La basílica menor de Santa María de la Asunción es un
monumento histórico artístico que justifica por sí mismo la visita a Arcos de
la Frontera, por otra parte uno de los pueblos más bellos de la provincia de
Cádiz. Esta iglesia fue fundada a finales del siglo XIV sobre los restos de una
mezquita árabe y su construcción se prolongó durante varios siglos. Tiene
planta de salón, bóvedas estrelladas hispanoflamencas, pilares circulares compuestos
por finos baquetones y una cabecera ochavada, que fue transformada en la
primera mitad del siglo XVI, cuando le fue añadida una corta bóveda de
casetones y un magnífico retablo renacentista; este retablo, por cierto, ocultó
una pintura mural gótica que decoraba inicialmente el presbiterio, y fue afortunadamente
recuperada y trasladada a la pared de la nave del Evangelio en 1962. Entre los arquitectos
que intervinieron en la construcción de Santa María se encuentran Diego de
Riaño, Juan Gil de Hontañón, Alonso Rodríguez, Martín de Gainza y Hernán Ruiz
El Mozo, la mayoría de ellos vinculados a las obras de la Catedral de Sevilla.
El interior es de gran esplendidez, con una sillería
de coro barroca, un órgano y un buen número de cuadros, retablos y altares,
entre los cuales destaca este dedicado a San Félix, situado en mitad de la
pared del lado del Evangelio. Está fechado en 1770 y atribuido al escultor jerezano
Andrés Benítez y Perea. Es una mezcla de las tipologías de retablo-relicario y retablo-escaparate
porque en su parte central hay un expositor con la momia incorrupta del santo,
y este a su vez está protegido por una vitrina de cristal. La composición adopta
la forma de un arcosolio enmarcado por columnas monumentales, a modo de arco
triunfal, sobre el que se alza un segundo cuerpo cuadrangular con un relieve
ovalado en su interior, y en lo alto un remate con forma de corona. La
transición entre el arcosolio y el segundo cuerpo se hace mediante potentes
molduras sobre las que se apoyan esculturas de ángeles de tamaño natural. Por
su parte, los perfiles exteriores están adornados con lambrequines, rocallas y retorcidas
filigranas que son características de la platería y de la escultura barroca jerezanas,
de gran profusión y aparatosidad.
Sin embargo, el color predominante en este retablo no
es el dorado sino el blanco, puesto que las partes principales de la estructura
no son de madera estofada sino que imitan jaspes de colores claros. Esta
impresión queda enfatizada por las dos figuras de ángeles, muy berninianos, que
enmarcan el segundo cuerpo; parecen estatuas de mármol blanco, casi exentas, y otorgan
gran dinamismo a la composición porque se salen completamente de los límites de
la estructura. Su corporeidad traspasa la función decorativa y les convierte en
una conexión mística fundamental entre el mundo terrenal y el celestial, siguiendo
una concepción semejante a la que el propio Andrés Benítez aplicó en otros retablos
de Jerez de la Frontera.
En cuanto a la momia de San Félix, fue traída de Roma
por orden del papa Clemente XIII. Esta decisión fue consecuencia de su mediación
en un pleito existente desde 1750 entre las dos principales iglesias de Arcos
de la Frontera, la de San Pedro y esta de Santa María de la Asunción, por demostrar
su primacía y mayor antigüedad. El Papa consideró que la de Santa María era más
antigua y le obsequió con las reliquias de este santo italiano, que fue martirizado
en Roma a finales del siglo III. En ese contexto y esas fechas constan en los
martirologios varios santos con el mismo nombre. Entre
los más significativos están, primero, un San Félix Mártir o San Félix de Roma,
del que apenas hay datos pero que se sabe seguro que fue enterrado en unas
catacumbas de la Via Portuense. Segundo, un San Félix de Milán, que era un soldado
romano de la Mauretania Caesariensis que fue martirizado por Diocleciano en el
303 y enterrado por San Ambrosio en Milán, aunque sus reliquias fueron posteriormente
trasladadas a la Catedral de Colonia por el emperador alemán Federico
Barbarroja. Y finalmente un San Félix de Nola, que fue perseguido, encarcelado
y liberado por un ángel, después de lo cual llegó a ser nombrado obispo y, aunque
no murió de manera violenta, fue reconocido como mártir por los sufrimientos
que padeció; su tumba se situó en Nápoles y se convirtió en un centro de
peregrinación aunque en Roma se le dedicó una basílica.
Esta diversidad de personajes con el mismo
nombre se manifiesta en la confusa iconografía del retablo que nos ocupa. El
cuerpo mostrado en la vitrina está vestido como un caballero y porta una espada,
lo que haría referencia a la condición de soldado romano, antes mencionada.
Pero el relieve ovalado de la parte superior es una variante iconográfica del
tema de la imposición de la casulla a San Ildefonso, por parte de la Virgen
María, lo que haría alusión a la dignidad de obispo. Sea quien fuere realmente,
el cuerpo incorrupto de San Félix fue traído de Roma y trasladado a Arcos de la
Frontera en 1764, donde se expuso para la veneración pública en este
retablo. Además de los brazos y la vestimenta, que desde luego es muy posterior a la época
en la que el santo fue presuntamente asesinado, es visible una hoja de palma,
símbolo de su martirio, así como un relicario dorado con forma de copa, situado
a los pies. El conjunto puede resultar un tanto macabro pero se justifica por la
importancia que en la religiosidad barroca adquirieron las manifestaciones
sensoriales y la devoción hacia los elementos materiales de la fe. Estos aspectos se hicieron básicos a partir del Concilio de Trento y formaron parte indisoluble de
la manera de pensar de la gente durante los siglos XVII y XVIII, especialmente
en Andalucía.
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