cruzada también legitimó religiosamente la violencia contra los pueblos amerindios, no sólo durante la batalla sino también durante el proceso de colonización. Así, a la ocupación de territorios, siguió la destrucción de sus templos y de sus dioses, para finalmente obligar a la conversión. Los atropellos no se suavizaron hasta que se conocieron las denuncias vertidas por el dominico Fray Bartolomé de las Casas, quien abogó por dar un trato más humano a los nativos. Como consecuencia de ello, el Emperador Carlos I promulgó las Leyes de Indias o Leyes Nuevas, en 1542, que pusieron a los indígenas bajo la protección de la Corona de España. A partir de entonces, el proceso de aculturación de América adquirió un talante más positivo, basado en la humanización de las condiciones de vida mediante la aceptación de valores profundamente evangélicos, como la práctica de la caridad, el amor y el servicio al prójimo. Ello no impidió, por un lado, que se siguieran cometiendo abusos, y por otro, que los propios indígenas mezclaran en ocasiones los dogmas cristianos con sus propios mitos y tradiciones religiosas. En cualquier caso, no cabe duda de que la conquista y la evangelización de América cambiaron profundamente la faz de aquel continente.

MÁS INFORMACIÓN:
http://www.archive.org/stream/rhetoricachristi00vala#page/n3/mode/2up

jueves, 25 de noviembre de 2010

LA RELIGIÓN SOCORRIDA POR ESPAÑA

Esta obra alegórica tiene una curiosa historia relacionada tanto con su proceso de creación como con su significado iconográfico. Sabemos que es obra de Tiziano porque aparece firmado «TITIANVS F.» y también que está fechado en torno al año 1571. La documentación histórica nos dice que fue enviado al Alcázar Real de Madrid en 1575, junto con otro cuadro que reproducimos más abajo, titulado Felipe II ofreciendo a la Victoria a su hijo, el infante Don Fernando. Este último fue encargado a Tiziano por el rey de España, Felipe II, como recuerdo conmemorativo de su victoria en la batalla de Lepanto, lo que hace suponer que los dos cuadros están relacionados.
La composición de La Religión salvada por España está directamente tomada de un cuadro inconcluso, que comenzó Tiziano hacia 1530 para Alfonso de Este, duque de Ferrara. Conocemos este cuadro por una réplica de taller que se conserva en la Galería Doria Pamphili de Roma, y por una visita de Giorgio Vasari al estudio del pintor, sucedida en 1566. Vasari describió un cuadro de asunto mitológico, con «una joven muchacha desnuda delante de Minerva con otro personaje a su lado y un paisaje marino en cuyo centro, en la lejanía, aparecía Neptuno sobre su carro». De acuerdo con esta descripción, el significado original de la obra podía interpretarse como una alegoría del Triunfo de la Virtud sobre el Vicio, o más concretamente, la Virtud del Ducado de Ferrara, que vence a la amenaza del poder marítimo de Venecia, encarnado como Neptuno.
Una carta fechada en 1568, dirigida al emperador Maximiliano II de Austria por su agente en Venecia, da cuenta de una segunda versión de la obra, hoy perdida pero conocida gracias a un grabado de Giulio Fontana. En esta versión el mensaje iconográfico fue adaptado a las exigencias del nuevo mecenas, de forma que la Virtud de Ferrara se convirtió en la Virtud de Austria, y la amenaza de Venecia en la amenaza de los turcos. La obra conmemoraba así la valerosa resistencia de la ciudad de Viena, que logró salvarse del asedio al que la sometió el sultán Suleiman I, en 1529 y en 1532.
El cuadro que reproducimos aquí es la versión definitiva, la que fue encargada por Felipe II y hoy se conserva en el Museo del Prado. La composición es la misma pero se han incluido algunas variantes iconográficas que modifican notablemente su significado. La muchacha casi desnuda de la derecha se muestra sola y apesadumbrada. Está amenazada a su espalda por varias serpientes que sobresalen de un árbol seco y pretenden emponzoñar su pureza. Se apoya sobre una piedra, y a sus pies aparecen una cruz y un cáliz, por todo lo cual podemos identificar claramente a la muchacha como una alegoría de la Religión Católica. La figura principal, que se presenta triunfante desde la izquierda, es una matrona coronada, vestida de oro y púrpura, que porta en la mano izquierda una lanza con un estandarte rojo, y sostiene en la mano derecha el escudo real de Felipe II. A sus pies se disponen algunas armas características de los ejércitos imperiales. Por estos atributos, no hay duda de que esta figura es una alegoría de España. Le acompaña una mujer con una espada, siguiendo la representación habitual de la Fortaleza, y detrás de ella un soldado y otras figuras femeninas armadas, que forman un ejército. En el medio de la composición se abre un paisaje marino en el que se puede distinguir una flota de barcos comandada por un guerrero, ataviado con un turbante árabe. Este guerrero cabalga sobre las olas montado en un carro tirado por caballos, según la iconografía típica de Neptuno, pero su piel morena y su atuendo lo ponen en relación con el Imperio Turco.
Por consiguiente, el cuadro de Tiziano puede interpretarse efectivamente como una alegoría de España, que viene ayudada por la Fortaleza para socorrer a la Religión Católica, amenazada por los turcos. De manera más precisa, Erwin Panofsky la explicó como una representación de la Religión, amenazada por la subversión interna (las serpientes) y por el enemigo exterior (el turco), que solicita la protección de Iglesia militante (España) y de la Fuerza. El tema era de evidente actualidad en el momento en que fue pintado, porque acababa de producirse la gran batalla naval de Lepanto, en la que una Liga Santa formada por España, Venecia y los Estados Pontificios, al mando de Juan de Austria, derrotó estrepitosamente a la flota naval otomana. La victoria de Lepanto garantizó la seguridad en el Mar Mediterráneo, puso freno al expansionismo turco y conjuró la herejía religiosa, al menos momentáneamente. 
Es lógico que Felipe II quisiera enfatizar su importancia histórica mediante una oportuna labor de propaganda, plasmada artísticamente en las mencionadas obras de Tiziano, que además de aludir al hecho en cuestión, enaltecían el protagonismo de la triunfante monarquía española como pacificadora del mundo y defensora de la fe católica. El método iconográfico nos permite comprender cómo las representaciones artísticas intentan transmitir mensajes de profunda significación cultural, que en cualquier caso siempre deben explicarse desde con el contexto histórico en el que se originaron. Con el análisis de esta obra hemos comprobado cómo una misma imagen puede simbolizar cosas relativamente similares pero también muy diferentes, en función del suceso concreto con el que se relacionan.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

ALEGORÍA DE LA SUCESIÓN DE LOS TUDOR

Esta obra, atribuida a Lucas de Heere, es un claro ejemplo de utilización del arte como instrumento de propaganda política. Fue encargado por la reina Isabel I de Inglaterra en 1572, como un regalo para su secretario Sir Francis Walsingham, según puede leerse en una inscripción grabada en la base del panel. En 1842 se hallaba en la colección de arte del escritor Horace Walpole, donde fue adquirida por J. C. Dent. Actualmente se exhibe en el castillo de Sudley, en Gloucestershire, aunque desde 1991 pertenece al National Museum of Cardiff, en Gales. La atribución al pintor flamenco Lucas de Heere, que se estableció en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVI como consecuencia de las persecuciones religiosas ocasionadas en Flandes, se justifica por su similitud con otro cuadro firmado por este artista, titulado Salomón y la reina de Saba, y con otras obras seguras de su pincel, en los que mezcla de igual forma personajes históricos y alegóricos.
Para ser sinceros, la calidad artística de esta pintura al óleo es bastante discreta, sobre todo por la escasa destreza mostrada por el artista a la hora de representar cada una de las figuras y su relación con el espacio, aparte de algunos errores de perspectiva un tanto ingenuos. Pero el valor emblemático del cuadro es muy interesante, de ahí su interés para el conocimiento de la Historia de Inglaterra. Aquí están representados todos los monarcas de la dinastía Tudor, a excepción de su fundador, Enrique VII. En el centro está el hijo del anterior, Enrique VIII, señalado como el gran patriarca de la familia real. Está sentado en un trono, bajo un dosel de terciopelo verde decorado con el escudo real de Inglaterra, va vestido con ricos ropajes y porta un cetro y una espada, como símbolos de poder. Arrodillado a su derecha se encuentra Eduardo VI, su único hijo varón, habido con su tercera esposa Jane Seymour. Está representado como un muchacho porque murió con apenas dieciséis años, después de un breve reinado que se inició en 1547 y estuvo marcado durante gran parte por las regencias. A la izquierda de la composición se halla María Tudor, hija del primer matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón. Popularmente conocida como «Bloody Mary», sucedió con no pocas dificultades a Eduardo VI en 1553. Su convulso reinado se caracterizó por la interrupción de las reformas políticas y religiosas iniciadas por sus antecesores, hasta el punto de que restauró el catolicismo y la alianza con el Papado y con España. Por eso en el cuadro aparece acompañada por su esposo, Felipe II de España, con quien se casó en 1554. Detrás de ambos se encuentra Marte, el dios de la guerra, con sus armas características. La inclusión de este dios clásico puede interpretarse como una referencia a la amenaza imperialista de España sobre el resto de Europa, y en particular sobre Inglaterra.
Al otro extremo, en una posición adelantada que le destaca claramente respecto de los demás personajes, se encuentra Isabel I, hija de Enrique VIII y Ana Bolena. Isabel sucedió a su hermanastra María en 1558 y repudió otra vez el catolicismo, consolidando la Iglesia Anglicana separada de la autoridad de Roma. Isabel era la reina que gobernaba en el momento en que fue pintado este cuadro, y quiso representarse en él de forma especialmente positiva. Así aparece ricamente vestida, secundada por las figuras alegóricas de la Paz y la Abundancia. La Paz se identifica porque lleva una rama de olivo y está pisoteando varias armas arrojadas en el suelo. La reina Isabel la señala y la toma de la mano, indicando la armonía, la conciliación y la estabilidad derivadas de su buen gobierno. La Abundancia, detrás, se reconoce porque porta una cornucopia de la que manan abundantes frutos, también llamado «cuerno de la abundancia». Es una alusión a la prosperidad del reinado de Isabel y, en cierta medida, también a la actividad política del destinatario del cuadro, el secretario Sir Francis Walsingham, que impulsó el crecimiento económico y el desarrollo del comercio naval, convirtiendo a Inglaterra en una de las principales potencias marítimas de la época.
El escenario donde se desenvuelve esta representación es un pórtico de aspecto palaciego, organizado de acuerdo a un punto de vista rigurosamente centralizado, a cuyos lados se abre un paisaje mitad urbano, mitad ajardinado. Ello refuerza el mensaje político de la obra, porque muestra la sucesión dinástica de la monarquía Tudor en el centro mismo de su poder, el palacio real, y presenta a la reina Isabel como heredera legítima de la corona de Inglaterra. Los problemas sucesorios de Enrique VIII, originados por la falta de un heredero varón que le sobreviviera, y por la presunta ilegitimidad de sus dos hijas, aparecen resueltos en la imagen en clave alegórica: la Paz y la Prosperidad garantizan la anhelada estabilidad de la monarquía en Inglaterra, y son capaces de sobreponerse tanto a la amenaza de la guerra como a la conflictividad religiosa de los reinados anteriores. El lenguaje plástico y la iconografía, característicos del ambiente cultural del Renacimiento, sirven de recurso propagandístico a la nueva concepción de la monarquía en la Edad Moderna, de la que Isabel I fue una de sus más destacadas representantes.

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL RETABLO DE LA CAPILLA REAL DE GRANADA

La Capilla Real de Granada es seguramente el monumento más significativo del reinado de los Reyes Católicos. Erigida como panteón funerario de los monarcas, su construcción fue ordenada por una disposición testamentaria de la reina Isabel. Con ello pretendía conmemorar el mayor logro de su reinado, la unificación política y religiosa de España tras la conquista del último reducto musulmán que quedaba en la península. Tanto la capilla como el sepulcro tenían que ser magníficos en sus cualidades artísticas y también transmitir unas especiales connotaciones simbólicas. La arquitectura se concluyó en estilo gótico en 1517, bajo las órdenes del maestro Enrique Egas. Ese mismo año, el italiano Domenico Fancelli terminó el sepulcro de los reyes, cuyos cuerpos fueron trasladados a la cripta en 1521. El deseo del emperador Carlos I de magnificar el mausoleo de sus abuelos convirtió a Granada en el foco artístico de mayor intensidad y calidad del arte del Renaci­miento en España. Numerosos artistas de renombre como Alonso Berruguete, Jacopo Florentino, Diego de Siloe, Pedro Machuca, Andrés de Solórzano o Sebastián de Almonacid se dieron cita en la antigua capital nazarí para disputarse la contratación de las principales obras de decoración que quedaban por hacer en la Capilla Real. Entre las piezas más importantes que se realizaron entonces destaca sin duda el retablo mayor, atribuido al maestro borgoñón Felipe Bigarny por un documento encontrado en la sección de la Contaduría Mayor del Archivo General de Simancas, en el que figura la siguiente libranza fechada en el año 1519:

«A Pedro de Caçalla contador del sueldo ciento e doze mill e quinientos mrs. que los ovo de aver por otros tantos quel dio e pagó a maestre Felipe de Borgoña para en quenta de 1.500.000 que ovo de aver por un retablo que hase para la capilla Real de Granada por carta dada a XVII de mayo de DXIX.»

Este documento suministra información fidedigna sobre el autor del retablo, sobre su elevado coste y sobre la fecha en que debió iniciarse la obra. Por otros documentos coetáneos sabemos que se terminó a principios de 1522, cuando todas las piezas quedaron perfectamente ensambladas, procediéndose a su estofado y policromado. El resultado fue en verdad excepcional, e hizo honor a la fama de un artista que ya se había consagrado en numerosas obras maestras repartidas por las catedrales de Burgos, Palencia y Toledo, además de otros sitios como Salamanca y Alcalá de Henares. En esa trayectoria, se advierte una importante evolución estilística. Sus primeros trabajos se inspiran en la plástica tradicional borgoñona, todavía sujeta a un sistema de proporciones y a un lenguaje esencialmente góticos. Posteriormente, sobre todo a raíz de un acuerdo de colaboración suscrito con Alonso Berruguete en 1519, Bigarny incorporó el refinamiento y la monumentalidad característicos de la estética renacentista. En el retablo de la Capilla Real, son elementos distintivos del nuevo estilo la organiza­ción clásica de la arquitectura, la exquisita dulzura con que están realizadas determinadas figuras, la introducción de desnudos que permiten el estudio de la anatomía humana, el empleo del bajorre­lieve en algunas escenas, la inclusión de triglifos, metopas, veneras y cabezas de querubines en los frisos, y el tratamiento de los grutescos de acuerdo a la moda plateres­ca.
Un retablo se divide en pisos o cuerpos dispuestos horizontalmente, y calles y entrecalles dispuestas verticalmente. La base de toda la estructura se denomina predela o banco, que puede estar a su vez apoyado en un sotabanco, mientras que el remate, que culmina lo más alto de la composición, se llama ático. El conjunto puede estar perfilado en los extremos laterales por polseras, unos elementos que se destacan en resalte y que pueden ser por ejemplo una columna o una pilastra. En el retablo de la Capilla Real de Granada, la estructura se compone de sotabanco, banco, dos cuerpos con cinco calles y un ático que presenta tres frontispicios de vuelta redonda y está rematado en el centro por frontón triangular con una cruz. El conjunto se articula con gran regularidad por medio de columnas abalaustradas con capiteles corintios, y cornisamentos decorados con elementos clásicos y grutescos dorados sobre fondo blanco. A ambos lados de la estructura se abaten dos piezas perfecta­mente ensambladas que funcionan como pedestales para las estatuas orantes de los Reyes Católicos. Estas estatuas refuerzan el significado piadoso y funerario de toda la capilla, pero también producen un efecto de gran valor escenográfico.
En cuanto a la iconografía, debe analizarse primero cada una de las escenas para después proceder a una interpretación global del retablo. Los relieves del sotabanco representan aconteci­mientos históricos de la toma de Granada: la llegada de los ejércitos cristia­nos al mando de los Reyes Católicos y del Cardenal Mendoza, Boabdil rindiendo las llaves de la ciudad, el bautismo de los hombres moros y el bautismo de las mujeres moras. En la zona central del banco se muestran tres escenas: primero el Bautismo de Cristo, en el medio la Adoración de los Reyes Magos, y a la derecha San Juan Evangelista acompañado del águila que lo identifica. Sobre ellas se dispone el primer cuerpo del retablo, en el que se encuentran las escenas más importantes desde el punto de vista iconográfico, lo que se nota por su situación centralizada y por el tamaño monumental de las figuras. Emparejados en el centro están San Juan Bautista y San Juan Evangelista, los santos patronos de los Reyes Católicos y los titulares de la advocación de la capilla. A los lados, el martirio de cada uno de ellos: a la izquierda la Degollación del Bautista, y a la derecha la cocción en aceite hirviendo del Evangelista. En el segundo cuerpo destaca la Crucifixión de Cristo, que sobresale por encima del cornisamento superior, y que aparece secundada por la Virgen María y San Juan Evangelista, siguiendo una tipología iconográfica que se denomina «calvario». A la izquierda se representa precisamente a Cristo con la Cruz a cuestas, camino del Monte Calvario, y a la derecha la Piedad o Lamentación ante Cristo muerto, quizás la escena más retardataria desde el punto de vista estilístico. En las calles de los extremos están representados, cada uno independiente en una celda, San Pedro, San Pablo, los cuatro evangelistas y los cuatro Padres de la iglesia Católica, que son San Gregorio Magno, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín. En el ático aparecen las figuras de la Virgen María y del ángel San Gabriel, una a cada extremo, figurando el episodio de la Anunciación. Finalmente, la paloma del Espíritu Santo y la figura de Dios Padre se asoman desde el tímpano superior, representando junto con Jesucristo crucificado el misterio de la Trinidad.
En definitiva, el retablo propone varias lecturas. La más evidente de todas es la que unifica las diferentes escenas de contenido cristológico, que se disponen siguiendo los ejes de la Crucifixión, y que van desde la Anunciación en el ático hasta la Adoración de los Reyes Magos en el banco, pasando por los episodios de la Pasión en el cuerpo superior, que ejemplifican la acción salvadora de Jesús en el mundo. Apoyando el sentido doctrinal de este mensaje se incluye a los Evange­listas y a los Santos Padres de la Iglesia Católica; los primeros como reveladores del mensaje cristiano, los segundos como exégetas y por ello depositarios y continua­dores de la Buena Nueva extendida por toda la tierra. Su situación en las torres, actuando a modo columnas o fundamen­tos de la Iglesia, resulta muy significa­tiva. Una segunda lectura iconográfica es de carácter devocional y está dedicada a los Santos Juanes, patronos de los Reyes Católicos y titulares de la capilla. La presencia de ambos expresa además la continuidad de la misión de Cristo, pues los dos son testigos directos de la misma y hacen confluir el Antiguo y el Nuevo Testamento. Las figuras orantes de los reyes y los bajorrelieves del sotabanco conectan esa misión salvífica con el momento histórico en que se construyó el propio retablo, porque aluden a la definitiva cristianización de España, lograda gracias a la reconquista de Granada. Política, teología y devoción espiritual aparecen así perfectamente interconectadas entre sí.


miércoles, 10 de noviembre de 2010

LA VIRGEN DE LOS REYES CATÓLICOS

Esta tabla pintada al temple se encontraba originalmente en el oratorio del Cuarto Real del monasterio dominico de Santo Tomás de Ávila, de donde pasó al Museo de la Trinidad, y posteriormente al Museo del Prado, tras la Desamortización. Su autor es desconocido, aunque se identifica con la influyente Escuela Hispanoflamenca que desarrolló su arte en Castilla durante las últimas décadas del siglo XV. La fecha exacta de la pintura es objeto de debate entre los historiadores, pero últimamente se sitúa hacia 1490. Representa lo que iconográficamente se denomina una «sacra conversazione», esto es, una imagen sedente de la Virgen María con el Niño Jesús, acompañada de algunos santos y en ocasiones también de otros personajes de la vida real, normalmente el comitente que paga la pintura. Al comitente se le llama también donante cuando encarga la obra como donación a una institución religiosa, y puede aparecer con algún otro miembro de su familia, siempre arrodillados en actitud orante. Todos los personajes son representados de forma conjunta en el mismo espacio y mantienen una relación informal, con poses relajadas, a diferencia de lo que sucedía en la pintura medieval. El uso del término «conversación» no indica que se produzca diálogo alguno, sino que los personajes están gozando de la gloria de Dios y pueden imaginarse manteniendo un coloquio sobre temas religiosos. Por último, es característica la ubicación de la escena en un entorno arquitectónico o bajo un dosel que cobija a la Virgen y el Niño.
En la Virgen de los Reyes Católicos se muestra una estancia con dos ventanas al fondo, a través de las cuales se adivina un paisaje bucólico, de estilo flamenco. Entre ambas está sentada la Virgen con el Niño, sobre un trono de piedra con remates góticos, y a sus pies aparecen dos santos vestidos con hábito de monje. Estos dos santos están identificados por las letras que pueden leerse en sus respectivos nimbos; son Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden de los dominicos, y Santo Tomás de Aquino, uno de los teólogos más importantes de esta congregación religiosa. Los atributos iconográficos con que aparece Santo Domingo son un libro, porque es considerado Doctor de la Iglesia, y una rama de azucenas, símbolo de pureza alusivo a la Virgen María, ya que este santo favoreció una especial devoción mariana e instauró el rezo del rosario. Santo Tomás se muestra como el titular de la advocación del monasterio abulense donde estaba la pintura, y por eso sostiene la maqueta de una iglesia, en actitud de ofrecérsela a la Virgen; también lleva un libro que le acredita como teólogo y Doctor de la Iglesia. De las manos de ambos santos surgen dos filacterias escritas con plegarias de difícil lectura.
En el primer plano se encuentran los Reyes Católicos, arrodillados en oración, es decir, la postura habitual con que se representaba a los donantes benefactores de las órdenes religiosas. Les acompañan sus hijos: la primogénita Isabel, detrás de su madre, y el príncipe heredero Juan, detrás de Fernando el Católico. La familia real está secundada por dos monjes dominicos que han sido identificados con dos personajes auténticos de la época: en el extremo de la izquierda, el Inquisidor General del reino, fray Tomás de Torquemada, y en el extremo de la derecha, fray Pedro Mártir de Anglería, cronista de la guerra de Granada y capellán de Isabel la Católica.
La descripción del paisaje en las ventanas del fondo, el detallismo de los vestidos y la fidelidad de los retratos, sobre todo el de la reina Católica, pretenden conferir a la obra un carácter de verosimilitud y cercanía muy propios de la cultura humanista del Renacimiento. Sin embargo, la perspectiva del suelo y de los reclinatorios de los reyes está bastante forzada y muestra algunos errores. De todas formas, en una obra como ésta predomina el aspecto simbólico y ceremonial por encima de la representación de la realidad. La pintura es un testimonio excepcional de la política de los Reyes Católicos, que culminaron la unificación religiosa con la reconquista de Granada y establecieron el primer tribunal de la Inquisición española precisamente en el monasterio de Santo Tomás de Ávila. En ese contexto, la unidad religiosa y la lucha contra la herejía fueron consideradas una estrategia fundamental para recuperar la identidad nacional y para demostrar ante Europa la ortodoxia católica de España. La conversión forzosa de los judíos y de los moriscos, so pena de expulsión, se explica por el ambiente de intolerancia característico de la época, pero formaba parte indisoluble de aquella política. Gracias a ella, los Reyes Católicos sentaron las bases de una monarquía autoritaria, capaz de consolidar un Estado moderno y centralizado, que sería luego imitada por otras naciones de Europa. Y en ese proceso tuvo un protagonismo destacado la acción desarrollada por las órdenes religiosas, en especial franciscanos y dominicos, que se convirtieron en los brazos ejecutores de la unificación política y religiosa. Los primeros como misioneros evangelizadores en el Nuevo Mundo, los segundos como teólogos e inquisidores, y ambos como predicadores eficaces que difundieron desde el púlpito las ideas de la monarquía católica. Finalmente, añadir que el mencionado monasterio de Santo Tomás de Ávila terminaría por adquirir una significación todavía mayor, ya que fue utilizado como panteón funerario del príncipe Juan, representado en esta tabla detrás de su padre Fernando el Católico, y muerto repentinamente en 1497.

jueves, 4 de noviembre de 2010

EL MARTIRIO DE SANTO TOMÁS BECKET

Este espléndido relieve policromado representa el martirio del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, sucedido en el año 1170. Se trata de uno de los temas iconográficos más reproducidos en el arte gótico inglés. El ejemplo que exponemos aquí está esculpido en una clave de bóveda de la nave central de la catedral de Exeter, en la Península Cornualles. La clave de una bóveda es la piedra colocada en el extremo superior de la misma; sirve de cierre y de elemento sustentante de toda la estructura, porque en ella apoyan todas las fuerzas de los arcos. En el estilo gótico se hizo frecuente la decoración de estas piezas con elementos vegetales, flamas, motivos heráldicos o figuras en relieve. Podían ser mascarones de madera aplicados o estar esculpidas directamente sobre la piedra y la mayoría de las veces estaban brillantemente policromadas, aunque en esta ocasión los colores que se aprecian son el resultado de una restauración del siglo XX. Para policromarlo normalmente se daba una capa de yeso sobre la superficie y después se pintaba con temple o témpera. La escena del martirio representada aquí sigue los patrones estilísticos de la escultura gótica del siglo XIV y muestra una extraordinaria pericia a la hora de incluir en el reducido formato circular hasta seis personajes: Becket en el centro arrodillado, los cuatro caballeros que perpetraron su asesinato y un canónigo testigo del suceso. También aparecen algunos elementos escenográficos, que sirven de contextualización a la escena: la mitra de arzobispo tendida al lado de Becket, un altar y una cruz que hacen referencia a un espacio sagrado identificado como la catedral de Canterbury, por lo que sabemos de la historia.
Thomas Becket (1118-1170) fue uno de los personajes más interesantes de la historia medieval inglesa. Hijo de un acaudalado comerciante londinense, recibió una cuidada educación tanto caballeresca como religiosa, y logró convertirse en uno de los secretarios del arzobispo de Canterbury, Teobaldo de Bec. Eso le permitió viajar a Roma en repetidas ocasiones y estudiar derecho en la prestigiosa universidad de Bolonia. Su presencia habitual en la corte hizo que trabase amistad con el rey de Inglaterra Enrique II, quien le nombró su canciller en 1154. A la muerte de Teobaldo, en 1161, Enrique designó a Thomas arzobispo de Canterbury, creyendo que de esa forma podría controlar desde la monarquía el poder de la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. Thomas experimentó una conversión radical, dimitió de su cargo de canciller y dedicó toda su atención a los asuntos religiosos. La brecha definitiva entre el rey y el arzobispo se produjo en 1164, cuando ambos discutieron acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Ese año Enrique hizo público un documento de 16 artículos, conocido como las Constituciones de Clarendon, en los cuales pretendía que la Iglesia de Inglaterra aceptase, al igual que el resto de las instituciones del Estado, determinadas leyes de carácter consuetudinario.
A efectos prácticos, las Constituciones de Clarendon trataban de limitar la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos, con la intención de minimizar sus privilegios e imponer la autoridad de la Corona sobre la Iglesia. Argumentaban, por ejemplo, que los sacerdotes acusados de crímenes debían ser juzgados por tribunales civiles, bajo la supervisión real, y no por tribunales eclesiásticos que escaparan a su control. Pero Thomas Becket consideró esto como una intrusión del monarca en los asuntos eclesiásticos, y sostuvo que este tipo de casos debían juzgarse según el derecho canónico. Además, defendió la independencia del poder de la Iglesia frente al rey, la libertad de elección de sus prelados y la inviolabilidad de sus propiedades. Así pues, Becket se negó a ratificar las Constituciones de Clarendon, y Enrique, profundamente irritado, le declaró en rebeldía y le acusó de cometer diversas faltas. El arzobispo huyó de la corte y escapó de forma clandestina a Francia.
Durante los años siguientes, el monarca y el arzobispo se enzarzaron en una agria polémica, que alcanzó gran difusión y enturbió las relaciones entre Inglaterra y el Papado. Hay que tener en cuenta que Enrique II de Inglaterra era uno de los monarcas más poderosos de Europa en aquel momento; sus dominios feudales se extendían por el conjunto de las Islas Británicas y las regiones francesas de Normandía, Bretaña, Anjou, Aquitania y Gascuña, constituyendo lo que se denominó el Imperio Angevino. Por consiguiente, lo que realmente estaba en juego era el complejo equilibrio de poder entre las grandes monarquías y el Papado.
Finalmente, se llegó a un intento de conciliación y Becket regresó a Gran Bretaña, seis años después. Sin embargo, la tensión entre las partes imposibilitaba una salida satisfactoria. Hastiado de la polémica, Enrique hizo el siguiente comentario en un ataque de ira: «¿no habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento?», lo cual fue interpretado como una orden de asesinato. El 29 de diciembre de 1170, cuatro caballeros al servicio del rey mataron con sus espadas al arzobispo, mientras estaba rezando en la catedral de Canterbury. La indignación que produjo su muerte obligó al rey a retirar las demandas de Clarendon. Además, se le exigió hacer penitencia pública ante la tumba de Becket, con el fin de expiar su implicación en el crimen: el 12 de julio de 1174 tuvo que peregrinar a la catedral, donde se desnudó y fue delicadamente azotado por varios obispos y hombres de iglesia. El hecho de que se produjeran varios milagros en torno a las reliquias de Becket, y la popularidad que adquirió su figura como mártir de la religión, hicieron que en menos de tres años Thomas Becket fuera santificado por el Papa Alejandro III. La veneración del cadáver del arzobispo y su canonización hicieron que Canterbury se convirtiera en uno de los centros de peregrinación más importantes de Europa durante la Edad Media.

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domingo, 31 de octubre de 2010

SANTIAGO MATAMOROS

Este relieve románico, situado en una portada del crucero de la catedral de Santiago de Compostela, es una de las primeras representaciones artísticas que existen de este apóstol en la batalla de Clavijo. La veracidad de este suceso aún es objeto de debate entre los historiadores, al igual que la propia venida del santo a España y el hecho de que realmente pueda estar enterrado en el subsuelo de la catedral compostelana.
Los datos históricos que tenemos acerca de la figura del apóstol se reducen a los que aparecen en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, algunos documentos y crónicas de época romana, y las noticias aportadas por los primeros historiadores de la Iglesia entre los siglos III y IV de nuestra era. De acuerdo con estas fuentes, Santiago nació en Betsaida, Galilea, era pescador del lago Tiberiades y hermano de otro apóstol, Juan, ambos hijos de Zebedeo. Fue llamado a la predicación por Jesús junto con otros pescadores del lugar como Pedro y Andrés (Mateo 4, 18-22), y formó parte del grupo de los doce discípulos que acompañaron al Mesías durante su Pasión (Mateo 10, 2-4). El propio Jesucristo, además, le puso el sobrenombre o apodo de «Boanerges», que significa Hijo del Trueno, probablemente debido a su fuerte carácter o a la potencia de su voz (Marcos 3, 16-20). En la cultura cristiana se le nombra repetidamente Santiago el Mayor, para diferenciarlo de otros dos Santiagos: otro apóstol, hijo de Alfeo, al que se le conoce como el Menor, y un primo de Jesús que algunos años después de la Pentecostés aparece citado como obispo de la comunidad de Jerusalén.
Santiago el Zebedeo ocupó, junto con Pedro y Juan un lugar de preeminencia en el grupo de los Doce, ya que a lo largo de los Evangelios aparece destacado al lado a Jesucristo en varios episodios: los tres están presentes en la Transfiguración de Jesús junto a Moisés y Elías (Mateo 17, l-l3); son los únicos a los que se les permite presenciar el milagro de la resurrección de la hija de Jairo (Marcos 5, 35-43); y le acompañan en la Oración en el Huerto de Getsemaní, aunque se quedaran dormidos por ello fueran reprendidos (Mateo 26, 37-46). Encontramos más noticias sobre el apóstol Santiago en los Hechos de los Apóstoles, las crónicas romanas y los escritos de los primeros historiadores de la Iglesia. Según estas fuentes, Santiago fue el primer mártir entre los cristianos porque fue decapitado en Jerusalén en torno al año 42, bajo el reinado de Herodes Agripa (Hechos 12, 1-3). Este martirio ha sido frecuentemente representado en el arte, como en este cuadro de 1571, pintado por Juan Fernández de Navarrete «El Mudo», que se conserva en el monasterio de El Escorial. En relación a la muerte de Santiago, el filósofo y teólogo Clemente de Alejandría añadió en torno al año 200, que Santiago fue enterrado en un lugar denominado Akaia Marmarica. Estos datos serían posteriormente corroborados por el obispo Eusebio de Cesárea en su Historia Eclesiástia del año 320, aunque sin precisar más sobre la localización exacta del lugar de enterramiento, que por su nombre podría hallarse próximo al mar de Mármara en Turquía, o en la región Marmárica junto a la Península del Sinaí.
Entonces ¿cómo apareció Santiago en España? La primera referencia al respecto viene dada en un escrito piadoso de autor anónimo, salido a la luz en Bizancio en el siglo VII, el Breviarium Apostolorum. En este documento se recogieron varios relatos apócrifos con la intención de configurar una especie de geografía de la evangelización, y justificar así la autoridad de unas sedes eclesiásticas sobre otras, por la razón de que hubieran sido fundadas por un apóstol directo de Cristo. Allí es donde se afirmó por primera vez que Santiago el Mayor estuvo en España. Esta afirmación coincidía con otra vertida en un manuscrito ligeramente anterior, atribuido a San Isidoro de Sevilla, que se titula De vita et obitu sanctorum utriusque Testamenti. En cualquier caso, la idea de que Santiago vino a España es bastante posterior a su muerte, y desde luego, históricamente incompatible con la realidad. Es posible que San Pablo sí estuviera predicando aquí, porque de hecho él mismo lo anuncia en algunos de sus escritos, como la Carta a los Romanos, y además existen referencias posteriores que lo confirman; pero Santiago no. Por otra parte, la difusión del cristianismo en nuestro país se desarrolló al margen de la predicación apostólica. Fue iniciada a finales del siglo III mediante la progresiva conversión de los soldados romanos de la Legio VII, provenientes del norte de África y acuartelados estacionalmente en Hispania. A pesar de todo lo expuesto, lo cierto es que en el siglo VIII ya se había asentado plenamente la tradición de que Santiago estuvo en España. Faltaba encontrar una prueba tangible.
Casualmente, en el año 813 un eremita llamado Pelagio advirtió en el Bosque del Libredón, en la provincia de La Coruña, unos fenómenos lucernarios que consideró sobrenaturales. Inmediatamente se personó allí Teodomiro, obispo de Iria Plavia (Padrón), con el fin de comprobar la naturaleza de esos fenómenos. Al seguir las señales aparecidas en este campo de estrellas o campus stellae, Teodomiro descubrió un sepulcro tardorromano del siglo V que identificó sin ninguna duda como la tumba del apóstol Santiago el Mayor. Para corroborar la santidad del lugar y asegurarse la salvación eterna, Teodomiro se haría enterrar allí a su muerte. Y para dignificarlo adecuadamente, el rey Alfonso II el Casto lo puso en conocimiento del Papa y edificó un pequeño templo martirial que albergaba en su cabecera el mausoleo. Así pues, tanto la Iglesia como la monarquía astur-leonesa legitimaron el hallazgo, y todo el orbe cristiano lo dio por válido, siguiendo un proceso habitual durante la Edad Media, según el cual la difusión de un determinado culto se materializaba al cabo del tiempo a través de la invención de alguna reliquia. Para la mentalidad de la época, la tradición decía que Santiago había predicado en España, por tanto era lógico que más tarde o más temprano se encontraran sus reliquias.
Pero ¿cómo justificar la existencia de la tumba en España si las Sagradas Escrituras afirmaban que Santiago había sido decapitado en Palestina? La hagiografía cristiana tuvo que hacer un esfuerzo considerable para inventar una historia verídica que explicaba cómo el cuerpo del apóstol fue trasladado desde Palestina hasta Finisterre, en una barca empujada por ángeles, y cómo al llegar a Galicia fue recogido por unos discípulos que condujeron el cuerpo en una carreta de bueyes hasta el lugar indicado, donde finalmente lo encontró Teodomiro. Así se muestra en este díptico del siglo XV, pintado por Martin Bernat, que hoy se conserva en el Museo del Prado. La historia se propagó de manera oportuna y fue bien recogida en La leyenda dorada, una colección de vidas y milagros de los santos redactada por el dominico italiano Jacopo della Voragine, en 1260. Y así se ha mantenido hasta nuestros días, aunque primero el Papado, en el siglo XVII, y después algunos historiadores como Gregorio Mayans, en el siglo XVIII, lo pusieran en tela de juicio. En cualquier caso, la existencia de los restos de Santiago en Compostela fue fervorosamente aceptada por la fe popular y dio origen al extraordinario fenómeno de las peregrinaciones jacobeas, que atrajeron a millones de peregrinos durante toda la Edad Media. Este hecho convirtió a la monarquía astur-leonesa en una de las más prestigiosas de su época, hasta el punto de que el mismísimo Imperio de Carlomagno se apresuró a establecer relaciones diplomáticas con la Corte de Oviedo. Pero el hallazgo de las reliquias de un personaje tan significativo para la cultura cristiana como era uno de los apóstoles preferidos de Cristo, tuvo otras consecuencias.
Los reyes astures habían establecido en la Cornisa Cantábrica el último reducto de la resistencia cristiana frente a la invasión islámica, logrando la victoria en la famosa batalla de Convadonga, en el año 722. A partir de ese momento se consideraron sucesores del extinguido reino hispano-visigodo de Toledo, y asumieron como objetivo nacional la reconquista del territorio perdido a manos de los musulmanes, en palabras de la época, la restauración de la Salus Hispaniae. Semejante empresa adquirió una connotación simbólica de cruzada contra el infiel, por lo que se hacía necesario el apoyo divino, no sólo como fuente de inspiración y justificación ideológica sino también como elemento motivador. Por esta razón no debe sorprender que el apóstol Santiago se materializase físicamente en forma de reliquias, sino que incluso se apareciera combatiendo codo con codo junto a los soldados cristianos en la batalla de Clavijo, en el año 844. Según la leyenda, el rey Ramiro I de Asturias se encomendó a Santiago la noche antes de la batalla, dada su situación de clara inferioridad frente al ejército de Abderramán II. A la mañana siguiente, el propio apóstol se apareció montado sobre un brioso corcel blanco, arroyando a los moros sin piedad y conduciendo a los cristianos hacia la victoria. Éste fue el nacimiento del mito de Santiago Matamoros y del famoso lema o grito de guerra ‘’Santiago y cierra España’’, cuyo significado era que gracias a la intervención divina España cerraría por fin sus puertas a los infieles, expulsándolos de la Península. Y eso es lo que muestra el relieve de la catedral compostelana, ejecutado todavía en estilo románico a pesar de estar datado en el siglo XIII. El lenguaje plástico resulta quizás tosco y un tanto ingenuo, pero en este caso es evidente que la efectividad del mensaje se antepuso a la calidad estética, por las razones arriba explicadas.

MÁS INFORMACIÓN EN:
http://www.santopedia.com/santos/traslacion-de-santiago-apostol/

viernes, 29 de octubre de 2010

EL TRIUNFO DE SAN HERMENEGILDO

El Triunfo de San Hermenegildo es una espectacular pintura barroca del año 1654, realizada por Francisco de Herrera «El Mozo» para el retablo mayor de la iglesia de San José de Madrid. Hoy se encuentra en el Museo del Prado.
Herrera «El Mozo» fue una de las grandes figuras del pleno barroco madrileño, aunque fuera de origen sevillano. Hijo de Francisco de Herrera «El Viejo» y seguramente formado con él, emigró en 1647 después de un matrimonio fallido que fue inmediatamente disuelto mediante sentencia de divorcio. Probablemente debido a esta circunstancia o por la arrogancia y aspereza de carácter de ambos, el caso es que padre e hijo se enemistaron y «El Mozo» marchó a Roma, donde se destacó en la pintura de bodegones y pescados. En 1654 regresó a Madrid y contrató el cuadro de la iglesia de San José, entonces de los Carmelitas Descalzos, en el que puso en práctica los mejores recursos pictóricos del barroco italiano. La obra, ciertamente, desprende un barroquismo exacerbado, con un admirable juego de luces y una extraordinaria maestría en la aplicación del color. Llama la atención la novedad compositiva de situar esa gran masa a contraluz, en la esquina inferior izquierda, mientras que la gloria de ángeles del fondo se disuelve en una pincelada líquida, casi transparente. Por su parte, la figura del santo se muestra suspendida en el centro de la composición, convulsionándose ingrávida en una esbelta curva que expresa triunfante el poder de la religión. Es comprensible que esta obra causara una profunda impresión en el ambiente artístico madrileño de la época, puesto que el joven artista parecía ir mucho más allá de cuanto hasta entonces habían hecho otros pintores como Francisco Rizi, Francisco Camilo o Juan Carreño de Miranda. El biógrafo Antonio Palomino, en su Parnaso Español Pintoresco Laureado (1724) lo explicaba así:
«Después vino a esta Corte, donde lo primero que hizo fue el cuadro de San Hermenegildo, Rey de España, que está colocado en el altar mayor de la iglesia de los Carmelitas Descalzos. Y era tan vano nuestro Herrera, que se dejó decir que aquel cuadro se había de poner con clarines y timbales. Cosa que bastó a conciliarle muchos émulos, pero él tenía para todos; porque era de genio muy ardiente y voraz.»
Hermenegildo era un príncipe hispano-visigodo que vivió en el siglo VI. Era hijo del rey Leovigildo y hermano de Recaredo. De origen arriano, como la mayoría de los visigodos, la influencia de San Leandro y su matrimonio con la princesa franca Ingunda le llevaron más tarde a convertirse al catolicismo. Desde su cargo de gobernador de la provincia Bética, conspiró contra su padre apoyado por los bizantinos, lo que provocó el estallido de una guerra civil que duró desde el año 581 hasta el 584. Pero los bizantinos pactaron finalmente con Leovigildo y Hermenegildo se encontró en clara situación de inferioridad. Después de resistir durante más de un año sitiado en Sevilla, huyó a Córdoba, donde fue definitivamente capturado y enviado a prisión a Tarragona. Allí rechazó la oferta de perdón de su padre, expresó vehementemente su fidelidad al catolicismo y se negó a recibir la comunión de manos de un obispo arriano, por todo lo cual acabó siendo martirizado y finalmente decapitado en el año 585.
Históricamente, es discutible si aquel conflicto fue ocasionado por las diferencias entre católicos y arrianos, o se debió a una simple sublevación de Hermenegildo, que aspiraba a ocupar el trono de su padre y utilizó su conversión como una excusa para justificar la guerra. En defensa de este último argumento figura la relativa tolerancia religiosa que se vivió durante el reinado de Leovigildo, y el hecho de que su sucesor, Recaredo, impusiera luego el catolicismo como religión oficial del Estado. A pesar de ello, la Iglesia católica acabó considerando a Hermenegildo un mártir de la resistencia frente a la herejía, y en 1585, en el milésimo aniversario de su muerte, fue canonizado por el Papa Sixto V, a petición del rey Felipe II. De esta forma San Hermenegildo se convirtió en uno de los santos patronos de la Corona de España, junto a San Fernando. Aquella canonización se explica perfectamente por el contexto histórico en que tuvo lugar: en mitad de la Contrarreforma Católica contra el Protestantismo, al poco tiempo de celebrarse el Concilio de Trento, y en el pico de máximo esplendor de la monarquía española como defensora universal de la verdadera fe. El cuadro de Herrera «El Mozo» utiliza muy acertadamente el lenguaje artístico del Barroco para mostrar el triunfo de esta monarquía y del catolicismo frente a la herejía: Leovigildo y su obispo arriano contemplan aterrorizados desde la esquina a Hermenegildo, que se eleva victorioso, blandiendo la imagen divina de Cristo crucificado; unos ángeles portan los atributos reales del santo (la corona, el cetro y el hacha con que fue decapitado), mientras tocan instrumentos musicales que glorifican su encuentro con Dios.

MÁS INFORMACIÓN EN:
https://www.museodelprado.es/actualidad/multimedia/el-triunfo-de-san-hermenegildo/5fb9be07-f46e-4788-8986-90b79f51822e


jueves, 28 de octubre de 2010

LA CORONA DE RECESVINTO

La corona del rey hispano-visigodo Recesvinto forma parte del fabuloso Tesoro de Guarrazar, descubierto en la provincia de Toledo entre las ruinas del monasterio de Santa María de Sorbaces. El tesoro estaba oculto en un escondrijo de una cámara lateral de la iglesia, junto al sepulcro de un presbítero llamado Crispinus, pero tanto su iconografía regia como la extraordinaria calidad de sus piezas hacen pensar que no están relacionadas con aquel personaje. Por el contrario, parece más lógico pensar que se trate de un conjunto de joyas de la monarquía hispano-visigoda, con un elevado contenido simbólico. El conjunto estaba formado por ocho coronas votivas y cinco cruces pertenecientes a diferentes reyes del siglo VII, así que su emplazamiento original debió ser otro, probablemente alguna iglesia de Toledo capital. Algunos historiadores han apuntado la hipótesis de que el tesoro fue escondido en este lugar apartado para que no cayera en manos de los saqueadores, cuando se produjo la invasión musulmana del año 711.
Aquella invasión provocaría finalmente el colapso de la monarquía hispano-visigoda, y el exilio de muchos de sus nobles y clérigos hacia la Cornisa Cantábrica, donde lograrían detener el avance de los musulmanes y constituir el último reducto de la resistencia cristiana, el reino de Asturias. Por esta razón, el Tesoro de Guarrazar permaneció en el olvido durante siglos, hasta que una tormenta de verano provocó un corrimiento de tierras y lo sacó a la luz en 1858. A partir de entonces experimentó un sinnúmero de peripecias. Una parte fue vendida a un platero de Toledo, que fundió la mitad de las piezas. Otras coronas, entre las que destacaba la del rey Recesvinto fueron adquiridas por un militar francés de nombre Adolphe Héroruart, que las llevó a París. Allí fueron vendidas por 100.000 francos al Museo de Cluny, donde, al ser restauradas, sufrieron algunas modificaciones, sobre todo la corona de Recesvinto. El expolio de un elemento tan significativo de nuestro patrimonio artístico provocó un escándalo mayúsculo en la opinión pública de la época, pero fue relativamente fácil por la inconcreción de las leyes existentes entonces en materia de protección de los bienes culturales. Lo cierto es que en 1860 otra vez Héroruart consiguió sacar subrepticiamente una novena corona procedente de Guarrazar, con el fin de venderla al gobierno francés.
Posteriores descubrimientos, practicados por un tal Domingo de la Cruz, sacaron a la luz otro grupo de cruces y coronas, entre las que sobresalía la del rey Suintila. En esta ocasión fueron regaladas a la reina Isabel II, que ordenó realizar nuevas pesquisas para recuperar lo que pudiera quedar del Tesoro de Guarrazar. Todo ello fue custodiado desde el año 1861 en la Armería del Palacio Real de Madrid. Desgraciadamente, el 4 de abril de 1921, fue robada de allí la corona de Suintila, de la que nunca más se supo. En 1941, en virtud de un tratado de recíproca entrega de obras de arte suscrito entre los gobiernos de España y Francia, regresaron a Madrid seis de las nueve coronas de Guarrazar que aún se hallaban en el Museo de Cluny, acompañadas de otras obras artísticas excepcionales, como la Dama de Elche o la Inmaculada de Soult de Murillo. Nosotros, a cambio, entregamos un cuadro de El Greco, otro de Velázquez, un cartón para tapiz de Goya y una serie de dibujos franceses del siglo XVI. Las coronas devueltas fueron depositadas en el Museo Arqueológico Nacional en 1943, donde hoy subsisten, afortunadamente, junto con el resto del Tesoro de Guarrazar que se había guardado en la Armería del Palacio Real. Como anécdota curiosa, añadir que una letra "R" de la corona de Recesvinto, todavía continúa en París, olvidada sin una razón lógica desde que tuvo lugar el citado intercambio.
Tal como la podemos apreciar hoy, la corona de Recesvinto es un aro de oro curvado, con decoración repujada en sus extremos, a base de círculos, y un cordoncillo de remate. En la zona central, numerosas cápsulas con perlas y zafiros sin tallar de gran tamaño, separados por dibujos calados de palmetas. Las perlas y zafiros van alternados al tresbolillo. La corona se sujeta por medio de cuatro cadenas de oro, compuestas por eslabones en forma de corazón, primorosamente labrados, que se recogen en una macolla de dos azucenas, adornada con más piedras preciosas. De la corona, a su vez, cuelgan individualmente una serie de letras que forman el nombre del monarca: «RECCESVINTHUS REX». De cada letra, fabricada a base de celdillas, cuelga también una piedra preciosa.
Estas coronas hispano-visigodas del Tesoro de Guarrazar, al igual que las procedentes del Tesoro de Torredonjimeno, no tenían una función práctica, es decir, no se colocaban sobre la cabeza de los reyes. Su destino era ser colgadas encima de los altares de las iglesias, a modo de exvotos, siguiendo una costumbre característica de algunos emperadores bizantinos, como Justiniano, Mauricio e Irene, que colgaron sus coronas en Santa Sofía de Constantinopla. Los reyes hispano-visigodos imitaron esta costumbre; por ejemplo, sabemos que Recaredo colocó una corona votiva de este tipo en la iglesia de San Félix de Gerona. Ofrecer una corona real en una iglesia es un acto de extraordinaria carga simbólica. Supone una alianza ostensible entre el poder temporal y el poder celestial, y sirve para justificar el orden social establecido. En la monarquía hispano-visigoda esto fue un asunto de la máxima importancia porque buscaba hacer posible el anhelo de unidad territorial, política y religiosa pretendido por sus reyes desde el III Concilio de Toledo, celebrado en el año 589. En aquel concilio, el rey Recaredo abjuró formalmente del arrianismo para convertir al catolicismo en la religión oficial del Estado. Más allá de sus consecuencias religiosas, la medida sirvió para favorecer la aceptación social de los propios visigodos por parte del grueso de la población católica hispanorromana, sometida bajo la autoridad de los primeros pero mucho más culta y numerosa. Por otra parte, el apoyo de una iglesia cuantitativamente poderosa era necesario para una monarquía bastante inestable, desde el punto de vista político. Los visigodos no habían asumido aún un sistema de sucesión dinástico, sino que preferían elegir a sus reyes, lo que ocasionaba constantes luchas por el poder entre las facciones nobiliarias, justificaba el regicidio como forma de acceder al trono y permitía el intrusismo de naciones extranjeras que apoyaban a candidatos distintos. La alianza entre la corona y el altar se presentó así como la mejor alternativa posible para dar la necesaria estabilidad institucional a la endeble monarquía hispano-visigoda, y eso es precisamente lo que muestra esta corona votiva.

viernes, 22 de octubre de 2010

EL TRONO DE TUTANKHAMON

El faraón Tutankhamon, cuyo reinado transcurrió entre 1346 y 1337 a. C., sigue siendo una de las figuras más enigmáticas y atractivas del Imperio Nuevo Egipcio. Su nombre original era Tutankhaton, «imagen viva de Atón», pero él mismo ordenó sustituirlo a los pocos años de su reinado por Tutankhamon o «imagen viva de Amón». El joven rey había sucedido a su padre, el hereje Akhenaton, que había trasladado la capital espiritual del país a Tell el Amarna y había abandonado el culto a los dioses tradicionales de Egipto, con el fin de instaurar el monoteísmo en torno a un único dios solar denominado Atón. Tutankhamon, sin embargo, se apartó pronto de las ideas revolucionarias su padre, restauró el culto a los numerosos dioses del panteón egipcio y devolvió los antiguos privilegios a los grandes templos de Amón, en la ciudad de Tebas. No está clara si ésta fue una decisión personal o estuvo presionada por la nobleza, el ejército y los sacerdotes de los templos, verdaderos grupos de poder en aquella sociedad. El caso es que Tutankhamon murió poco después, con apenas veinte años, y la restauración religiosa sería continuada y definitivamente consolidada tanto por sus sucesores, Ay y Horemheb, como por los faraones de la Dinastía XIX.
La muerte de Tutankhamon sigue siendo un enigma. De la hipótesis original de una conspiración que llevó a su asesinato se ha ido rectificando en los últimos años hasta pensar que la causa de su fallecimiento pudo ser probablemente un accidente de carro, seguido de una infección mal curada que afectó a los huesos de la rodilla y el pie, afectados por una enfermedad crónica que padecían la mayoría de los miembros de la familia real. Los análisis de ADN y las tomografías practicadas recientemente a la momia de Tutankhamon parecen corroborar esta última hipótesis. Lo cierto es que la prematura muerte del faraón provocó que hubiera que aprovechar una tumba menor, ya excavada en el Valle de los Reyes (la KV62), con el fin de acomodar allí su cadáver y su ajuar funerario de la mejor manera posible. Tutankhamon fue un faraón menor en la historia de Egipto pero, a diferencia de otros, su enterramiento permaneció intacto y a salvo de los ladrones hasta que fue descubierta por el arqueólogo inglés Howard Carter en 1922, debajo de la tumba de Ramsés VI. Los numerosos y riquísimos objetos que nos ha legado el tesoro de Tutankhamon nos parecen hoy espectaculares, pero pueden considerarse una minucia si los comparamos con el ajuar que debía existir en la sepultura de otros faraones más renombrados, como Tutmosis III o Ramsés II.
Entre los objetos más interesantes que había en la primera cámara de la tumba de Tutankhamon, se encuentra el trono que reproducimos aquí. Un trono es un objeto especialmente simbólico porque es el lugar donde se asienta la personificación del poder. El rey está sentado mientras sus súbditos permanecen de pie, lo que constituye un tipo de conducta que expresa claramente la jerarquía social establecida. Desde su trono, el rey concede audiencia, imparte justicia, toma decisiones políticas y ejerce su poder de manera efectiva. Además, según la cosmovisión egipcia el faraón era considerado un dios viviente en la tierra; por consiguiente, su figura ataviada con los atributos reales, sentada ordenando el mundo e imponiendo su voluntad divina sobre el resto de los mortales era muy parecida a la imagen de la divinidad que proporcionaban las estatuas sedentes de los grandes dioses. El trono simboliza así majestad, estabilidad, seguridad y equilibrio, y es una especie de síntesis entre el cielo y la tierra, entre el mundo de los dioses y el de los hombres.
El trono de Tutankhamon encierra en sí mismo todo este universo alegórico. Está realizado en madera decorada con pan de oro, plata, pasta de vidrio y piedras semipreciosas como lapislázuli, cornalina y turquesa. Mide 100 cm de altura x 54 cm de anchura x 60 cm de largura. La pieza muestra una gran perfección técnica y su calidad artística la convierten en una de las principales obras maestras del Museo Egipcio de El Cairo. Si la observamos con detalle, podemos apreciar que las patas tienen forma de garras de león y en el frontal están rematadas con cabezas de este animal. Los brazos muestran símbolos de la unificación del Alto y el Bajo Egipto, como son la doble corona y las cabezas de cobra y de buitre. Las alas del buitre rodean el signo del infinito y los cartuchos con el nombre del faraón. El cartucho que hay en el brazo derecho muestra el nombre original del faraón, Tutankhaton, mientras que en el del lado izquierdo se lee el nombre renovado de Tutankhamón. Este cambio hace alusión a la restauración religiosa producida durante su propio reinado, después del llamado período de Amarna. El trono viene acompañado de un escabel, a los pies, tallado en madera y cubierto de estuco y pan de oro. En él se representan a los enemigos de Egipto, tres asiáticos y tres nubios, que son pisoteados de forma simbólica por el faraón mientras está sentado. Un texto en jeroglífico aclara esta iconografía: «Todas las grandes tierras extranjeras están bajo tus sandalias.» 
El respaldo del trono muestra una de las escenas más hermosas y sentimentales de toda la Historia del Arte Egipcio. Es heredera directa de las representaciones características del período de Amarna, que solían mostrar a la familia real en la intimidad, en actitud cariñosa. Un claro antecedente de esta escena es la estela de Akhenaton y Nefertiti jugando con sus hijas, que también se halla en el Museo de El Cairo. En el trono de Tutankhamon aparece el joven faraón sentado, agasajado por su esposa (y hermana) Ankhesenamon. Ankhesenamon está coronada por un disco solar rodeado por dos grandes plumas, lleva un gran pectoral y viste una túnica informal. Está aplicando un ungüento perfumado sobre los hombros de su marido. Éste lleva una gran corona compuesta y aparece ataviado con brazaletes, un pectoral y falda larga. Su abdomen hinchado le hace parecer embarazado, lo que iconográficamente se relaciona con el arte de Amarna: alude al rol del faraón como generador y regenerador de vida, un simbolismo que introdujo el padre de Tutankhamon, Akhenaton. La relación con la herejía de Akhenaton es más evidente aún en el disco solar que aparece en el fondo del respaldo, representando al único dios Atón, extendiendo sus rayos benefactores sobre la pareja real. En definitiva, se trata de una obra verdaderamente maravillosa, que más allá de su funcionalidad práctica está imbuida de un elevado componente simbólico.


Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.